Aarón Emmanuel Hernández Hernández*
Los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA), dentro del universo de los derechos humanos, son aquellos que están directamente ligados con el nivel de vida adecuado, es decir, con aquellas condiciones sustantivas que permiten a las personas vivir, en un sentido amplio, con tranquilidad y seguridad. En este grupo podemos encontrar los derechos a la vivienda, la alimentación, el medio ambiente sano, la salud, la educación, los laborales, al agua, la tierra y el territorio, así como los derechos culturales.
En efecto, todos y cada uno de los derechos humanos son interdependientes e indivisibles entre sí, por lo que sería absurdo pensar en una jerarquización no sólo filosófica, sino material. Desafortunadamente, en la realidad, vemos que unos derechos se encuentran más violentados que otros y esto responde a la visión que tienen las instituciones gubernamentales sobre el bienestar y la dignidad de las personas.
Desde el trabajo que han realizado diversas organizaciones de la sociedad civil, se denuncian continuamente las violaciones a los derechos humanos tanto civiles y políticos como a los DESCA; sin embargo, aunque ya hay toda una labor sobre vivienda, medio ambiente, salud, educación y laborales, ¿qué pasa con los derechos culturales?
El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) indica que los Estados parte reconocen los derechos culturales, los cuales considera que son:
a) Participar de la vida cultural;
b) Gozar de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones;
c) Beneficiarse de la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.
Los derechos culturales han sido fundamentales para la reivindicación de la identidad indígena y la defensa de los derechos de los pueblos, sin embargo y sin dejar de reconocer la importancia que tienen estas luchas, podríamos preguntarnos: ¿qué está pasando con el ejercicio de los derechos culturales de la población en general? Y, ¿cómo se viven en las comunidades rurales y urbanas no indígenas?
Antes de contestar a lo anterior habría que definir a los derechos culturales y su contenido desde los estándares internacionales de derechos humanos y, sobre todo, verificar si las políticas culturales mexicanas están armonizadas con estos últimos.
Si bien desde la antropología no existe un consenso sobre una definición de cultura (podría decirse que “todo es cultura”), en la Observación General 21 (OG21), del Comité para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la Organización de las Naciones Unidas (Comité DESC), aunque no logra colocar una definición clara sobre ésta, sí la entiende como un “proceso vital, histórico, dinámico y evolutivo que tiene un pasado, un presente y un futuro”.
Por otra parte, la Declaración de Friburgo, de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO, por su sigla en inglés), expresa que el “término cultura abarca los valores, las creencias, las convicciones, los idiomas, los saberes y las artes, las tradiciones, instituciones y modos de vida por medio de los cuales una persona o un grupo expresa su humanidad y los significados que da su existencia y a su desarrollo”.
Si tomamos en cuenta ambas definiciones, podemos decir que los símbolos, los signos, los significados, la cosmovisión, la identidad, etcétera, no son estáticos ni permanentes, si no que tienden a la transformación en el espacio y en el tiempo poniendo siempre en el centro la dignidad de las personas.
Los símbolos patrios como el Himno, el Escudo y la Bandera nacionales son elementos identitarios del pueblo mexicano desde el ámbito institucional; sin embargo, existen otros elementos que, sin caer en el nacionalismo, forman parte de nuestro acervo cultural, como es el caso del maíz y el frijol, la tortilla, los templos prehispánicos, las tierras sagradas, las lenguas indígenas, la música, los rituales y las ceremonias; este acervo queda fuera del reconocimiento institucional que pudieran tener las bellas artes y las investigaciones científicas realizadas por las grandes instituciones culturales, pero no por ello pueden dejar de promoverse, protegerse, respetarse y garantizarse desde una visión de derechos humanos.
En lo referente al derecho a participar de la vida cultural, la OG21 lo define como “el derecho a escoger su propia identidad, a participar de la vida política de la comunidad”. Es evidente en este derecho que para poder cumplirse es necesario el ejercicio de los derechos civiles y políticos, como la identidad individual, la participación ciudadana y política, la no discriminación, el derecho a decidir (en un amplio sentido), la libertad de expresión y de asociación, así como a la protesta social y el derecho a defender derechos humanos.
Para participar de la vida cultural es necesaria la disponibilidad de bienes y servicios culturales como bibliotecas, museos, teatros, auditorios, salas y deportivos; espacios abiertos como parques, plazas, calles, avenidas; dones naturales como ríos, lagos, bosques, montañas, flora y fauna; y valores intangibles como símbolos, lenguas, memoria histórica y monumentos. Además de existir físicamente, deben ser accesibles económicamente, es decir, el ingreso económico no puede representar un obstáculo para hacer uso del espacio, bienes, servicios y los valores intangibles.
También es necesario que las leyes, políticas y demás acciones estatales para el ejercicio de los derechos culturales sean aceptables para la población a través de consultas a las personas y las comunidades a fin de proteger la diversidad cultural. Dichas medidas gubernamentales deben de ser adaptables y flexibles con la finalidad de que sean idóneas a los contextos y necesidades de la población.
Sobre el derecho a gozar de los beneficios del progreso científico y sus aplicaciones se entendería que el acceso a las tecnologías de la información y la comunicación, las investigaciones científicas y los avances tecnológicos deben estar en función del pleno desarrollo de las personas y las comunidades, tomando en cuenta el respeto a la cultura y a la biodiversidad.
En ese sentido, las regulaciones en materia de telecomunicaciones no deberían de poner en riesgo la participación de la vida cultural de los usuarios, ni violar los derechos a la libre asociación, organización y expresión, la protección de datos personales ni tampoco obstruir el periodismo ni la defensa de los derechos humanos. Las investigaciones sobre organismos genéticamente modificados y el uso de tecnologías de extracción y otros megaproyectos no deben alterar a la flora y fauna de una región, ni poner en riesgo el medio ambiente ni provocar (a corto o largo plazo) daños a la salud de la población.
Sobre la autoría de la investigación científica y la actividad creadora, el Estado debe de reconocer el valor de la actividad agraria de las comunidades indígenas, ya que la gran diversidad de semillas de maíz es resultado de siglos de combinación en la siembra. También crear las condiciones para que se evite la fuga de cerebros y los beneficios de la actividad artística y científica puedan verse reflejados en el desarrollo del país.
Para concluir, podemos afirmar que los derechos culturales son también una especie de metaderecho, como la igualdad y la no discriminación, ya que podemos dar cuenta de ellos en la medida en que se ejercen otros. También son transversales a los demás derechos permitiendo su adaptabilidad cultural; son herramientas que permiten una reivindicación de los derechos difusos, es decir, de aquellos que se viven y defienden en colectivo. Por ello pueden ser de gran utilidad para hacer frente a las consecuencias negativas de las reformas estructurales en materia de energía, campo, educación, trabajo y en telecomunicaciones impulsadas durante este sexenio.
Aarón Emmanuel Hernández Hernández*
*Colaborador del Área de Investigación del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, OP, AC
Contralínea 428 / del 15 al 21 de Marzo 2015
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