Es natural que en un escenario mundial sobresaltado, caracterizado por sus tonalidades lúgubres y cuyo futuro es igualmente sombrío, la émula de Tomás de Torquemada, la señora Christine Lagarde, directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), se encuentre en un estado patológico de angustia, ansiosa por recibir cualquier noticia que la “impresione” y tranquilice sus crispados nervios. Sobre todo después de que el organismo que regentea se encuentra en las profundidades fangosas del desprestigio, merced a su desastrosa gestión del colapso mundial iniciado en 2007 y que todavía se encuentra distante de superarse, el cual estremeció los fundamentos del capitalismo y lo dejó en calidad de tierra arrasada, destruyó la credibilidad que algunos sectores sociales tenían en el sistema que fueron seducidos por el canto de la sirena de la globalización y, al final, fueron arrojados a las filas de las miles de millones de personas pobres y miserables que pueblan el planeta; por el genocidio económico que impone en la Eurozona después del diluvio: sus bestiales terapias de choque estabilizadoras, de ajuste fiscal y sus contrarreformas estructurales neoliberales de siempre, que han fracasado en todos los países donde se instrumentan agravando los saldos antisociales; por su corresponsabilidad en el diseño del orden internacional que eliminó las regulaciones al espíritusalvaje del capitalismo causante de la espectacular hecatombe.
En ese ambiente desolado, toparse con Luis Videgaray y Agustín Carstens en los palaciegos salones del FMI fue para Lagarde una especie de placentero ansiolítico, un fármaco que acaso redujo su crisis de ansiedad producto de las fuertes tensiones emocionales a las que ha sido sometida desde 2007, cuando, en el inicio de la tragedia global, fue nombrada ministra de Economía del gobierno de Nicolas Sarkozy y después, a partir de 2011, cuando ocupa la gerencia de dicho organismo en sustitución del malandrín Dominique Strauss-Kahn. Ello a pesar de que la señora presume de sus nervios templados, ya que ante una investigación que enfrenta por presuntas operaciones irregulares en Crédit Lyonnais, en 2011 dijo que se sentía “absolutamente tranquila”.
Gozosa, durante la reunión de primavera del FMI y el Banco Mundial (BM) el 20 de abril, Lagarde señaló: “Seguimos cuidadosamente lo que pasa en México, particularmente desde la elección del nuevo gobierno, y personalmente estoy muy impresionada por la forma en que el presidente ha logrado apoyo, el consenso [de] otros partidos políticos en torno a un programa amplio de reformas. Hemos escuchado del gobernador del Banco de México y del secretario de Hacienda [y Crédito Público] sobre la determinación del gobierno de poner en práctica una amplia lista de reformas en educación, el sistema de salud, algunas privatizaciones en varios sectores de la economía, particularmente en telecomunicaciones. Es impresionante lo que están haciendo. Damos la bienvenida a las reformas anunciadas y esperamos que impulsen al país hacia adelante. Pensamos que tienen en práctica la mezcla adecuada de políticas y una sólida política macroeconómica; las han tenido por un buen tiempo y esperamos que eso ayude al país…”.
Cómo no va a estar feliz la gerente con gobernantes como Enrique Peña Nieto que, como extraños cruzados tardíos, en un mundo de contrastes admiten y exhiben públicamente su servidumbre voluntaria ante la desacreditada ideología neoliberal y su proyecto mundial en bancarrota. Como en la nostálgica época dorada de las décadas de 1980 y 1990, cuando la mayoría de los gobiernos se sometían como vasallos ante los dictadores del FMI y el BM. Unos que en ruinas se veían obligados a mendigar su socorro financiero para pagarle a sus implacables acreedores y tenían que aplicar las políticas del “Consenso” de Washington. Otros que ante el temor de ser marginados de la tierra prometida de la globalización aceptaban las reglas. Y los fundamentalistas autoconvencidos: Carlos Salinas de Gortari, Carlos Menem, Alberto Fujimori y demás que asumían sin cortapisas el “libre mercado”, la liberalización interna, la apertura externa, las privatizaciones, el desmantelamiento estatal (aunque todos tuvieran los mismos resultados funestos, sintetizados en la hecatombe actual).
