Tanto Enrique Dussel como Hugo Aboites llegaron a la rectoría precedidos de fama como académicos. El primero es filósofo y escribe sobre temas de emancipación social; en tanto que el segundo es nada menos que asesor de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y escritor de La Jornada. Nadie pensaría que se sienten cómodos en lo anodino, en lo insustancial. El primero aprovechó, para despedirme, la denuncia en mi contra que fue presentada por Clemencia Correa y Carmen Rodríguez y el segundo nadó de muertito por 4 años. Dieron la impresión de que su único interés era disfrutar del relumbrón que da la rectoría, y retirarse a sus respectivas instituciones una vez transcurrido el plazo del encargo.
El grupo que verdaderamente ejercía el mando en la UACM se fue consolidando, pero también fue cometiendo errores. No hubo nunca claridad acerca de cuál era su proyecto de desarrollo universitario y sí muchas pruebas de su intransigencia y su deseo que eternizarse en la administración universitaria.
En la UACM no hubo publicaciones destacadas en este lapso, ni se enfrentó con decisión los problemas de fondo que ésta tiene. Incluso se atacó a los proyectos que tenían un desarrollo exitoso como el Programa de Educación Superior en Centros de Readaptación Social (Pescer). La burocracia engordó, y lo escolar solamente creció en números pero no en resultados.
Mi despido formó parte de un embate contra el Posgrado en Derechos Humanos, que fue señalado como un centro donde no sólo había múltiples problemas de orden académico, sino también donde se discriminaba a las mujeres. También se impidió por años que la carrera de derecho se instalara en planteles abiertos (sólo funcionaba en los reclusorios). Todo esto para que los hegemónicos no tuvieran competencia dentro.
En lugar de presentar sus denuncias ante las autoridades competentes, el encargado de la OAG decidió crear una suerte de tribunal compuesto por tres “expertas”, que escucharan a las partes involucradas y decidieran mi suerte. Tres personas fueron designadas como una especie de jueces: Patricia Matilde Valladares de la Cruz, Inés González Nicolás y María Alejandra Sánchez Guzmán (esta última a propuesta explícita de Andrea Medina Rosas, quien funge como abogada de las imputadoras). Las personalidades que yo propuse no fueron tomadas en cuenta, a pesar de que tienen una calidad moral indiscutible. Serapaz decidió no intervenir en el asunto, lo cual dejó ese procedimiento sin respaldo ético.
Mis entrevistas con “las expertas” fueron ríspidas, pues su prejuicio afloró de inmediato. Una de ellas –Patricia Valladares– se burló de mí en presencia de mi esposa, la doctora Adriana Terán Enríquez. No sabíamos entonces que sus servicios eran pagados por la Oficina del Abogado General. Y, como ya se sabe que el que paga manda, ellas fueron contratadas para decir que yo era culpable.
Vino después la segunda fase de la farsa de Anaya: una suerte de juicio laboral, en la que él fungió como juez, después de ser el Ministerio Público. Hasta llevaba un mallete y un martillito de madera, para “darse respetabilidad”. Dijo que las imputadoras no serían convocadas a las sesiones, para no “revictimizarlas”. Por ello, nunca hubo oportunidad de repreguntarles.
Como el Sindicato Único de Trabajadores de la UACM (SUTUACM) estaba también bajo el control del grupo hegemónico, sólo hicieron una presencia formal en el tribunalito. Nunca tomaron la palabra a mi favor, de modo que su participación fue simbólica. Aunque respeto a las personas que hicieron acto de presencia, nada tengo que agradecer a esa organización laboral.
Mi defensa la llevaron mi esposa y mi hermano José Lamberto. Pusieron los puntos sobre las íes, junto con mis testigos Carlos Fazio, Pilar Calveiro y Gabriela González, los tres del Posgrado en Derechos Humanos, que nos conocían perfectamente tanto a Clemencia Correa como a mí. Dieron plena fe de mi trato respetuoso y amable con todas y todos quienes ocurrían a mi cubículo. Lo más importante, aparte de los tiempos de la prescripción de la acción laboral en mi contra, fue que nunca hubo circunstancias de tiempo, lugar y modo en las imputaciones.
