La Habana, Cuba. Toda la violencia posible se concentró en los días que sucedieron al derribo en abril de 1994 del avión presidencial, en el que perecieron los mandatarios de Ruanda y Burundi, Juvénal Habyarimana y Cyprien Ntayamira.
Esos jefes políticos regresaban el 6 de abril de ese año de una reunión en Tanzania, donde se abordó el tema de la paz entre la guerrilla del Frente Patriótico Ruandés (FPR) y el gobierno de Kigali. La muerte del gobernante hutu destrozó un posible entendimiento entre los dos rivales y constituyó un argumento básico para los grupos extremistas.
Las investigaciones periciales tras el magnicidio indicaron que el ataque al avión presidencial de Habyarimana se ejecutó desde un área de los remanentes del Ejército, aunque se quiso responsabilizar a la guerrilla, acusación que nunca se probó. De hecho, los militares y las milicias extremistas estaban perdiendo la guerra; se percibía un final que ningún tipo de negociación entre el gobierno y el Frente Patriótico Ruandés podría cambiar y menos cuando los insurgentes ya controlaban parte de la capital.
Los grupos paramilitares echaron a andar una maquinaria de destrucción basada en preceptos de la limpieza étnica, pero en su irracionalidad no sólo fue contra los ciudadanos tutsis, sino que se extendió a todos los que asumían una conducta política moderada, fuera de cualquiera de las dos comunidades. Un fenómeno racista, cuya semilla se sembró en tiempos de la colonización, germinó en pleno siglo XX como dramática expresión de la lucha por el poder. La sorprendente brutalidad que le acompañó marcó nuevos compases luctuosos en el concierto africano, y con lo cual, además, sentó un terrorífico precedente.
El genocidio de Ruanda constituyó la culminación de un proyecto criminal calculado, en el cual el detonante (el magnicidio) era sólo una parte del engranaje en un país con complejas relaciones interétnicas y desde donde el conflicto armado interno irradió al resto de la región de los Grandes Lagos.
Fuentes nacionales indicaron que la preparación de las masacres comenzó alrededor de 1991, cuando los radicales hutus, comandados por Habyarimana y uno de sus coroneles, Théoneste Bagosora, formado militarmente en Bélgica y Francia, elaboraron los documentos fundamentales para realizar acciones antitutsis.
También se señala la actuación de Anatole Nsengiyumwa, quien trabajó en la creación de un grupo dentro del ejército llamado Amasasu (“bala” en kinyaruanda), encargado de integrar una facción para enfrentar a los destacamentos del FPR, que para 1994 estaba consolidado y hacía peligrar la estructura del poder.
No hubo contención, los homicidas cebaban su sevicia en poblados y zonas que, incluso, se mantenían relativamente al margen de la guerra civil e incluso asaltaron entidades humanitarias, como ocurrió en Kibuye.
La élite hutu –la más radical– llamaba a exterminar a los que identificaban como “las cucarachas tutsis” decapitándoles, amputándoles partes de sus extremidades hasta desangrarlos, golpeándolos con garrotes o cortándoles con machetes. Las violaciones y el asesinato masivo en áreas cerradas para evitar huidas de víctimas, fueron otros métodos.
El panorama era sobrecogedor, en las carreteras se colocaron puntos de control, donde aniquilaban a los tutsis. Una y otra vez perecían asesinados a disparos o macheteados y a esa carnicería se sumaban pobladores que en tal situación se transformaron en verdugos de hasta sus propios vecinos hutus moderados.
Conforme con centenares de testimonios recogidos en actas de procesos judiciales, integrantes de agrupaciones religiosas también apoyaron la masacre, al entregar a las facciones radicales o a integrantes del Ejército a tutsis refugiados que se hallaban al abrigo de dependencias de culto.
Era una falange mayormente hutu que aniquiló a individuos de las dos comunidades que asumían una conducta política moderada y/o eran opositores a Habyarimana y cercanos al FPR. Las masacres avanzaron a paso de gigante, en solo 100 días hubo entre 800 mil y 1 millón de muertes.
No obstante, a la venganza inicial ejecutada por los efectivos de la Guardia Presidencial hutu, lanzada en una carrera descomunal a capturar y asesinar tutsis, continuó la presunta revancha de los grupos paramilitares por el magnicidio, cuando aún permanecía confuso quiénes eran los culpables de derribo del avión.
El periodista español Alfonso Armada narró un episodio: “Ayer fueron repatriados los cadáveres de los 10 soldados [belgas] asesinados al día siguiente del magnicidio. Los 10 ataúdes escondían un terrible secreto: antes de morir las tropas hutus les arrancaron los ojos, les cortaron los tendones y los desfiguraron por completo”.
La referencia era sobre la muerte de los cascos azules de la escolta de la primera ministra ruandesa Agathe Uwilingiyimana y su esposo, todos fueron víctimas de efectivos de la Guardia Presidencial. El crimen contra los militares europeos condujo a la retirada de soldados belgas del contingente de la Misión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Ruanda.
Testimonios de víctimas y sobrevivientes del genocidio recuerdan casos como el de Kibuye, donde varios miles de ciudadanos fueron masacrados en el curso de una sola matanza. Allí el gobernador ordenó a los gendarmes conducir a la gente que él había elegido para ser asesinada a dos lugares: la iglesia y el estadio. El funcionario dijo a las víctimas que ese movimiento era por su seguridad, que estarían protegidos de la violencia, pero un par de semanas después del traslado a esos dos lugares fueron atacados por la policía y la milicia que les custodiaban y debían ofrecerle protección.
Hechos como ese se repitieron en el pequeño país, donde la guerra civil y la lucha por el poder destrozaron las premisas de la convivencia, la armonía, la solidaridad humana y crearon un monstruo, el cual pasado el tiempo aún es difícil de desmontar, y pese a todas las legislaciones y tribunales especiales, imposible de olvidar.
El episodio ruandés desencadenó una crisis subregional que transformó la dinámica del área y cuyo próximo foco de conflicto pasaría a ser el territorio congoleño a partir de 1997, luego de que la ONU y las tropas francesas realizaron la Operación Turquesa para detener al FPR, que perseguía a perpetradores del genocidio de Ruanda.
En aquel entonces la guerrilla declaró que la presencia de soldados galos en sus zonas se interpretaría como una invasión y que esa misión se ejecutaba para salvar al gobierno ruandés, al cual París apoyaba con anterioridad con armas y fondos financieros.
Julio Morejón/Prensa Latina
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