La nueva preocupación de algunos empresarios ante la revaluación del peso frente al dólar está sin duda fundamentada, ya que el abaratamiento artificial de los precios de bienes importados tiene efectos devastadores sobre la producción nacional –sobre todo, la orientada hacia el mercado interno, aunque la destinada hacia el exterior tampoco escapa a sus secuelas perniciosas debido a su pérdida de competitividad– y sobre la capacidad de la economía para generar nuevos empleos formales, al margen de su calidad y el ritmo del crecimiento. Para Felipe Calderón y los Chicago Boys que lo acompañan desde Hacienda y el banco central, y que integran la Comisión de Cambios, la situación es otra, completamente distinta. Para ellos, el atraso o sobrevaluación cambiaria, estimulada por los flujos de capital foráneos, es una manifestación de la “confianza” de los inversionistas extranjeros en México y en su política económica. Es un símbolo de la “fortaleza” financiera de la nación. Es una expresión de sus “buenos fundamentos económicos”.
Más aún, la inquietud mostrada públicamente, una especie de crítica velada, aunque en algunas ocasiones es abiertamente manifestada, ante la pasividad de las autoridades, en particular del Banco de México (Banxico), resulta molesta para ellas por, cuando menos, un par de razones. Primero, es chocante porque ese comportamiento no representa una indiferencia; es deliberado; corresponde a la lógica monetaria y cambiaria de la política económica diseñada. El nivel de las tasas de interés manejadas por el Banxico, combinado con la tasa de variación de la paridad esperada, corresponde a la estrategia desinflacionaria. La “libre flotación”, la estabilidad de la paridad o su ajuste (su atraso) constituyen una pieza central de la política económica, pues supuestamente garantizan la reducción de los precios. El nivel del tipo de cambio estará apuntalado por los flujos de capital. El “dejar hacer, dejar pasar” a los inversionistas es una expresión de la “libertad” anhelada por el capital. Es una condición del credo monetarista de la balanza de pagos o para una economía abierta. Segundo, porque cualquier crítica choca con los fundamentos del modelo neoliberal. En ese sentido, cualquier juicio a la política económica y al modelo implica su inaceptable cuestionamiento.
Desde la crisis sistémica iniciada a finales de 2007, pero sobre todo desde el año pasado, en el mundo y sobre todo en América Latina, las variaciones de las monedas, en especial del dólar estadunidense y del euro, al igual que la de sus signos monetarios, se han añadido a sus preocupaciones y ante ese fenómeno han adoptado medidas variadas. Genéricamente, empero, las políticas cambiarias nacionales han seguido dos caminos. Un grupo de países tratan de regular la avalancha de capitales especulativos que llegaron a sus mercados financieros para aprovechar las ganancias bursátiles o los diferenciales de los intereses pagados, en comparación con los estadunidenses y europeos. Esto para administrar las variaciones de su moneda, evitar o atenuar la sobrevaluación y sus efectos nocivos para sus aparatos productivos. Otros, como es el caso de México, simplemente dejan las soluciones en manos del “mercado”. Salvo Cuba y El Salvador, a partir de 2008 los demás países latinoamericanos registraron una revaluación de sus monedas en diferentes grados. Por ejemplo, el real de Brasil y el peso de Colombia acumularon un atraso del orden de 30 por ciento, y el peso chileno, de 15 por ciento. Para atenuar los efectos desestabilizadores, generalmente se recurrió al aumento de los réditos, con sus efectos depresivos sobre la mayoría de los países que se sumaron a las secuelas del colapso financiero y la subsecuente recesión sistémica (la esterilización de los capitales, que se tradujo en el aumento de sus reservas internacionales). Argentina aprovechó parte de ellas para cancelar y renegociar la deuda pública externa. Los demás sólo las acumulan para alimentar la voracidad de los especuladores y tratar de estabilizar sus mercados financieros y sus monedas.
Atribulados, en el transcurso del colapso mundial, diversos promotores de la salvaje especulación financiera –los gobiernos inglés, estadunidense y hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI)– hablaron de la necesidad de ponerle el dogal de las regulaciones a los flujos de capital, merced a su responsabilidad en la crisis, aunque al final nada hicieron para modificar las cosas. Algunos gobiernos, empero, actuaron en consecuencia. En noviembre de 2010, el G20 consideró válido “contrarrestar movimientos abruptos de flujos de capital” a través del control de flujos especulativos. Brasil anunció la imposición de gravámenes y la elevación de los aranceles a las importaciones. Corea del Sur hizo lo mismo con los capitales y trata de impedir que sus bonos sean incluidos en el Índice Global de Bonos de Citibank, que sólo le provocaría una mayor entrada de esta clase de capitales. Tailandia e Indonesia plantearon limitar su entrada. Después de su desastre neoliberal de 2001-2002 (una recesión de 4.4 por ciento y 10.9 por ciento) y antes del subsecuente derrumbe mundial, Argentina empezó a aplicar una política cambiaria más inteligente: la deliberada promoción de una paridad alta para darle una mayor flexibilidad a sus réditos para proteger su mercado interno, estimular sus exportaciones y promover la reactivación, el crecimiento y la creación de empleos formales. Aun cuando en 2009 su producto fue de 0.9 por ciento, ello no pudo evitar que en 2003-2010 creciera a una tasa media real anual de 7.5 por ciento, con una solvencia fiscal y en sus cuentas externas. A los capitales especulativos les impuso sanciones. En la década de 1990, Chile ya había experimentado la eficacia de su regulación por medio de impuestos, encajes legales o la permanencia mínima de tiempo a los capitales más especulativos o de corto plazo.
