La lucha ideológica es la forma superior de lucha por el poder. Toda lucha ideológica es una lucha por el poder político, bajo modalidades y particularidades específicas: por el control de los instrumentos, medios y aparatos de influencia ideológica-cultural sobre la sociedad. Y, por tanto, de la dominación política mediante la hegemonía, no mediante la fuerza o abierta coerción. Ante ello, lo fundamental es la construcción de la contra-hegemonía, dice el abc enseñado por los clásicos del cambio político en un sentido antioligárquico, popular y democrático.
A pesar de haber sido un evento relevante, fue, al mismo tiempo, limitado por dos grandes circunspecciones: se deliberó sobre un tema concreto, el tráfico y uso de estupefacientes prohibidos en México y el mundo (desde enfoques filosófico-políticos, jurídicos, hasta otros de carácter clínico), sin abordar el tema propiamente de las mafias trasnacionales, en su naturaleza y en su dinámica, impacto y alcances (en algunos casos se hizo, tangencialmente); y en cuanto a las drogas prohibidas, circunscribiendo las exposiciones y debates en torno a la legalización de la producción y venta o no de la cannabis (específicamente, en México y en la capital de la República), una de tales drogas prohibidas.
Lo anterior, como entrada al análisis que en esta entrega presento, en el cual ofrezco en forma resumida un enfoque particular sobre un factor de poder fundamental: el dominio ideológico-cultural, es decir, la hegemonía política, expresada tanto en las conceptualizaciones del tipo guerra contra las drogas y la estrategia anticrimen, ambas, parte integral de la llamada política de control estratégico, construida en los organismos multilaterales por las grandes potencias occidentales con Estados Unidos al frente, y que en su desarrollo histórico a lo largo del siglo XX devino en un paradigma cuya esencia es el prohibicionismo, la criminalización y la militarización de las políticas de confrontación de los cuerpos coercitivos del Estado con las organizaciones trasnacionales del crimen, como ejes estratégicos generalizados.
Un referente histórico fundamental, para traer a valor presente el paradigma y las políticas mencionadas, son las Guerras del Opio (la primera, de 1840 a 1842; y la segunda, de 1858 a 1860) cuyo rol histórico fundamental fue derrumbar el orden internacional instaurado por el Imperio de China (el Reino Medio Celestial), construido a partir de que China nació como Estado unificado en el siglo III (año 221 antes de Cristo), y hasta el quiebre de la dinastía Qing en 1912, consecuencia directa del desmoronamiento de dicho orden internacional –y de los costos impuestos por las derrotas sufridas–. Dicho orden había sido establecido en toda Asia (cuando China tenía un producto interno bruto siete veces mayor que el de Gran Bretaña, la primera potencia occidental entonces, y cuando se consideraba que el emperador chino era el vértice de la cúspide política del mundo), igualmente, luego de que las guerras y los tratados oprobiosos (debida a la superioridad tecnológico-militar) con los cuales concluyeron aquellas, y que además, abrieron las rutas comerciales a las mercaderías europeas –incluyendo la apropiación del opio con fines de rentabilidad económica–, igualmente, a la expoliación de riquezas, a la esclavización colonial de los habitantes de distintas regiones, por ejemplo, Indochina, y a la dilatación progresiva de su influencia en el territorio chino (proceso nunca concluido, siempre parcial).
Aquí el factor geopolítico y geoestratégico visualizado e impuesto por las potencias occidentales, quedó disfrazado por los objetivos económicos (el comercio, los puertos, etcétera), políticos (logro de representaciones diplomáticas permanentes) y territoriales (fronteras, anexiones) más visiblemente esgrimidos, en un contexto de apropiación rentable de una droga crucial en aquellos años, el opio. Nunca la situación regional-internacional fue la misma con el colapso del gran Imperio Chino y la colonización occidental extendida de Asia. Al orden sino-céntrico se impuso un orden colonial occidental, claro, bajo el manto ideológico-cultural del liberalismo y la modernización.
Esta poderosa y altamente ilustrativa lección histórica, se olvida a menudo hoy. La “guerra contra las drogas” (oficialmente inició con la invasión a Panamá, luego se transfiguró en el Plan Colombia cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) ocupaban el 45% del territorio colombiano y las grandes organizaciones criminales de la cocaína tenían más poder que nunca y se expandían hacia alianzas con organizaciones delictivas mexicanas) y la “estrategia anticrimen” (que, a través de instrumentos bilaterales como el propio Plan Colombia y la Iniciativa Mérida, permite a los organismos de seguridad e inteligencia de Estados Unidos, conocer a detalle la situación de los cuerpos coercitivos de los Estados, es decir, penetrarlos (penetrar su seguridad nacional, y ayudar a su enmienda bajo su conducción) lo que tiene perfiles y objetivos precisos en los órdenes mencionados: el geopolítico y el geoestratégico, y que muchos ensayistas ignoran y otros apenas mencionan (aunque otros analistas, los menos, incorporan plenamente) dándole así a las temáticas un enfoque sesgado, limitado. La comprensión del problema es parcial.
