Según la estadística de los factores demográficos, económicos y estratégicos, tanto Estados Unidos como la Unión Europea están en declive y la unidad de Occidente comenzó a fracturarse.
Las fintas trumpianas, que algunos portavoces de grupos de influencia les caracterizan de increíbles, persistirán porque Donald Trump no padece de ninguna enfermedad síquica, mucho menos internaliza la estupidez que es intrínseca en algunos de sus contrarios participantes de las estructuras rivales capitalistas. Es propio del Proyecto Trump a cada instante señalar a sus enemigos y definir sus estrategias reales. Trump, sin pertenecer a la superclase mundial, ingresó a la Casa Blanca por una lógica geopolítica más que por razones de política doméstica.
Trump, vitalmente, surge por lo que resolvieron concretos arquitectos e intérpretes de la gestión de los procesos mundiales, conforme a un tipo específico de agenda de dominio y de control geopolíticos. En su administración, coexisten dispares grupos de poder que no forzosamente confluyen entre sí en todo el recorrido, en todos los subniveles.
Sin embargo, es justo reconocer que Trump también es la única posibilidad tangible de peso para que millones de estadunidenses lesionados en términos económicos desde la década de 1970 puedan experimentar la desaceleración de su propia debacle. Estrago masivo que es motivado básicamente por los fundamentos que son excluidos por el prisma del reduccionismo monovalente que percibe que el país es disfuncional, ya sea por el entremetimiento de transmisores socioculturales distorsivos –remanentes de otra fase de la historia–, por el devenir de un país asiático –otrora imperio– y hasta por una supuesta urdimbre del resto del mundo para servirse de la condición de alcancía que tendría el país. A juzgar por esa óptica, la injerencia en Estados Unidos de los constituyentes de la City de Londres es ficticia.
Para el mandatario, Estados Unidos debe manifestar un poder duro en vez de un soft power, resituar a Estados Unidos como eje preponderante y valorar de modo valioso a sus aliados y socios de importancia, que lógicamente estén concatenados por identidad cosmovisional, concordancia de intereses y similitud en metas.
La perspectiva de ese poder duro no estipula en la coyuntura actual el incremento del intervencionismo militar en el mundo, menos aún una guerra termonuclear. Compele a retrotraer a Estados Unidos de la escena global para readquirir mayor solidez para que más adelante se reintegre de lleno y pueda verdaderamente rebasar la rivalidad geoestratégica. Para el Proyecto Trump –siempre en coalición con ciertas facciones de poder capitalistas– la promoción de un multilateralismo atenta contra la concreción de sus logros. Por eso propone inalterablemente la herramienta del bilateralismo.
La Unión Europea, cuyas principales centrales políticas están consubstanciadas con un modelo que está siendo recusado por gran parte de sus poblaciones y por determinados niveles de sus élites, está cayendo estrepitosamente en la participación mundial, lo que moviliza a parte de su establishment –ceñida en todo momento a ejes de poder eminentemente mundialistas– a incrustar nuevos criterios y moldes de comportamiento para obstruir su colapso y para trascender en el todo mundial. Su proverbial y feliz subordinación política a Washington comenzó a resquebrajarse cuando accedió a la Casa Blanca Donald Trump, el cual, como dijimos, es un exponente de un enfoque y de objetivos clánicos capitalistas diferentes de los que hegemonizan la Unión Europea.
En el interior de la Unión Europea, no hay avenencia total entre sus componentes porque hay discrepancia entre los líderes políticos que admiten el esquema Soros y los que le contrarían. Adicionalmente, está en la superficie la discordia entre el macronismo y el merkelismo, lo que enmascara el enfrentamiento entre minorías crematísticas francesas y alemanas.
En el juego político continental, el poder británico les ofrece a todas y cada una de esas dirigencias un respaldo incompleto, a la par que les debilita; intentando enfrentarlas a Rusia. Un eje de cooperación Moscú-Berlín-París sería letal para la organización de poder británico. Por otra parte, China agiliza el plan de acción particular que produjo para el espacio europeo. Empero, los lineamientos generales de la reestructuración de la Unión Europea con los parámetros globalistas ya los trazaron los elaboradores como George Soros y Jacques Attali.
Tanto el G7 como el reputado Club Bilderberg, cuyas correspondientes reuniones de 2018 se realizaron simultáneamente, ya no tienen la fuerza que antes tuvieron y, tal y como expresamos en nuestro último texto sobre Bilderberg, Trump va contra muchos de los componentes del sistema Bilderberg, salvo uno de ellos que es el que orienta a ciertas fracciones para una aproximación estable y enriquecedora entre Trump y Putin para restringir la alianza entre Rusia y China.
En esta etapa, el Proyecto Trump rehúsa fraguar una relación indeterminada y oposicionista con el Proyecto Putin, estima útil coincidir estratégicamente con Rusia cuando menos en puntuales aspectos, entretanto sustenta la refriega contra los lideratos globalistas de la Unión Europea y el Proyecto Xi Jinping. Por lo cual, Trump dijo a los líderes políticos de la cumbre del Grupo de los Siete (G7) que tienen que convocar a Putin, quien se ha transfigurado en el eximio actor político individual del mundo entero y solidificó la sociedad con el clan del presidente chino, Xi Jinping, pero sin derruir puentes con otros protagonistas como es el caso del presidente estadunidense.
En definitiva, en un marco geopolítico mundial con paradigmas agotados y con disputas de poder por la modalidad que caracterizará el futuro de la historia, se fragmenta el modelo de la globalización y determinadas elites occidentales pierden masa y volumen. También se reconvierten y/o expiran algunas instituciones surgidas a partir de la última etapa de la Segunda Guerra Mundial y emergen otras concentraciones de poder, limitadas, ¡nunca absolutas!
Diego Pappalardo/Cenae-Telesur
[OPINIÓN][ARTÍCULO]
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