Cuando ahora el binomio, ya sin sus aristocráticas formas, se ve obligado a llevar a cabo sus golpes de Estado “técnicos” para desplazar a los gobernantes locales y poner en su lugar a sus cónsules encargados de aplicar las severas terapias de ajuste fiscal y las contrarreformas en Islandia, Irlanda, Portugal, Italia, Grecia o Chipre; de generar los “ahorros” presupuestales con el remate de los activos públicos, el recorte indiscriminado del gasto estatal, el alza o invento de nuevos impuestos indirectos para amortizar hasta el último euro adeudado, sin importarles hundir a esos países en una depresión económica que durará 1 década ni la brutal pauperización social. Cuando desde las movilizaciones de Seattle, Estados Unidos (1999), son asediados por los descontentos que los tratan como vulgares delincuentes y los orillan a realizar sus flemáticas tertulias entre la protección de los sables, los gases lacrimógenos y las fieras represiones. Cuando países asiáticos acumulan reservas para evitar cualquier trato con el FMI-BM –China ni les hace caso– y en América Latina, los gobiernos democrático-progresistas que siguieron a los autoritarios-neoliberales hacen lo mismo.
En 2005 Brasil y Argentina pagaron anticipadamente sus deudas públicas odiosas (contraídas contra los intereses de la población y con el completo conocimiento del acreedor) con el FMI –15.5 mil millones y 9.8 mil millones– y les siguieron Bolivia, en 2006; Venezuela y Ecuador, en 2007, y Panamá, en 2008. Esto con el objeto de liberarse del protectorado –se han dado el lujo de expulsar a los funcionarios del FMI-BM que sólo protegen los intereses del capital financiero-industrial–, recuperar su soberanía nacional y explorar sus propias estrategias de desarrollo que privilegian a las mayorías, al margen de la hegemonía neoliberal estadunidense y de tales organismos. En lugar de subastar sus riquezas que no lograron privatizar los neoliberales las han vuelto a nacionalizar, como los energéticos y recursos minerales, el agua,las líneas aéreas, parte de los servicios financieros, las telecomunicaciones, por ejemplo; expulsan a las depredadoras trasnacionales o les aplican mayores gravámenes; fortalecen a los Estados y las empresas públicas; restablecen las regulaciones de los mercados.
Poco le importó a Lagarde que su algarabía fuera como el beso del diablo (osculum infame) al gobierno de Enrique Peña Nieto, ya que no tuvo reparos en llamar por su nombre a las reformas (y que los peñistas tratan de eludir denominándolas como “modernizadoras”): “privatizaciones”. La intención de la apertura peñista a la inversión privada nacional y foránea es la privatización y la reprivatización. Lagarde sólo habló abiertamente de las telecomunicaciones y el resto lo dejó en la ambigüedad, pero indudablemente también abarcará a la educación y la salud citadas por la francesa. Más aún, Peña Nieto aplica “espontáneamente” la “austeridad fiscal” que el FMI-BM y los tecnócratas de la Unión Europea imponen a golpes de hacha en el viejo continente.
¿Qué otra cosa relevante queda por vender luego de 30 años de ventas de cochera? Prácticamente todas las empresas paraestatales ya fueron vendidas a precios de regalo, en procesos envueltos en el escándalo de la corrupción. La mayoría las remataron Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo.
Entre lo privatizado se incluyó a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, copados por familiares, amigos, mercenarios al mejor postor, que se convirtieron en agentes de venta, administradores y leguleyos protectores de los capitalistas locales y extranjeros.
Lo que queda son los sectores estratégicos, los recursos naturales, el territorio nacional, el petróleo, el gas, la electricidad, el agua, la minería, la tierra, lo que se pueda vender y lo que se les ocurra comprar a los empresarios en el México, SA de CV. El Estado, a Petróleos Mexicanos o la Comisión Federal de Electricidad, les asigna la tarea de administradoras de concesiones, la fachada con la que pretenden ocultarse las privatizaciones.
Al cliente lo que pida
Un ejemplo de lo que sigue es la reciente privatización de las franjas fronterizas (en una faja de 100 kilómetros) y las playas (50 kilómetros) aprobada por los diputados de la derecha de los partidos Revolucionario Institucional (PRI), Acción Nacional (PAN), Verde Ecologista de México (PVEM) y de la Revolución Democrática (PRD). Ahora los extranjeros podrán construir viviendas en esas zonas.
