Cuando el desastre financiero se abatió sobre Asia [en 1997], las políticas que siguieron aquellos países fueron casi exactamente las contrarias de las que adopta Estados Unidos ante una depresión. La austeridad fiscal estaba a la orden del día; se aumentaron los réditos. Esto no era porque los políticos de aquellos países fueran estúpidos o estuvieran mal informados. (…) Por el contrario (…) habían intentado adherirse (…) a la ortodoxia pragmática
Paul Krugman, El retorno a la economía de la depresión
Si no han sido otras de sus incontables declaraciones demagógicas con fines electorales a las que nos tienen acostumbrados, entonces los legisladores de los principales partidos de oposición, el Revolucionario Institucional (PRI), de la Revolución Democrática y del Trabajo, tienen frente de sí una titánica tarea para “reconducir” al país y “cambiar radicalmente la política social” para “combatir eficazmente la pobreza y la desigualdad” –según expresiones de los priistas–. Las suspicacias de las mayorías ante la honestidad de tales afirmaciones, empero, están plenamente fundamentadas, en virtud de las incesantes traiciones cometidas en su contra por los partidos, en especial por el PRI, que en cogobierno con los panistas y los gobiernos neoliberales, desde 1983 a la fecha, es responsable de las peores causas antinacionales y antisociales. Sobre todo, porque los dirigentes, los congresistas y los caciques estatales –como Enrique Peña, el delfín de la oligarquía neoliberal– y municipales de dicha organización no han cambiado sus prácticas despóticas. Ideológica y políticamente se confunden con los objetivos de la derecha clerical panista y los intereses oligárquicos, y han optado por el mimetismo “pragmático” que les permite ejecutar cualquier clase de tropelías.
Aun así, bajo el supuesto de que su disposición sea cierta y que, lícitamente, la quieran capitalizar en las urnas, la definición de las políticas económica y fiscal para 2011 les ofrece una gran oportunidad para iniciar la “reconducción” del país. Porque, como si fuera una especie de maldición bíblica neoliberal, Felipe calderón y sus Chicago boys pretenden, una vez más, recetarle a la sociedad un nuevo paquete, cuyas directrices básicas privilegiarán el control de la inflación, la austeridad presupuestal y el equilibrio fiscal, el rentismo financiero y el jugoso y oscuro contratismo empresarial en obras públicas sobre la reactivación, el crecimiento sostenido, el empleo y el bienestar. En caso de lograr su cometido, extenderán por otro año el fatal estancamiento que priva desde 1983, lo que agravará la descomposición social y la delincuencia que ahoga a México. Para usar las palabras del economista Paul Krugman: no es que estos “políticos” sean “estúpidos” o estén “mal informados”, sólo están suicidamente enceguecidos por “la ortodoxia” monetarista “pragmática”. Sin cambios radicales en el modelo neoliberal, en la estructura productiva, en las metas económicas, que pongan en primer término el crecimiento y el bienestar, y en la política fiscal, la tarea de los legisladores será completamente inútil.
Por muy aplicada que sea ésta, el simple reacomodo presupuestal entre los diversos conceptos que lo integran, la obtención de unos cuantos pesos en los ingresos, manteniéndose la regresividad tributaria (los bajos impuestos a las grandes empresas y los sectores de altos ingresos, las exenciones, incluyendo las operaciones financieras, los regímenes especiales y los mecanismos de elusión y evasión) y apenas reduciendo en 1 o 2 puntos los gravámenes al consumo, el reacomodo en las partidas del gasto, sin contener el gasto corriente y sin fortalecer el social y el de infraestructura a largo plazo, y sin la recuperación de la política fiscal, incluyendo el déficit, como instrumento contracíclico y promotor del crecimiento y el desarrollo, serán simple demagogia.
El programa económico descansa en un dudoso principio secuencial de los neoliberales: primero hay que afianzar la baja de precios para luego crecer. Luego, que la economía se reactivó, ya no es necesario el gasto público ampliado para estimularla; por el contrario, es menester recuperar el equilibrio fiscal y dejar el crecimiento bajo la responsabilidad empresarial y el ciclo estadunidense. Así se lograría reducir la inflación de un nivel estimado de 5 por ciento en 2010 a 3 por ciento en 2011, aun cuando el crecimiento se baje de 4.5 por ciento y 3.8 por ciento en ambos años. En sentido estricto, empero, el gasto anticíclico fue recortado desde finales del primer semestre de 2010. En su mezquindad, su cuantía fue insuficiente para contrarrestar el aparatoso desplome recesivo. Ahora, con “austeridad” contribuirá a restarle fuerza a la reactivación a la economía, que retornará a la normalidad donde la tienen colocada los neoliberales: el estancamiento.
¿Cómo se pretende bajar los precios? Como siempre lo han intentado los neoliberales y con los mismos resultados fracasados: por medio de la contención de la demanda interna. El gasto público se mantendrá paralizado, sólo crecerá por inercia (1.1 por ciento), pero debido al pago de la deuda pública, porque el programable, el social y la inversión se reducirán 0.1 por ciento y 2.1 por ciento, o más si la inflación es mayor a la prevista. La infraestructura pública que se construya la realizarán los empresarios y se convertirá en deuda que tendrán que pagar los gobiernos subsecuentes. Esto con el objeto de reducir el déficit fiscal de -0.7 por ciento a -0.3 por ciento del producto interno bruto. El consumo privado y la inversión serán desalentados por los altos réditos reales (los cetes reales promedio a 28 días pasarán de -0.7 por ciento a 1.8 por ciento) y la fijación de las alzas salariales similares a la inflación, por lo que perderán aún más su poder de compra o, en el mejor de los casos, será igual a 2010, el peor durante el neoliberalismo panista. Se estima que el consumo crecería de 3.7 por ciento a 3.9 por ciento y la inversión, de 3 por ciento a 6.3 por ciento. Pero, además, será una baja de precios, en caso que se logre, desequilibradora, porque descansará en el deterioro cambiario (la tasa de devaluación programada es de 2.4 por ciento contra una inflación de 3 por ciento) y un mayor deterioro de la cuenta corriente de la balanza de pagos (su déficit pasaría de 10.3 mil millones de dólares a 13.2 mil millones). Los altos réditos, el bajo consumo, la sobrevaluación y el ingreso masivo de las importaciones con una paridad artificialmente baja condenarán a muerte a un gran número de empresas, especialmente a las pequeñas y medianas.
