“Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro, / generoso o estafador…/
“¡Todo es igual! ¡Nada es mejor!
Lo mismo un burro/ que un gran profesor.
No hay aplazaos ni escalafón, los ignorantes nos han igualao.
“Si uno vive en la impostura/y otro roba en su ambición,
da lo mismo que sea cura, colchonero, Rey de Bastos, caradura o polizón.”
Tango Cambalache, letra de Enrique Santos Discépolo; canto de Carlos Gardel
Al Posgrado en Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) le ha ido siempre muy bien. Imparte la maestría en ese tan delicado y tan actual tema en México, y cuenta ya con 5 generaciones de egresadas y egresados. Aunque no ha conseguido mejorar los índices de titulación que, en promedio, tienen los estudios llamados de tercer nivel en este país, sí ha ganado un reconocimiento que se expresa en sus numerosos contactos académicos con instituciones educativas y en una demanda muy sostenida de ingreso. Se ha cuidado, además, el respeto a la asistencia de los maestrantes y su participación en clase, así como la calidad de los trabajos recepcionales.
Para mantener la comunicación del trabajo docente con el mundo real de los derechos humanos, desde el primer semestre de 2010 se imparte todos los martes hábiles del año, por la tarde, un diplomado totalmente abierto (es decir, sin requisitos de orden académico para cursarlo), al que se invita como ponentes no sólo a profesores e investigadores de dentro y de fuera, sino también a protagonistas de la lucha por la vigencia real de los derechos humanos (miembros de organizaciones no gubernamentales, víctimas de agresiones del Estado u otros grupos de poder, defensores de comprobado compromiso). El principio que rige esta actividad es el compromiso con las víctimas.
Pues bien, este diplomado lo coordinaba en 2013 la licenciada en psicología Clemencia Correa González, con quien había hecho una gran amistad. Por mi parte, yo coordinaba el Posgrado en Derechos Humanos, sin cargo formal, sin nombramiento más que de mis compañeros de academia y sin remuneración adicional. Ella no podía ser integrante de la planta docente de la maestría, porque no tenía el grado. Un día, me comunicó el profesor Hassan Dalband que vendrían de Cuba a México dos amigos muy queridos, Froilán González García y Adys Cupull, quienes querían presentar un libro sobre el Che Guevara que acababan de publicar. Como habíamos hecho en otros casos, pensé que podríamos hacer un espacio en alguna sesión del diplomado, pero para mi sorpresa Clemencia Correa se negó. No quise forzar las cosas y nos quedamos sin conocer la obra de los amigos cubanos. Pero sí hice saber la situación a los compañeros del colectivo y les pedí que creáramos un nuevo diplomado los jueves para que no tuviéramos que molestar las actividades de la licenciada Correa, y que también contáramos con la posibilidad de atender emergencias como la de los autores cubanos.
Cuando comuniqué lo anterior a la licenciada Correa, me preguntó: ¿Y quién se quedaría con el diplomado para el ingreso a la maestría? (que es cada 2 años). “La Academia”, le contesté, pues no puede validar el ingreso al posgrado alguien que no pertenece a la planta académica del posgrado. Explotó en furia diciendo que yo le estaba quitando su carga académica, a lo cual contesté que no era verdad. De ahí vino una campaña de difamación que se convirtió en moobyng, con todas las características que éste tiene.
En junio de 2013 llegó el licenciado Federico Anaya Gallardo, a la sazón encargado de la Oficina del Abogado General (OAG) de la UACM, al Posgrado en Derechos Humanos. Llevaba una notificación para mí, en la que me comunicó –sin entregarme copia de ningún documento– que las licenciadas Clemencia Correa González y María del Carmen Rodríguez Sánchez habían presentado una denuncia en mi contra: la primera por acoso sexual y laboral y la segunda por acoso sexual. Manifestó que como no existía un procedimiento al respecto en la institución, haría una investigación que sería atestiguada por los integrantes de Serapaz (Servicios para la Paz), organismo creado por el obispo emérito de Chiapas, Samuel Ruiz García.
Por lo antes dicho, lo de la licenciada Correa no me extrañó, pues ya de manera informal lo había hecho público, pero lo de la licenciada Rodríguez sí, puesto que con ella nunca tuve ningún desacuerdo. Se trata de una persona que llegó diciendo que era perseguida en otras áreas de la Universidad (el Posgrado en Estudios de la Ciudad, concretamente) y que quería trabajar en un ambiente no hostil. La Academia de Derechos Humanos le abrió las puertas. Era una persona enferma, que incluso por los días de la denuncia experimentó una biopsia de seguimiento a un trasplante de riñón que le habían hecho años antes de llegar al posgrado.