Para justificar la medida, el panista Ricardo Villarreal dijo que ya existen más de 50 mil fideicomisos extranjeros que poseen bienes en los litorales. El artífice de la contrarreforma fue el chapulín –por brincar de un puesto a otro– Manlio Fabio Beltrones, diputado plurinominal –es decir, no fue elegido “popularmente”, sino por el dedo del príncipe, a quien, como su fámulo, le rinde cuentas–. El argumento del priísta fue que “el mundo cambia”, que es la “modernidad”, que la prohibición es un resabio de la “demagogia nacionalista”. Lo único que es claro es la “demagogia” de Beltrones sustentada en ambigüedades, en palabras hueras. ¿A qué parte del “mundo” se refiere? Porque unos privatizan y otros nacionalizan. El vocablo “modernidad” es una anfibología y está más manoseado que una hetera (o hetero). El “nacionalismo” era la piel del viejo partido despótico-hegemónico y su cambio es la expresión de lo que Beltrones les dijo a los diplomáticos estadunidenses: “la afirmación de que el PRI ‘busca reinventarse a sí mismo’”, según los cables de Wikileaks. Se reinventó en los pellejos neoliberales.
Al desvergonzado perredista Julio César Moreno le tocó el trabajo sucio de justificar la privatización. Dijo que era “necesario actualizar a la realidad social el texto de la Constitución [Política de los Estados Unidos Mexicanos], porque han sido superadas las circunstancias históricas que llevaron a limitar que los extranjeros adquieran tierras y aguas en las fronteras y playas”. Tragicómico bufón de Beltrones.
¿Cuáles eran esas “circunstancias” y cuál es la nueva “realidad social”? Nunca las señaló. Pero eran las condiciones que estimulaban un desarrollo capitalista nacionalista, autónomo, aplastadas por la realidad de los neoliberales que llevaron a pisotear y arrojar la Constitución a la basura y que también se tragó a los perredistas corruptos ideológico-políticos.
En lugar de restaurar la ley y castigar a los infractores y a quienes lo permitieron, los diputados legalizaron la ilegalidad, la impune violación del Artículo 27 constitucional que se enseñoreó con Vicente Fox y Felipe Calderón, quienes estimularon esa invasión de tierras.
No es novedad que los legisladores del PRI-PAN-PVEM legalicen las contrarreformas deseadas por el Ejecutivo y que tanto complacen a los hombres de presa. Ésa ha sido su permanente tarea. Lo llamativo es el papel del PRD que se subió al furgón de cola del sistema. Es la reafirmación de la traición de sus dirigentes a sus militantes y sus votantes. Ahora es más que claro “quiénes son los ‘amigos del pueblo’”, como diría Lenin, los adversarios contra los que el pueblo tendrá que luchar a muerte.
Cómo entonces no iba elogiar Lagarde a Enrique Peña Nieto y a los pillos pactistas que lo acompañan, en un contexto latinoamericano donde tratan de consolidarse los gobiernos progresistas y posneoliberales y los neoliberales quedan como un ave raris. Como pajarracos estrafalarios y solitarios defensores del viejo orden neoliberal quedan Enrique Peña, el colombiano Juan Manuel Santos y los golpistas de Honduras y Paraguay que han preferido la reforma del coloniaje neoliberal, no su abolición. Que refuerzan la relación metrópoli-país vasallo, en la que aquella gobierna y el otro obedece; en la que uno goza del tesoro y es feliz y el otro, miserable. Ellos tratan de aligerar La carga del hombre blanco (Rudyard Kipling), el “moderno” colonialismo betroniano de los territorios primitivos, bárbaros, en beneficio exclusivo de los civilizados “hombres blancos” y las elites político-oligárquicas criollas, sus socias.
Al cabo, la gerente del FMI no tiene que dar la cara a los mexicanos. Sólo vela por los intereses del gran capital.
Por esas mismas razones, Bill Richardson decidió incluir a Peña Nieto entre los “100 hombres más influyentes del mundo”, con argumentos francamente hilarantes: “combina el carisma de [Ronald] Reagan, el intelecto de [Barack] Obama y las habilidades políticas de [Bill] Clinton”. Lo redujo a un ser grotesco. Aunque, después de todo, quizá Richardson tenga razón si se considera a otros “hombres influyentes”: Hassan Sheikh Mohamud, golpista repintado de presidente legal de Somalia; John Brennan, el capo de las operaciones encubiertas, las acciones paramilitares y promotores golpistas de la CIA (Agencia Central de Inteligencia estadunidense), o Francisco, el vicario feudal del Vaticano, la guarida de pederastas.