Hay una clara línea de continuidad histórica en el ámbito internacional y en los organismos multilaterales (de los que se derivaron reuniones regionales y bilaterales de cooperación al respecto), desde la Convención Internacional del Opio (La Haya, 23 de enero de 1912) hasta la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (conocida como Conferencia de Palermo, 1998-2000), entendidas ambas como quiebres históricos, es decir, puntos de inflexión en el procesamiento de la problemática, ya que en la primera se suscribe el primer Tratado Internacional de Control de Drogas (su legislación se incorporó en 1919 en el Tratado de Versalles y se revisó y adquirió validez universal en 1925, en la Convención de Ginebra, puesta en vigor ampliamente en septiembre de 1938); y en la segunda, se generaron lineamientos internacionales de acción colectiva para prevenir y combatir a la delincuencia organizada internacional, dentro de la que destacaban, las mafias del lavado de dinero. Se discutieron también dos temas más: el tráfico de seres humanos, la prostitución trasnacional y la vinculación delictiva de los funcionarios públicos a tales organizaciones con actividades ilegales que dejan ganancias muy importantes que después se buscan legitimar, pero cuya procedencia es ilícita.
De allí la amplitud en la concepción de la problemática mundial y el vínculo conceptual de distintas ramificaciones de la criminalidad trasnacional hasta la actualidad. A partir de tales Convenciones, de sus resolutivos vueltos práctica generalizada y mayoritaria en la comunidad de Estados, se convirtieron en modelo de análisis, interpretación de una realidad social y búsqueda de soluciones desde las políticas de los Estados nacionales.
Hoy es muy evidente el fracaso de la política de control estratégico que devino en un paradigma también fallido, disfuncional ante la realidad de nuestros días, sin omitir los avances que logró en distintos órdenes. Su vigencia hoy es esencialmente ideológico-cultural, hegemónica, de ninguna manera, por efectividad o triunfo frente al problema.
Cualquier análisis sociopolítico debe contar, explícita o implícitamente, con la presencia de la ideología como un factor que define colectivos sociales y como uno de los factores de poder en juego, es decir, de dominación de unos grupos sociales sobre otros. Regularmente el poder ideológico dominante es proyectado desde el Estado y su sistema político, así como desde la sociedad civil, una vez que el grupo social que detenta el poder lo ejerce: expresándose como discurso ideológico dominante por parte de quienes están al mando del Estado y sus instancias de poder (instituciones), siempre apoyándose en dicha ideología dominante.
Para el siguiente desglose, las fuentes son diversas, pero esencialmente, es la obra de Luis Villoro.
El concepto sociológico de ideología puede aplicarse a cualquier creencia y, por ende, indirectamente a cualquier conjunto de enunciados, sean verdaderos o falsos. Aquél no dice nada acerca de la verdad o falsedad de los enunciados, porque su función teórica es explicar las creencias por sus relaciones sociales. El método para determinar la ideología debe ser, por consiguiente, una investigación sociológica. Por otra parte, el concepto gnoseológico (del conocimiento) de ideología sólo se aplica a enunciados que no están lo bastante justificados e indirectamente a las creencias expresadas en ellos. Su función teórica es describir una forma de “error consciente”, una falsificación. Su método para definir la ideología debe ser la realización de un análisis conceptual, científico o filosófico. He allí las bases de lo que llamaríamos un análisis bidimensional.
En consecuencia, el concepto de ideología, al incluir en su definición y aplicaciones analíticas ambos pasos, puede facilitar al analista el descubrimiento de errores encubiertos (falsificaciones ideológicas), y sólo el uso de doble dimensión puede tener una función desmitificadora de las creencias falsificadas; sin embargo, para entender el rol o función actual de la ideología, el propio concepto de ella debe ser justificado o validado teóricamente, y a la vez, ser operativo, es decir, debe servir para explicar o comprender mejor que otros conceptos un espacio o proceso de la realidad social. En suma, aludimos a un concepto interdisciplinario y con capacidad de desmitificar creencias y enunciados. Para ello, debe cumplir como mínimo con lo siguiente:
1. Referirse a un fenómeno que no pueda ser definido con otros conceptos en uso. Si no fuera así, el nuevo concepto sería redundante.