Un hecho de la mayor relevancia fue que Carlos Fazio fue repreguntado por la abogada Andrea Medina Rosas durante 13 horas, intentando vanamente que me inculpara de alguna conducta indebida o ilegal en contra de las denunciantes. En alguna de las sesiones del tribunalito, esa misma abogada intentó involucrarme con el grupo guerrillero Ejército Popular Revolucionario (EPR). La considero una persona capaz de cualquier maniobra con tal de salirse con la suya, al grado de que años después dejé de asistir a las audiencias de la Junta de Conciliación y Arbitraje, para no correr el riesgo de que se tirara al suelo y dijera que la estaba yo agrediendo.
La sentencia de Federico Anaya es un monumento a la incongruencia y a la desfachatez. En su parte nodal reconoce que no hay pruebas de lo que me imputan, pero que él considera que en el Posgrado en Derechos Humanos existe un clima propicio para que se vulneren los derechos de las mujeres. Pura y vil fantasía.
De modo que fui despedido vergonzosamente de mi trabajo de profesor investigador de la Maestría en Derechos Humanos de la UACM, con base en lo que Anaya denominó “prueba periférica”. Sus seguidores aplaudieron esa “creatividad”, violatoria de mis derechos humanos.
La Junta Especial número 16 de la Local de Conciliación y Arbitraje ha tardado en resolver este caso. Admitió que las cuatro mujeres que me acusan son “terceras interesadas” en el juicio laboral y eso ha originado que vayan ya cuatro años de trámite y no se haya cerrado aún la instrucción en el juicio que promoví contra la UACM por despido injustificado.
Recién me enteré que Federico Anaya maniobró para que el Contralor de la UACM dejara de ejercer sus facultades sancionatorias (previstas en el Estatuto General Orgánico, que en esa parte fue “suspendido” a sugerencia del propio Anaya), de modo que cuando determinó que el encargado de la OAG –o sea el mismo Anaya– violó los preceptos que rigen su actuación como servidor público, simplemente mandó el expediente al Consejo Universitario. Y éste se convirtió en protector y cómplice de aquél al no decir una palabra de lo expresado por el Contralor. El grupo hegemónico funcionaba como mafia.
Las audiencias en la Junta son muy espaciadas. Se fijan hasta 3 o 4 meses después de que son suspendidas porque falta notificar a alguna de las personas que van a participar en ellas. Si bien Anaya no está más en la UACM, dejó bien enredado el asunto, de tal forma que se ha retrasado enormemente.
Y mientras, al interior de la Universidad el grupo hegemónico se dio gusto dejando pasar impunemente el tiempo. Al fin y al cabo soy yo quien no ha cobrado ya por más de 100 quincenas.
Valiente y arrojada, mi esposa ha enfrentado a quienes conforman la jauría alrededor de las denunciantes y su abogada. Fue arteramente atacada por algunas de sus “compañeras” profesoras en la carrera de derecho. Seudointelectuales del feminismo latinoamericano como Francesca Gargallo, le reclamaron que me defendiera. Y le echaron encima a las llamadas feminoides, que plantean que las mujeres nunca mienten cuando hacen acusaciones de orden sexual, en tanto que los hombres siempre mentimos.
Cuando estaba embarazada de nuestro segundo hijo (el hoy gentil y avezado Guillermo Adrián), mi esposa obtuvo medidas precautorias de la Comisión de Derechos Humanos del (entonces) Distrito Federal. Nunca fueron cumplidas; Federico Anaya se permitió el lujo de burlarse de ellas, a sabiendas de que gozaba de plena impunidad al interior de la UACM. Vimos con toda crudeza la casi nula utilidad de esos organismos gubernamentales.
La burocracia empoderada en la UACM mantuvo a mi esposa en situación de constante amenaza. Fue hasta 2 años después que consiguió que la reubicaran al Plantel del Valle, donde se ubica el Posgrado en Derechos Humanos. Y aquí también fue hostigada por algunos estudiantes y docentes que profesan ese falso feminismo que se basa en el odio a los hombres.
Aun cuando existen resoluciones firmes de las comisiones de Derechos Humanos, en el sentido de que deben respetarse las medidas precautorias a favor de la doctora Terán Enríquez, siguen siendo un tema pendiente. Salió ya el rector Aboites, quien se fue por la puerta de atrás, con más pena que gloria. Mi otro hijo, José Enrique, nos ha escuchado hablar del asunto desde hace casi 7 años y es probable que algo le haya afectado, lo mismo que a Guillermo Adrián.
Como decidí participar en la contienda por la rectoría de la UACM, lo cual considero una aspiración legítima, sé que entré al sucio mundo de la política. No milito en partido o agrupación ninguna, de modo que me respaldan solamente aquellos que confían en mí. Y todo el que se sube al ring recibe golpes, pocos o muchos, pero los recibe.