En cuanto a la intervención de Serapaz me pareció estupenda, pues es una agrupación que nadie podría comprar ni corromper de alguna otra forma. Anaya Gallardo mencionó también que llamaría a un grupo de expertos para que analizaran el caso y yo propuse que, por mi parte, intervinieran el obispo Raúl Vera; Consuelo Mejía, de Católicas por el Derecho a Decidir, y Maricarmen Montes, de Nuestra América.
Recibí luego un oficio de la entonces coordinadora Académica de la Universidad, María del Rayo Ramírez Fierro, en la que me indicaba que no debía realizar actividades en mi centro de trabajo, porque “podía revictimizar” a las imputadoras. Fue dos veces que actuó de esa manera, anticipando la sanción, aunque luego inventó (por asesoría del brillante encargado de la OAG) que se trataba de un permiso para “preparar mi defensa”. Se iba armando un tribunalito, violatorio del artículo 13 constitucional, con ocurrencias sobre la marcha.
A mi esposa Adriana Terán Enríquez, quien también es profesora investigadora de la UACM, se le mantenía con un nombramiento de asignatura, a pesar de que fue tiempo completo cuando ingresó a la institución en el 2007, nombramiento al que se le obligó a renunciar cuando volvió a España a cursar un máster en Estado de Derecho y Acción Política, en el Ilustre Colegio de Abogados en Madrid, becada por la Fundación Carolina. Luego, cuando se le reconoció nuevamente su tiempo completo, se le condicionó un cambio de adscripción al plantel Cuautepec.
Al retiro de la única rectora que ha tenido la UACM, un grupo se apoderó de la administración de la Universidad. Lo conformó la parte más burocrática del movimiento, que estaba ávida de cargos y presupuestos. Se quedaron con todos los puestos.
Como ese grupo no tenía presencia académica ni figuras de prestigio en el ámbito universitario, llamaron a dos rectores de fuera: Enrique Dussel Ambrosini y Hugo Aboites Aguilar, quienes prestaron sus nombres. El saldo es de desastre, pues no tuvieron proyecto propio ni –al parecer– comprendieron el que recogen la Ley y el Estatuto.
Realmente, quien gobernó fue Federico Anaya, quien se valió de un enredado discurso seudojurídico que impresionó a muchos. Anuló a sus adversarios de dentro, como al contralor General, al cual se privó de facultades sancionatorias que la ley le concede mediante un inusitado acuerdo del Consejo Universitario; y se convirtió en el Factótum; un poder tras el trono, a la manera de Rasputín. Puede afirmarse que en la UACM se vivió El Federicato.
Los resultados de ese experimento de gobierno son deplorables: continúan sin atención los principales problemas de la Institución, al grado de que se le expone a la crítica feroz de los enemigos de la educación pública, que desde siempre la tienen en la mira. Incluso puede ser víctima de medidas de orden político-administrativo por parte de las autoridades del gobierno de la Ciudad de México.
El grupo en la administración se fortaleció cuando mantuvieron la dirección del Sindicato y se diluyeron los agrupamientos estudiantiles que participaron en la huelga. De hecho, controlaba todo. Ellos ponían y disponían, ante dos rectores ausentes en los hechos.
La UACM es un espacio privilegiado de libertades. Es la más reciente (y ojalá no la última) universidad pública creada por el Estado mexicano, en medio de la tormenta neoliberal. Pero hay que reconocer que no es el lugar perfecto; tiene aún muchas tareas pendientes y las debe hacer por sí misma, sin que se las impongan un día sus adversarios. En lugar de asumir los retos –lo cual parte, obvio, de reconocerlos– la burocracia se llenó de soberbia y se dedicó a expulsar a quienes estorbaran a sus propósitos. Olvidó que “universidad” es un concepto que tiene su origen en “universalidad”, que es donde cabemos todos.
Con el tiempo, esa soberbia se les revertiría, pues por ejemplo a Federico Anaya lo despidieron porque él a su vez se dio el lujo de despedir trabajadores de la OAG, quienes ganaron sendas demandas ante las juntas de Conciliación y Arbitraje. Esto representó un alto gasto para la UACM (hay quien afirma que se pagaron 8 millones de pesos por indemnizaciones).
José Enrique González Ruiz*/Primera parte
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