2. Tener una función explicativa, es decir, debe servir para dar razón de un hecho por otros hechos, para lo cual, debe formar parte de una teoría explicativa que cubra el fenómeno en cuestión.
3. Tener una función heurística, es decir, debe servir para orientar al investigador al descubrimiento de nuevos hechos o procesos, o bien, las relaciones contenidas en tales nuevos hechos. Dicho de otra manera, su introducción conceptual debe suministrar una respuesta a un problema planteado para resolver el cual no servirían otros conceptos.
Una creencia puede cumplir una función de dominio si es aceptada por otros grupos sociales como justificada, porque su aceptación engendra la disposición a comportarse de determinada manera. Ahora bien, una creencia justificada, es decir, aquella que puede expresarse en enunciados fundados y razones suficientes –que pueden ser legales, políticas, culturales, etcétera– puede ser aceptada por otros grupos sociales, nacionales o extranjeros, de cualquier origen, por la simple exposición de las razones en las que se basa, tal como sucede con la ciencia. Pero una creencia injustificada sólo puede ser aceptada por los demás si se presenta como si estuviera justificada. En ello consiste precisamente la falsificación ideológica de las creencias: en mutar la una por la otra. Porque para que la creencia injustificada pueda cumplir esa función de dominio, es indispensable un proceso de ocultamiento o engaño, que podríamos llamar de mistificación ideológica.
Por lo tanto, si por ideología no se entiende cualquier clase de creencias injustificadas sino sólo aquellas que tienen una función de dominio político, el concepto abre un nuevo campo de investigación, análisis e interpretación para dilucidar operaciones mediante las cuales ciertas creencias impuestas cumplen con la función de dominio político, orientando el descubrimiento de procedimientos de engaño que hacen posible el dominio de unos grupos sociales por otros, y hacen posible también el consenso como manifestación de poder y desde el poder. Por tanto, la ideología entendida y ejercida desde la doble vertiente planteada sirve para la mistificación (o falsificación) ideológica de determinados procesos socio-políticos, pero también para su desmitificación.
Entonces, nuestra tesis en este apartado es que consideramos que debe encuadrarse el debate sobre el papel actual de la ideología dominante, de su función dentro del cuerpo teórico y filosófico del capitalismo globalizado en el cual es aún predominante la economía, la política, la ideología y la cultura de Estados Unidos para encarar la interpretación de una de sus problemáticas más agudas, como lo es la de las mafias trasnacionales y la economía criminal globalizada que practica, entre muchos otros delitos como el trasiego ilícito de drogas, sus impactos regionales y nacionales, y de sus propias bases y estrategias de combate, dentro de una postura de disenso y confrontación ideológica de sus postulados esenciales, con sus distintas derivaciones, mediante la construcción de un cuerpo teórico-conceptual distinto, alternativo, con sus propios componentes ideológicos: sus enunciados, creencias y postulados justificados.
Podríamos señalar aquí varias formas de mistificación ideológica como ejemplos, pero quizá la más aceptada como tal en nuestro país y durante varias décadas fue la relativa a la Revolución Mexicana, mediante la cual se seguían esgrimiendo algunos de sus postulados sustanciales que levantaron armas en mano los grupos revolucionarios, cuando en la realidad aquellos se habían vaciado de contenido práctico e, incluso, se desarrollaban las políticas públicas que iban en sentido contrario a ellos, pero daban soporte a una dominación autoritaria y represiva, concentradora de la riqueza en pocas manos, nacionales y extranjeras, lo cual, por razones obvias de espacio, no desarrollamos, pero que son procesos de encubrimiento muy conocidos.
No obstante, lo más importante es que en todos los ejemplos observaríamos una operación semejante: el encubrimiento de un enunciado con sentido claro por otro enunciado con sentido o contenido confuso, y la atribución a éste último de las razones que justifican al enunciado con sentido o contenido claro, correcto. De allí que la falsificación ideológica, o bien, el encubrimiento de una verdad, de una realidad social, no es propiamente “un error” (en todo caso, es un “error consciente”, aparencial) sino un engaño consciente, una distorsión de enunciado que puede ser verdadero.
Por todo lo anterior, la crítica ideológica, el disenso en una materia ideológicamente falsificada, no consistirá en negar solamente ese enunciado, sino más bien en descubrirlo o develarlo bajo su sentido confuso, es decir, en rectificar la distorsión hecha de la realidad, en restablecer el enunciado original apegado a esa realidad social, el cual se oculta detrás de los usos políticos encubridores asignados mediante el lenguaje.