Desdichadamente, los Chicago Boys mexicanos, como buenos machos, como talibanes, se mantienen fielmente apegados a la ortodoxia. La misma inaugurada por el déspota neoliberal Carlos Salinas que estalló en pedazos la economía en diciembre de 1994. Incluso vieron con beneplácito que los bonos mexicanos fueran agregados al Índice Global de Citigroup, una invitación para especular alegremente con ellos. Dejan que la paridad sea libremente vapuleada por los capitales especulativos, que aprovechan las ganancias bursátiles, más atractivas en 2010 que en lo que va de 2011, pero, sobre todo, los diferenciales de los réditos internos y externos: los cetes a 28 días pagan una tasa anual de 3.94 por ciento, mientras que los bonos del tesoro estadunidenses de tres y seis meses sólo, de 0.15 por ciento y 0.18 por ciento. Entre julio de 2009 y septiembre de 2010, los capitales que entraron al mercado bursátil sumaron 3.2 mil millones de dólares y al de dinero, 16.3 mil millones. La tenencia de valores públicos en manos extranjeras se elevó de 11 por ciento del total en junio de 2009 a 29 por ciento a principios de febrero de 2011 –de 260 mil millones de pesos a 682 mil millones de pesos.
El ingreso masivo ofrece un beneficio complementario a los inversionistas foráneos: una paridad apreciada, un dólar más barato a su salida por México, comparado al de su ingreso. Por ejemplo, en marzo de 2010 se pagaban 14.74 pesos por 1 dólar, y a principios de febrero de este año, 12.06. El peso se ha revaluado 18 por ciento. En ese lapso, la inflación acumulada es del orden de 8 por ciento. La contracara del atraso cambiario es la sobrevaluación real de la moneda. En agosto de 2008, ésta era de 28 por ciento. Pero con la depreciación provocada por la crisis, se redujo a 9.5 por ciento en septiembre de 2009. Para febrero de 2011, es del orden de 23 por ciento. En esos meses, la paridad media nominal pasó de 10.09 a 13.40 y 12.06 pesos por dólar. Ése es uno de los efectos indeseados de la entrada de capitales especulativos, generosamente premiados por el gobierno y la plena libertad de hacer lo que se les pega la gana. En lo que va del calderonismo, la inflación acumulada es de 21 por ciento y la devaluación nominal, de 11 por ciento. En términos prácticos, ello implica una sobrevaluación.
El país paga las consecuencias de la política monetarista y del modelo neoliberal. La política económica calderonista siempre ha colocado el control de la inflación por encima del crecimiento, el empleo y el bienestar social. Ésta ha descansado en la restricción monetaria (altos réditos), la austeridad fiscal (el menor gasto, el bajo déficit global y el superávit primario) y la represión de los salarios reales para contener la demanda, los precios y el déficit de las cuentas externas, así como la fijación de una tasa de devaluación cambiaria anual menor a la meta de precios esperada como elemento fundamental. Los réditos además cumplen la función de atraer y retener los capitales foráneos que permitirán estabilizar la moneda, financiar el déficit fiscal y el Estado (la compra de títulos de deuda). Las reservas internacionales acumuladas, que pasaron de 73.2 mil millones de dólares en agosto de 2009 a 118.5 mil millones a principios de febrero de 2011, sólo tienen como objeto compensar las salidas de capital, tratar de mantener la estabilidad del peso y guardar las apariencias de la “fortaleza” financiera. El crédito, que por 73 mil millones puso a disposición el FMI al calderonismo, tiene como objeto asegurar que los especuladores duerman tranquilos, porque sus inversiones serán honradas, aunque se hunda el país en cualquier momento. Ningún dólar será utilizado productivamente, en caso de que se emplee.
Un dólar más bajo como el que se registra actualmente, junto con las desmanteladas barreras arancelarias, abarata artificialmente las cotizaciones de los bienes y servicios importados. Ello redunda en menores presiones sobre el componente externo de los precios y, por tanto, en una reducción del nivel de la inflación que permite acercar su nivel a la existente en Estados Unidos. Al menos eso era antes de que se dispararan los precios internacionales de los alimentos y los energéticos. Por desgracia, el costo de la sobrevaluación cambiaria implica una competencia desleal para los productores locales. La dinámica reforzada por la misma política económica, los altos réditos, el bajo consumo y el gasto público o los altos precios, entre otros factores, impiden la eventual mejoría de la productividad y competitividad local. Así, los productores se ven obligados a desaparecer. La creciente dependencia de las importaciones, el estancamiento económico, la falta estructural de empleos y la pobreza son otras de sus secuelas. La arquitectura del modelo neoliberal, la apertura comercial y financiera, la desregulación de la economía y el retiro del Estado refuerzan la tendencia hacia el abismo.
*Economista
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