Si el mercado interno se mantiene reprimido, ¿de qué dependerá el crecimiento? De las exportaciones, ya que se estima que aumenten 13.8 por ciento, un ritmo menor que en 2010 (18.7 por ciento). De la demanda de Estados Unidos, cuya recuperación es mediocre y tiende a desacelerarse, tal y como se refleja en las exportaciones hacia esa economía desde el segundo trimestre de 2010, los calderonistas presumen los datos de la reactivación observados durante este año. Sin embargo, comparado a los alcanzados en otros países similares al nuestro, son modestos. En el primer semestre, la tasa real de expansión de México fue de 5.9 por ciento; la de Chile, 4 por ciento; la de Argentina, 9.3 por ciento; la de Brasil, 8.1 por ciento. Ellos no sufrieron una caída tan estrepitosa como la mexicana y registran un mejor desempeño que nuestro país en lo que va del siglo (ver gráfica 1).
Aun cuando se lograra la meta de crecimiento, si es que se puede llamar de esa manera, será insuficiente para generar los empleos anualmente requeridos: entre 1 millón y 1 millón 500 mil, contra los 600 mil que oficialmente se esperan crear. El “gobierno del empleo” mutó en una fábrica de desempleados, subempleados, de “informales”, de personas que no hacen nada y de candidatos a delincuentes. Es la única exitosa, junto con la especulación y los contratos públicos. Gracias a ello, a los militares y las policías les sobrarán individuos con quién entretenerse en sus prácticas de tiro.
La tasa media de crecimiento real durante los tres años y medio del calderonismo es la peor de todos los gobiernos neoliberales. Fue negativa en 0.2 por ciento. Con Miguel de la Madrid, fue de 0.3 por ciento; con Carlos salinas, de 4.4 por ciento; con Ernesto Zedillo, de 2.8 por ciento, y con Vicente Fox, de 0.7 por ciento (ver gráfica 2). Al cierre de este sexenio, será del orden de 2 por ciento y en todo el ciclo neoliberal (1983-2012), no superará el 3 por ciento, comparada con la de los odiados “populistas”, que fue de poco más de 6 por ciento.
¿Inflación o crecimiento, empleo y bienestar? En su incapacidad teórica y práctica, los neoliberales no han logrado encontrar la solución para superar el dilema y obtener ambos objetivos simultáneamente. Optaron por el primero y dejaron la responsabilidad de los otros al “mercado”, a los empresarios, aunque por los deplorables resultados alcanzados, indican que también han fracasado o no les interesa. Sus ganancias las obtienen con la especulación financiera y de precios, con los contratos públicos, pagando pésimos salarios, recortando prestaciones a los trabajadores para “ahorrar” costos, con la alegre ayuda del déspota Javier Lozano.
¿Cuál es el nivel de la inflación deseado por los neoliberales para luego preocuparse por el crecimiento? Como el caso de la inmaculada concepción, es un misterio. Supuestamente debe ser similar a la de Estados Unidos para garantizar una mejor competencia. En 2009, la de ese país fue de 2.8 por ciento, y la nuestra, de 1.2 por ciento; hasta agosto de 2010, la tasa anualizada fue de 1.2 por ciento y 3.8 por ciento, en cada caso. El esfuerzo restrictivo tendrá que mantenerse por más tiempo. ¿Cuánto se requerirá para cerrar la brecha? Es imposible saberlo. Si se considera la inflación importada, el nivel de los precios locales tendrá qué ser del orden del cero por ciento para que, sumada la externa, converja con la estadunidense. Esas tasas son prácticamente imposibles de alcanzar. Son una quimera. Durante el desestabilizador “desarrollo estabilizador”, su media fue de 4 por ciento, una de las más bajas en la historia del país, y el crecimiento de poco más de 6 por ciento anual. Pero eso no les importa a los monetaristas. El crecimiento no es su responsabilidad; sólo la inflación. Economistas como Joseph Stiglitz y George Akerlof han demostrado convincentemente que existe una tasa óptima de inflación, superior a cero. De modo que la búsqueda a toda costa de la estabilidad de precios menoscaba, en realidad, el crecimiento económico y el bienestar. Investigaciones recientes ponen en entredicho, incluso, que fijar como objetivo la estabilidad de los precios reduzca el equilibrio entre inflación y desempleo.
De vez en cuando, la realidad obliga a los economistas neoclásicos a distanciarse de sus costosas fantasías. Lawrence Summers, por ejemplo, aceptó que la inflación moderada puede ser necesaria si la política monetaria ha sido capaz de luchar contra las recesiones. En el caso opuesto, en 1930, durante la depresión, Keynes señaló que cuando el motor económico no arranca con su propio impulso, “porque tenemos problemas en el alternador”, se necesita un empujón por parte del gobierno.
Pero los señalamientos de Stiglitz, Akerlof, Summers y Keynes son verdaderas herejías para nuestros Chicago Boys, que prefieren perecer en su naufragio antes de soltar a sus mitos religiosos económicos.
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