La metáfora aquella de la “imagen invertida” aludiría en nuestro contexto, a que, para restablecer los enunciados distorsionados o falsificados en su correspondencia con la realidad social que interpretan, no se trataría de negar toda validez a la distorsión producida, al engaño, sino de desvelarlo, rectificarlo “volviendo la imagen”, “dándole la vuelta”. Así los conceptos puramente gnoseológico (relativos al conocimiento) o puramente sociológico (que expresa relaciones sociales) sobre la ideología son insuficientes para entender el papel del concepto y la función sociopolítica actual de la misma, porque para ser fructífera teóricamente y en la praxis social dicha conceptualización, debe usarse en forma interdisciplinaria, de manera integrada, no excluyente o unilateral.
En el caso de la “guerra contra las drogas”, del “combate y estrategia anticrimen”, para definirlos como postulados y creencias insuficientemente justificadas, como expresión de una ideología falsificada, encubridora y engañosa respecto de dicha problemática, tratamos de demostrar que distorsionan la realidad que pretenden expresar e interpretar, y que cumplen así una función socialmente definida en dos grandes sentidos: como vertiente de una ideología y de un discurso político dominante (dentro de nuestro país y en las relaciones de él con las naciones y Estados de la región y de otras regiones); y en la geopolítica del poder hegemónico global (Estados Unidos), como una pieza dentro de una geoestrategia de dominio político a través de diferentes ramificaciones.
En ambos casos, el esclarecimiento y la probable solución vienen desde la esfera de las relaciones ideológicas y políticas, de la confrontación o lucha social en tales campos, para traducir sus resultados, coyunturales o de mediano plazo, en el reforzamiento de la ideología, el discurso político, las políticas y estrategias actuales de combate al fenómeno que nos ocupa o, bien, para abrir la ruta del cambio en los cuerpos teóricos, ideológicos, discursivos y políticos de sustento, dando paso a una nueva concepción, a una nueva estrategia con distintas premisas para encarar el fenómeno de la criminalidad organizada como mafia, es decir, con características distintivas y propias, no comunes.
La política estratégica que se puso en práctica hace décadas desde la multilateralidad, la regionalidad y la bilateralidad política, sobre la criminalización de las drogas, se transformó en paradigma, en un modelo de análisis, de interpretación, de búsqueda de soluciones comunes por la masa crítica de especialistas que abordaron el fenómeno, y se integró entonces, como parte de la ideología y del discurso político dominante, también como puntal de la geopolítica hegemónica, legitimándose y reforzándose en la importancia estratégica que ha tenido para la sociedad internacional esa problemática, severa para una gran cantidad de Estados en su praxis y estrategias políticas.
Ahora bien, la ideología dominante y el discurso político dominante son partes integrantes de un paradigma dominante, producto de un cierto conocimiento conceptual, estructurado, corroborado entonces (por medios convencionales) y generalizado, que se volvió referente prácticamente único para enfocar, abordar y buscar soluciones a problemas comunes. En suma, como un modelo de investigación, análisis, teoría y praxis. Pero no hay paradigmas eternos, porque la presencia de un paradigma dominante, siempre contiende –en grados diferenciados, lo cual depende de distintas variables epistemológicas y sociales– con posturas epistémicas de disenso, con teorías embrionarias diferenciadas u opuestas, con grupos –más o menos extendidos– de agentes sociales y fuerzas políticas que impulsan la ruptura con la opinión pública y el consenso dominante. Esa lucha ideológica y político-social es parte sustancial de las precondiciones del avance del conocimiento científico sobre la realidad social.
En la relación orgánica entre objetividad-crítica-confrontación del discurso dominante, es ilustrativa la postura del profesor José Valenzuela Feijoo:
“Suponer que la evolución del pensamiento social es ajeno al desarrollo histórico de la sociedad, a sus acontecimientos económicos y políticos, es algo que parece perfectamente absurdo (…), porque la transformación del objeto de estudio supone la correspondiente adecuación de la teoría (…) Muchas veces el autor cree que la objetividad es algo equivalente a la neutralidad… (y) se piensa a sí mismo como estando ajeno o al margen de la conflictiva política en decurso. Pero tal pretensión no es más un cuadrado redondo, un perfecto imposible. Y la suelen manejar los intelectuales del bando conservador como regla, interesados en ocultar sus preferencias políticas (…) Valga agregar que la imposibilidad de una postura política neutral no implica la imposibilidad de un enfoque objetivo” (Algunas Reflexiones sobre el Irracionalismo Contemporáneo”, Impreso, Universidad Autónoma Metropolitana).
