Laura Zamarriego Maestre*/Centro de Colaboraciones Solidarias
Joyas, alcohol, balnearios, viajes, ropa de marca, lencería, electrodomésticos… Son algunos de los gastos, todos ellos sin tributar, que figuran en las tarjetas opacas de los 86 consejeros de la antigua Caja Madrid enfangados en el último caso de corrupción que ha salido a la luz en España. Los 60 mil euros anuales de los que cada uno disponía con su Visa black estaban reservados, sólo en la teoría, para gastos de representación. Se estima que el despilfarro fue de más de 15 millones de euros durante la última década. Es paradójico que, en plena crisis, se tuviera que recapitalizar dicha entidad con una inyección de 23 mil millones de euros del bolsillo de los contribuyentes.
Supone una gran traba para la lucha contra la corrupción el hecho de que la actual ley procesal esté “pensada para el robagallinas y no para el gran defraudador”, en palabras del presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial de España, Carlos Lesmes. Pero la cuestión de fondo va más allá de los escándalos y de sus protagonistas: la solución pasa por revertir un sistema que los hace viables e impunes, respectivamente.
El castigo ante los grandes fraudes, evasiones fiscales u operaciones comerciales irregulares suele limitarse a las multas, en caso de que no prescriban antes. En cambio, robar comida en un supermercado puede suponer años de cárcel. Es por ello que el teórico social e historiador francés Michel Foucault estableciera una separación entre la ilegalidad de los bienes de la de los derechos, que implica una oposición de clases, ya que “la ilegalidad más accesible a las clases populares habrá de ser la de los bienes: transferencia violenta de propiedades; y, por otro lado, la burguesía se reservará la ilegalidad de los derechos: la posibilidad de eludir sus propios reglamentos y sus propias leyes”.
Desde pequeños hurtos o tirones de bolso hasta atracos en establecimientos, los robos asequibles a la mayoría de la población implican unidireccionalidad y, a veces, violencia. Y con base en ello la sociedad ha definido el concepto de delito, persiguiendo el crimen callejero y normalizando el de guante blanco. En este sentido, el escritor y periodista Juan José Millás señala: “En torno a la palabra violencia circulan tantos intereses, y tan bastardos, que de vez en cuando conviene reflexionar sobre su significado. ¿Es violencia, por ejemplo, que el precio de la electricidad dependa de una subasta? Si tenemos en cuenta que este invierno muchas familias están pasando frío porque no pueden pagar el recibo de la luz, quizá ese tráfico de vatios constituya una forma de violencia atroz, aunque se ejerza desde detrás de una mesa de caoba, oliendo a Armani y con un sello de oro en el dedo anular […]. Esta clase de violencia –continúa– hace mucho daño, a veces mata. Nos escandaliza sin embargo más un contenedor de basura chamuscado. En estos momentos, hay en las cárceles o en las comisarías chicos y chicas detenidos porque sí, por reclamar lo evidente”. Muchos profesionales de la justicia se suman a las reivindicaciones para reformar un Código Penal obsoleto que es demasiado duro con los más débiles y demasiado blando con los más fuertes.
Laura Zamarriego Maestre*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Periodista
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