Emeli, una niña de apenas 11 años de edad, fue abusada sexualmente y luego asesinada en uno de los países más indolentes frente al feminicidio: México. Su cuerpo sin vida fue encontrado el pasado 14 de enero en su propio hogar, ubicado en Puebla.
El de Emeli se contabilizó ya como el sexto feminicidio acontecido en los primeros 15 días de 2018, lo que de nueva cuenta augura un año atroz para el género femenino, de por sí humillado en todos los ámbitos.
La tendencia de estos crímenes es alarmante: cada día al menos cinco mujeres, niñas y adolescentes son asesinadas en el país, sin que las autoridades de los tres poderes y los tres niveles hagan algo para frenar esta terrible realidad.
Otro número aún más elevado corresponde a las desaparecidas, muchas de ellas con fatales desenlaces y otras, con destinos terribles como lo es la esclavitud sexual.
Por ello, acusar a México como un Estado que sentencia a muerte a niñas y mujeres es mínimo ante la crisis humanitaria que padece el género femenino, y que cobra la vida de miles por esta indolencia sistemática brutalmente arraigada entre quienes deberían procurar justicia.
Y es que aquí el costo de matar a una mujer es casi inexistente; y no es porque los feminicidas se esfuercen por generar estrategias para evadir la ley, sino porque la impunidad reina y a ninguna autoridad le interesa realmente perseguir a los agresores de mujeres. ¿O cómo explicar que un político priísta venido a “independiente” que aspira ser presidente del país haya hecho una estúpida comparación entre su caballo y su mujer?
Por ello es necesario entender que el feminicidio no sólo lo cometen los hombres, sino también las instituciones cuando se convierte en una violencia de Estado. Como lo explica la carpeta informativa Feminicidios: causas, consecuencias y tendencias, elaborada por el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP), esto es cuando el Estado se vuelve cómplice de la violencia.
En este contexto que las mujeres padecen a diario, la pobreza –que afecta a más de 53 millones de mexicanos– se impone como un elemento crucial. “El feminicidio no amenaza por igual a todos los estratos sociales. La probabilidad de ser víctima de un feminicidio es particularmente alta en determinados contextos sociales, como pobreza, marginación y exclusión de las oportunidades educativas”, refiere la carpeta informativa del CESOP.
La investigación de Salvador Moreno Pérez y Kenya Lizárraga Morales agrega que, en México, la sociedad “se distingue por un muy alto nivel de violencia específica de género inscrita en la vida cotidiana. La forma extrema de violencia que representa el feminicidio”.
Del diagnóstico se desprende que el problema es tan grave y tan amplío porque es estructural. Y es que, indica, “existe un discurso de las autoridades policiacas y de funcionarios públicos que estigmatiza a las víctimas como responsables, parciales, de los feminicidios”.
Y el caso de Lesvy Berlín Osorio –asesinada en Ciudad Universitaria el 3 de mayo de 2017– es ejemplo emblemático de ello: las autoridades de la Ciudad de México –entidad considerada por muchas personas como “de avanzada” en materia de derechos de género, sexuales y reproductivos– indicó que la víctima se suicidó, en vez de investigar y perseguir al asesino.
Pero lejos de buscar justicia y no obstante que los peritajes indicaban la imposibilidad de que la joven se hubiera quitado la vida, el gobierno capitalino intentó destrozar su imagen, lo que revictimizaba no sólo a ella sino a su familia, y promovía que el caso siguiera impune.
Según la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México, la violencia feminicida “obedece no sólo a un contexto de cultura machista y misógina arraigada, sino también a una serie de factores sociales, económicos y políticos (discriminación por género, impunidad, condición social, edad, etnia y criminalidad, entre otros) que sistemáticamente vulneran todos los derechos de las mujeres al extremo de poner en peligro su integridad y causar su muerte”.
Y esa muerte es excesivamente cruel. El CESOP refiere que los feminicidios revelan métodos brutales mediante los cuales los cuerpos de las mujeres son sometidos para privarlas de la vida; también evidencia que los agresores plasman el odio hacia las víctimas a través de la destrucción de sus cuerpos.
Aunque los feminicidios ocurren en todo el país, hay entidades donde esta violencia es peor. De enero a junio de 2017, el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio registró 914 asesinatos de mujeres en el Estado de México, Ciudad de México, Morelos, Guanajuato, Nuevo León, Jalisco, Oaxaca, Sonora, Chihuahua, Puebla, Coahuila, Sinaloa, Campeche, Hidalgo, Chiapas, Quintana Roo y Colima.
Pero la organización no cuenta con información de estados como Guerrero, Tamaulipas, Veracruz y Michoacán, con un alto índice de violencia feminicida.
Según el Observatorio, sólo el 49 por ciento de los casos que sí conoció es investigado como feminicidio, a pesar de que desde 2015 la Suprema Corte de Justicia de la Nación determinó –en la sentencia 554/2013, sobre el caso de Mariana Lima Buendía– que “todas las muertes violentas de mujeres deben ser investigadas como feminicidios, con perspectiva de género y con base en los estándares internacionales más altos”.
También, que en todos los casos es necesario recolectar y salvaguardar la evidencia para determinar si la víctima sufrió de violencia sexual o si ésta vivía en un contexto de violencia. Y que la inacción y la indiferencia del Estado ante los casos llevan a la revictimización y discriminación, por lo que los responsables deben ser sancionados.
Lamentablemente nada de eso pasa y si se es niña, adolescente o mujer en México, parece cuestión de suerte no ser víctima de violencia de género, violaciones sexuales y feminicidio.
Nancy Flores
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: AGENDA DE LA CORRUPCIÓN]
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