La cita anterior tienen relevancia a partir de que uno de los elementos torales del discurso ideológico y político dominante sobre la “guerra contra las drogas”, se encuentra camuflado bajo tres apariencias engañosas y falsificadas: el ser producto del análisis objetivo y científico de la realidad social en la materia; el no poseer alternativas interpretativas, de análisis ni de praxis social; y ser un planteamiento de neutralidad política (sin dimensión geopolítica y geoestratégica, fuera de un marco de relaciones internacionales en donde hay asimetrías de poder y, por tanto, distintos grados de dominación en las relaciones entre Estados) porque lo único que se persigue con las estrategias en vigor aplicadas es “combatir un grave flagelo que ataca a la sociedad contemporánea”, sin que conlleve cargas políticas o de intereses de otra naturaleza, sólo en pro del “bien común”. Esto es a-histórico, y falso ideológica y políticamente.
Por ello en esta materia, como en otras, “consensuar” es asumir lo dominante: el paradigma de soporte, la ideología, el pensamiento, el discurso político y la estrategia, aunque con cierta asimetría, ciertamente, porque todas estas variables son parte de una concepción filosófica y político-social integradas e integrales sobre una problemática que, si bien nos incumbe y afecta, también nos impacta en la forma y contenidos en que se ha abordado oficialmente desde hace décadas.
En contrario, asumir la filosofía política del disenso respecto del problema conforma una postura epistémica en donde pensar esta realidad social es disentir, romper el consenso para avanzar en el conocimiento científico de la realidad social, tal y como se presenta actualmente, no como estaba en las décadas de 1960, 1970, 1980 o a fines del siglo XX, sino, después de transcurrida la primera década del siglo XXI. Es imperativo poner en una nueva consonancia el objeto de estudio con el pensamiento social y la teoría que pueda surgir del mismo (y desde luego, la praxis social, las políticas del Estado a manera de una estrategia de abordaje).
Probablemente, en aquellas décadas esta operación de ruptura epistemológica, e ideológica y política, conforme las premisas de la realidad social y del conocimiento existentes, no era siquiera pensable o imaginable; pero hoy la realidad es otra, la experiencia acumulada en décadas (que debidamente ordenada, sistematizada y analizada, contribuye en forma poderosa al conocimiento social presente) lo hace posible e imperativamente necesario. Ésta es nuestra apuesta fundamental para poder aspirar a un avance y cambio sustancial en la visión política y la estrategia al respecto.
Por ello, el planteamiento de “reducción de los daños colaterales” como eje de una posible política alternativa es una postura que no rompe, sino refuerza y justifica, el dominio ideológico-político de la concepción actual fallida. Ofrece una variante, algo parecido a un “consenso crítico” en torno a la criminalidad trasnacional y al comercio ilícito de drogas. Encubre la brutalidad alcanzada por las políticas públicas formuladas y el costo social de las mismas, y sus magros resultados. Una razón de costo-beneficio elemental lo revela abrumadoramente.
La legalización de la producción y la venta de una de tales sustancias (la cannabis) representaría un avance pequeño, significativo, toda vez que el problema de las drogas comerciadas ilegalmente está ligado estrechamente a la criminalidad trasnacional organizada como mafia que es su soporte, representando, en ese contexto, una parte mínima de la problemática general que se confronta, por tanto, sin ruptura aún con la ideología dominante, que comprende la totalidad del problema real, pero sí, tomando ya cierta distancia de la misma en su forma más integral, completa. Tan es así, que 23 entidades del propio Estados Unidos están despenalizando su producción y comercio con distintos objetivos: recreativos, de salud pública, etcétera, cuando en la mayoría de las regiones del planeta sigue criminalizada, particularmente en México.
El paradigma prohibicionista, de criminalización y combate militarizado al comercio de drogas prohibidas, de las organizaciones trasnacionales del delito que lo practican masivamente desde las instituciones coercitivas del Estado como apuesta fundamental, se va quedando aislado, se desnuda en su entramado ideológico, en su mistificación dominadora y en su disfuncionalidad contemporánea, y desvela su faceta de geopolítica y geoestrategia con fines hegemónicos. Parte de una seguridad del Estado estadunidense entendida globalmente. Revela también, cómo su aceptación acrítica y sumisa por parte de las elites políticas gobernantes que lo introdujeron, asumieron y practicaron como parte de un alineamiento político estratégico con la potencia hegemónica en declinación histórica de altísimo costo social nacional, y de estabilidad política.
