Yosoyuxi, Oaxaca. Quizás porque sólo se trató del crimen de un líder indígena triqui y de su esposa, quienes luchaban por la autonomía de los pueblos indios, al funeral de Timoteo Alejandro Ramírez y de su esposa Tleriberta Castro no asistieron políticos ni funcionarios públicos. Tampoco llegó a dar el pésame el gobernador priista oaxaqueño, Ulises Ruiz, ni su secretario General de Gobierno, Evencio Nicolás Martínez. Menos se apareció al entierro algún representante del panista Felipe Calderón. También brillaron por su ausencia legisladores federales y locales de los partidos políticos. Esta vez nadie acudió en busca del voto electoral de los dos indígenas muertos.
A su entierro en el panteón de Yosoyuxi sólo acudió el pueblo triqui que defiende con su vida la autonomía del Municipio de San Juan Copala. Mujeres, niños, ancianos y hombres indígenas de los pueblos de la región mixteca, que por decenas de años han sido explotados, humillados, ofendidos, heridos y asesinados, participaron en el cortejo fúnebre.
No necesitaron la ayuda ni el apoyo de nadie para enterrar a sus muertos.
Los pueblos indígenas del país y la comunidad triqui están de luto. El principal líder de la región de la mixteca oaxaqueña fue asesinado el 20 de mayo, en su propia casa y en presencia de su pequeña hija Belén, de apenas cuatro años de edad. Balazos y machetazos en cabeza y cuerpo quitaron la vida al carismático dirigente y a su joven esposa, por defender la autonomía del pueblo triqui y exigir el cese de la represión y explotación de los pueblos indios a manos de políticos corruptos y caciques mestizos, principalmente priistas.
Se llamaba Timoteo y le decían Timo sus compañeros de lucha. Él se esforzaba en buscar la paz de la región por medio del diálogo. Pedía no usar las armas en contra de sus hermanos indios, aunque defendía y exigía su derecho por alcanzar la autonomía de los pueblos.
Se oponía a que políticos y caciques siguieran robándose el dinero público que les pertenecía a las comunidades. Señalaba a los dirigentes que se enriquecían con el trabajo de los indígenas. Criticaba a los líderes políticos por adquirir grandes casas y vehículos de lujo con el dinero del pueblo. Rechazaba a todos los partidos políticos que sólo buscaban a los indígenas cuando necesitaban el voto en los procesos electorales. Tal vez lo más importante que pedía Timo es que el gobierno dejara de comprar las armas que repartía a indígenas para que se mataran entre ellos.
Ésa era la lucha que al final de su camino convirtió a Timoteo Alejandro Ramírez en un peligroso hombre para el sistema priista de la región. Abrirle los ojos a su pueblo le significó ser acribillado, junto con su esposa Tleriberta Castro, a punta de machete y pistola en un operativo de infiltración paramilitar que duró meses y tal vez años en su planeación, y que sólo se entiende pudo salir desde las más altas esferas del poder político de este país. Un crimen de Estado, pues.
Esperar ahora justicia en estas condiciones, con un gobierno estatal priista calificado por luchadores y organizaciones sociales como represor, prácticamente es imposible. Menos que haya una pronta y justa investigación, pues los servidores públicos que pudieran estar involucrados en la autoría intelectual no se investigarán a sí mismos, aunque ya sean señalados por los mismos indígenas triquis.
Timoteo dejó huérfanos a 10 hijos, de cuatro a 20 años de edad. También dejó huérfanos a miles de triquis que veían en él a un hombre justo y honesto que perdió la vida por servir a su pueblo.
Con su muerte, la esperanza de pacificar la región se agota y los indígenas, como las 100 familias que sobreviven desde hace seis meses al infierno de San Juan Copala, tendrán que soportar aún más la represión, el hostigamiento, la amenaza y la muerte, sin que hasta ahora autoridad alguna se interese por las vidas de cientos y miles de indígenas que llevan muchos años de resistencia. Descansen en paz estos indígenas asesinados.
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