Para el grupo que detentó por 6 años la hegemonía en la Universidad, la denuncia de Correa y Rodríguez cayó como anillo al dedo. Federico Anaya fue comisionado por ellos para armar un tribunalito y echarme de la Universidad, deshaciéndose así de un contendiente. El feminismo rabioso, por su lado, encontró un caso a modo para desplegar otra campaña contra los hombres, ésta vez con un ambiente propicio por los fenómenos que ocurren a nivel nacional e internacional.
Las publicaciones que dañan mi reputación abundaron hace 4 años y muchas de ellas permanecen en internet. Fui condenado de antemano incluso por organismos que tenían seriedad, como la Red Todos los Derechos para Todos o el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez. Cencos dio cabida a una conferencia de prensa en la que me difamaron Tania Rodríguez Mora (quien acaba de perder la contienda para ser rectora de la UACM), Camilo Pérez Bustillo (quien trabajó en el Posgrado en Derechos Humanos y simuló ser mi amigo) y Mariana Berlanga, profesora de la Institución. Todo esto fue dando forma al moobyng, pues cuando dos pájaras dieron un picotazo en mi cerebro, otras corrieron a tratar de hacer lo mismo.
Mi esposa recibió recriminaciones por no sumarse a las hordas difamadoras. A profesoras que habían trabajado cerca de nosotros, como la cubana Mylai Burgos Matamoros, las agredieron con ferocidad. Una de las denunciantes, Carmen Rodríguez, se dijo víctima de la madre de mis dos hijos mencionados, tratando de dañar su relación con la UACM. Esplendían los elementos del moobyng, pues quienes lo aplican no sólo quieren lesionar a su objetivo principal, sino a todo aquel que le apoye o que simplemente esté a su alrededor. Todo para difundir la ideología del odio a los hombres.
En la Junta de Conciliación y Arbitraje dieron espacio a las falsas feministas, representadas ahí por Andrea Medina Rosas. Se les admitió como terceras interesadas, como si con la recuperación de mi empleo ellas recibieran algún daño. Es una cofradía de activistas a favor del feminismo antihombres.
Como docente investigador del Posgrado en Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, fui imputado por dos mujeres de agresor sexual y laboral. Fui por ello sancionado de antemano y sometido a un juicio cuya sentencia estaba dictada de antemano y era en mi contra. Llevo más de 4 años separado de mi empleo sin cobrar salario, aunque no han podido dañar mi situación familiar ni mi trayectoria como profesor universitario y como defensor de derechos humanos.
Pueden los denunciantes, con la complicidad de instancias encargadas del asunto, prolongar la decisión un tiempo más (indefinido). Ganarían quienes viven del feminismo violento, que atemoriza a muchos funcionarios del Sistema.
Aun cuando sostengo comunicación con alumnos y docentes del Posgrado en Derechos Humanos de la UACM, esa relación es con el carácter de “externo”. Lo justo es que se me reinstale y se me reconozcan los derechos que durante estos años han sido violentados. De las comisiones gubernamentales de Derechos Humanos es iluso esperar resultados, pues hasta ahora no han dado señales de querer comprometerse con el caso.
Un dato interesante es que el Grupo hegemónico que me agredió ha perdido la rectoría, el Consejo Universitario y la dirección del Sindicato. Esto abre posibilidades de que se haga justicia.
Sin falsas expectativas, es factible que se pueda recuperar lo perdido. De no ser así, continuaré luchando por mis derechos en instancias nacionales e internacionales, a fin de restaurar mi honor y limpiar mi nombre de toda la basura que le han echado las imputadoras y los grupos de seudofeministas que han malversado la lucha de los derechos de la mujer.
Me alienta la publicación del libro de Marta Lamas (Acoso ¿Denuncia legítima o victimización?), porque contiene un punto de vista equilibrado: no deja de reconocer que las mujeres han sufrido violencia, pero no condena sin pruebas a los hombres.
Entre los daños que causa una imputación dolosa, sin duda el más severo es el del señalamiento público, que ha llevado a algunos hombres al suicidio. Por mi parte, no me suicidaré, no bajaré la guardia y dejaré a mis hijos un nombre limpio y digno.
José Enrique González Ruiz*/Segunda y última parte
*Doctor en ciencia política y en derecho constitucional; exrector de la Universidad Autónoma de Guerrero
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