El gran ausente es, en este sentido, entonces, el paradigma alternativo que habría representado ya la ruptura con la dominación ideologizada de la problemática, la contra-hegemonía. Ante esta ausencia inmensa, se buscan variantes dentro del mismo campo de dominio ideológico, o tenues medidas como la despenalización de la producción y el comercio muy limitadas que golpean el modelo prohibicionista, pero lo dejan, prácticamente, incólume.
De allí que parezca relativamente fácil atacar ideológicamente tales intentos y estos ataques sean apoyados por una sociedad mayoritariamente desinformada, pero sobre todo, con conceptos y postulados no justificados que les sirven para fundamentar una opinión, pero que son parte de un enfoque falsificado ideológica y culturalmente.
“A los jóvenes deben dárseles alternativas, no drogas”, dijo concluyente una ponente de perfil conservador en el Foro sobre Política de Drogas mencionado. Los asistentes aplaudieron con fuerza y entusiasmo, tal vez, más que a nadie. La pregunta obligada es: ¿quién está proponiendo darle drogas a la juventud? Nadie ha pensado en semejante barbaridad. Pero, júzguese dicha aseveración por demás, falsa y absurda, de frente a todo lo antes dicho. Un postulado falsificado que se hace pasar por verdadero, una operación de encubrimiento ideológico. Ello expresa también, la dificultad del disenso.
Por ende, el combate ideológico con claridad, precisión y razones fundadas y suficientes, no solamente esgrimiendo postulados de salud pública, mercado, derechos humanos y datos clínicos (vertientes discursivas que predominan) debe comprender todos los usos que ha tenido y posee hoy (geopolíticos, económicos, estratégicos, militares, de injerencia y dominio en y de otros Estados, de control social, etcétera) esta falsificación ideológica en manos de las potencias occidentales bajo liderazgo de Estados Unidos. Por lo que dicho combate debe intensificarse en paralelo a cualquier iniciativa por pequeña que sea, en el sentido desmitificador. Es decir, legitimar ampliamente el disenso al respecto como valor socio-político, filosófico y cultural para hacer avanzar a la sociedad y reducir los enormes y brutales costos impuestos por un paradigma fallido.
“La excepcionalidad estadunidense es propagandista. Mantiene que este país tiene la obligación de difundir sus valores por todo el mundo” (Kissinger, 2012). Diríamos, más bien, de imponerlos. Este principio que fundamenta la política exterior de Estados Unidos en todos los órdenes, significa que “América [sic] es la vanguardia histórica” del planeta. Su misión a la cual “convoca la Providencia a los estadunidenses” es “reformar el orden mundial” porque así, Estados Unidos “comprende y realiza el propósito de la historia” (Chomsky, 2008). Lo que llaman en política internacional el idealismo wilsoniano se refiere a la exposición de esta parte moral-ideológica de las políticas externas de Estados Unidos, proyectada y transmitida por el expresidente Woodrow Wilson, que encubría con ello los verdaderos intereses expansionistas y de dominación estadunidenses; por ejemplo, afirmó cuando logró la anexión de Filipinas: “nuestro interés marche avante, altruistas y todo como somos, que otras naciones se mantengan aparte y se cuiden de obstaculizarnos”.
Si el poder se expresa materialmente en la capacidad de obtener los resultados que se propone quien lo pone en juego, lo ejerce, ocupando los recursos que posee para ello y, en caso de ser necesario, para modificar el comportamiento de otros. Y para que el resultado deseado se produzca, las fuentes de ese poder o la naturaleza de los recursos son variados, pero en todos los casos se requiere una base social de apoyo para los objetivos por alcanzar, por los que se lucha, y para cuyo propósito se requiere siempre una elevada justificación moral apoyada en ideas, en conceptos, en percepciones, o en armas y soldados. La fuerza militar es crucial en determinados momentos y situaciones, pero no se puede usar siempre y en cualquier momento. Vemos en nuestros días cómo la barbarie y el salvajismo de los ejércitos de Israel en la franja de Gaza se quiere justificar arguyendo que Hamas es una organización terrorista que ataca objetivos israelíes. El terrorismo de Estado dice al terrorismo civil y paramilitar: “¡terrorista!” Obsérvese como se invierten los términos mediante una operación ideológica.
Pero en esencia, un analista desde la perspectiva militar estadunidense, como Joseph S Nye Jr, exsubsecretario de Defensa, precisa las fortalezas de Estados Unidos en la política mundial:
“El poder militar y el poder económico son ejemplos de poder duro, del poder de mando que puede emplearse para inducir a terceros a cambiar de postura. El poder duro puede basarse en incentivos (zanahorias) o amenazas (palos). Pero también hay una forma indirecta de ejercer el poder. Un país puede obtener los resultados que desea (…) porque otros países quieren seguir su estela, admirando sus valores, emulando su ejemplo, aspirando a su nivel de prosperidad y apertura (…) es lo que yo llamo poder blando. Más que coaccionar, absorbe a terceros (…). La capacidad de marcar preferencias tiende a asociarse con resortes intangibles como la cultura, una ideología y unas instituciones atractivas”. Finalmente, ambos se refuerzan y retroalimentan.
En consecuencia, este poder ideológico y cultural o poder blando de Estados Unidos en concreto se ha impuesto en temas económicos y político-sociales muy diversos (hoy tenemos otro caso, el modelo de explotación de los recursos energéticos), pero en específico, en el tema de la criminalidad trasnacional organizada como mafia y el comercio mundial ilícito de drogas. Son sus concepciones, instituciones y políticas las que predominan a nivel regional y global. Esto es parte de su hegemonía, de su dominio de la política mundial, de las instituciones multilaterales y regionales, de las relaciones bilaterales, aunque en un proceso histórico de poder descendente. En México, el predominio de su poder blando (la influencia del american way of life) es apabullante (aunque con tramos históricos de resistencia, ejemplificantes), y en los temas criminales apenas crecen posturas diversas, aunque hemos probado y seguimos probando también su enorme poder duro en distintos momentos mediante sus grandes corporaciones empresariales, sus policías, agentes y ejércitos. Somos un “país absorbido”, como diría Joseph S Nye Jr.
Así entonces, estamos en una realidad muy adversa, pero falsificada ideológicamente, porque tal proceso socio-político se presenta, dicho resumidamente, cuando se hace pasar una mentira ideologizada por una verdad científicamente probada a través de diferentes enunciados, a los cuales se les asigna una función de dominio político en un contexto determinado. Y México no podía y no puede ser corresponsable paritario de una problemática en la que no posee el control de las variables clave, como: la demanda incrementada de consumo, la distribución mayorista y minorista por parte de unas 30 mil organizaciones ubicadas al interior del territorio estadunidense, de la corrupción en las aduanas de Estados Unidos que posibilitan el paso de drogas en esos ámbitos, etcétera. Entonces Estados Unidos, quien sí tiene dentro de su territorio e instituciones estatales la posibilidad de controlar dichas variables, le dio la vuelta al enfoque natural del problema (definido a partir de quién tiene las variables cruciales del mismo y cuya actuación sobre ellas determinaría un curso distinto de la problemática) falseando así los términos de la realidad económico-social y política bilateral, regional e internacional.
Como vemos en reiteradas y diversas ocasiones, el gobierno de Barak Obama ha avanzado en un enfoque más equilibrado en el lenguaje diplomático, pero sin que la estrategia y el paradigma que la soporta hayan variado en lo más mínimo y, menos aún, en sus derivaciones geopolíticas y geoestratégicas favorables a su política exterior de reconstrucción global hegemónica. Su apuesta central es por la solución armada.
Se escala así, en todos los sentidos, los términos de la ecuación engañosa, de la mistificación de un problema absolutamente real y muy grave para la sociedad internacional; pero, al fondo, hay un alineamiento estratégico de México con la política exterior de Estados Unidos desde hace 3 décadas. Y con los vaivenes sobre el tema desde su política interna con las administraciones en turno, en la agenda bilateral y regional.
Así, el objetivo estratégico para Estados Unidos ha pasado a ser el controlar en la mayor medida de lo posible (y en México avanzó ya mucho) la política de seguridad del Estado y los organismos abocados a ello, en lo particular; manteniendo de esta forma un uso geopolítico y geoestratégico del tema, dentro de cuyo contexto bilateral se encuentra hoy como piedra angular la Iniciativa Mérida, expresión contemporánea de la “cooperación bilateral” en la “guerra contra las drogas” (fracasada también: lo dice reiteradamente hasta el Senado de Estados Unidos).
Se trata de un proceso de círculos concéntricos, desde fuera hacia dentro, en el cual el espacio de los anillos –para los movimientos tácticos que efectúa el gobierno mexicano– son cada vez más estrechos. Nuestros gobernantes están dispuestos a asumir los costos necesarios, pero ocultando la realidad mediante operativos mediáticos.
Por ello, es urgente la construcción de un paradigma alternativo y de nuevas políticas públicas que le acompañen, ajustadas a la posición y características funcionales de México en dicha problemática bilateral y regional. Decir esto no sobra, ya que hay en Estados Unidos la idea clara de homologar la situación actual de México con la de Colombia de las décadas de 1980 y 1990, por lo que se ha planteado hasta la posibilidad de instaurar en México un Plan Contrainsurgente a partir de conceptualizar a las organizaciones criminales mafiosas en México, como una insurrección narco-terrorista, obviamente, coordinado por las fuerzas policiacas y militares de Estados Unidos. Es algo muy serio y negativo, no menor.
Pero hay que estar dispuestos y armados con la disposición de dar la lucha ideológica y cultural con amplitud e intensidad. En el Foro sobre Política de Drogas ya citado, en su intervención, el expresidente de Colombia César Gaviria decía –entre otras cosas– que: a) “los políticos andan muy callados” en este tema; b) que es necesario “atreverse a decir de frente al gobierno de Estados Unidos y la sociedad estadunidense que las decenas de miles de muertos en México son responsabilidad de las políticas equivocadas de ese país en materia de comercio ilícito de drogas”; y c) que el presidente Peña Nieto está conduciendo una política similar a la del expresidente Calderón, “aplicando la fuerza sin la justicia”.
Es correcto, pero insuficiente. Es un severo reproche a la clase política mexicana y una fuerte denuncia política regional y de la política actual mexicana en la materia, pero que no cambia la situación tan adversa de nuestro país en el contexto de la problemática bilateral y regional en tan delicada temática y conflictividad. Pero no hay voluntad política para ello desde hace varios sexenios. Y eso es parte fundamental de nuestra grave situación. El dominio ideológico en la materia, sin resistencia y oposición ideológica y política en nuestro lado, nos tienen en una de las peores situaciones de nuestra historia bilateral (salvo los momentos de invasión en los siglos XIX y XX).
Pero observemos cómo las políticas que Estados Unidos aplica hacia México son integrales y comprendidas perfectamente bien por analistas en ese mismo país. Además de que mediante ellas, despliega su dominio ideológico-cultural –el poder blando– en distintos aspectos de su relación bilateral, pero también, parcialmente, el poder duro (policías, agentes, armas, tecnología), desde luego, sin explicitar sus objetivos, mediante operaciones de encubrimiento ideológico:
“¿Qué quiere Washington de México? Por el lado de la seguridad, Estados Unidos busca el control total del aparato de seguridad de México. Con la creación del Norcom (Comando Norte) diseñado para proteger a Estados Unidos de los ataques terroristas, México es designado para proteger el lado sur de la seguridad de América del Norte. Calderón autoriza que aeronaves militares de Estados Unidos tienen ahora carta blanca para penetrar el espacio aéreo mexicano. Por otra parte (mediante el ASPAN [Acuerdo para La Seguridad y Prosperidad de América del Norte]) tratan de integrar los aparatos de seguridad de las tres naciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en virtud de mando de Washington. Ahora, la Iniciativa Mérida, firmada por Bush II y Calderón a principios de 2007, permite la colocación de agentes armados de seguridad de Estados Unidos –la Oficina Federal de Investigaciones, la Agencia Central de Inteligencia, la oficina antidrogas, etcétera– en suelo mexicano; y contratistas, como la antigua Blackwater (…). Las guerras libran jugosos contratos de 1 mil 300 millones de dólares en fondos Mérida que se van directamente a los contratistas de defensa de Estados Unidos y se olvidan de los intermediarios mexicanos. Por el lado de la energía, el objetivo por supuesto es la privatización de Petróleos Mexicanos (Pemex), la industria nacionalizada del petróleo en México, con un ojo especial para los contratos de riesgo en la perforación de aguas profundas en el Golfo para no utilizar la tecnología de México y sólo la de Exxon” (Whitney, Mike: ¿“Está la CIA detrás de la sangrienta guerra del narcotráfico en México?”, 28 de abril, 2011; GIC “Agencia Nacional de Noticias”, http://www.offnews.info/).
Sin embargo, para modificar esta grave adversidad que padece México es importante movilizar a la intelectualidad progresista en la construcción del paradigma alternativo mediante una convocatoria explicita al efecto, y luego a la sociedad para su puntual aplicación, exigiendo a la élite política gobernante, su defensa con la voluntad política necesaria, defendiendo el interés nacional en la materia como hacen los propios gobiernos de Estados Unidos, aunque ellos desde su lógica dominante, y nosotros desde la necesidad impostergable de recuperar espacios de formulación y aplicación de políticas propias que expresen compromiso, pero también soberanía e independencia.
De otra forma ¿cuándo podremos salir de este gravísimo y costosísimo atolladero?
*Economista y maestro en finanzas; especializado en economía internacional e inteligencia para la seguridad nacional; miembro de la Red México-China de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México
Jorge Retana Yarto*
Contralínea 399 / 17 agosto de 2014
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