Este año será de pedir perdón a los pueblos indígenas por las atrocidades cometidas en su contra hace 500 años. Diversos actores políticos pronunciarán vehementes discursos sobre el genocidio, el despojo, la explotación, el desprecio y el racismo que padecieron.
Pero será también el año en que el Estado mexicano confirmó ese mismo trato medio milenio después. Sólo que ahora desde una perspectiva de conmiseración y lástima, pues en enero pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), al discutir la constitucionalidad de la Ley Minera, tuvo la oportunidad de que, de una vez por todas, los pueblos indígenas adquirieran en las leyes y en los hechos el lugar que sólo los discursos les otorgan. Pero el trato no podía ser más elocuente para reflejar la ignorancia y el menosprecio con que a la fecha son considerados: “población vulnerable” y no sujetos de derecho.
En una agenda política y mediática que invisibiliza a los pueblos indígenas, casi de noche pasaron los sorprendentes argumentos con que los ministros de la SCJN avalaron, el 13 de enero, la “constitucionalidad” de la Ley Minera. Los grandes empresarios del ramo pudieron suspirar tranquilos luego de que quedó en pie una legislación hecha a su gusto, que “regula” el saqueo de los territorios indígenas.
Incluso algunas direcciones jurídicas de dependencias del gobierno federal no dieron crédito a lo que resolvió la SCJN, ya no mencionemos la indignación entre los movimientos sociales y las organizaciones defensoras de derechos humanos.
El máximo tribunal del país revisó la constitucionalidad de la Ley Minera, luego de que le pueblo masehual o nahua de la Sierra Norte de Puebla iniciara, a principios de 2015, acciones para defender su territorio de las concesiones mineras otorgadas por la Secretaría de Economía durante los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Llevó un lustro el proceso para que la Corte discutiera el hecho con los resultados señalados.
Los ministros tuvieron que esforzarse para envolver su sentencia en una interpretación técnica, más formal que de fondo. Calificó su propio trabajo como “concreto” y “objetivo” y “no subjetivo”. Un galimatías para tratar de justificar la aseveración de que la Ley Minera no se relaciona de manera objetiva y directa con los pueblos indígenas ni con la libre determinación y autonomía de los mismos.
Sin embargo, por más malabares discursivos, lo realmente concreto es que la Ley Minera impacta directamente en los pueblos indígenas, toda vez que las concesiones que se otorgan son sobre sus territorios.
La Ley Minera data de 2014, cuando los partidos Revolucionario Institucional (PRI), Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD) aprobaban la profundización del neoliberalismo en el país. Esta Ley es sobreviviente, en plena “4T”, del Pacto por México que firmaron los partidos señalados.
Por supuesto, la elaboración de esta Ley no contó con un mecanismo de consulta y participación de los pueblos indígenas aunque les afectara claramente. Ello violó lo que la propia Constitución dispone para asuntos que incidan de manera directa en las vidas de los pueblos, tribus y naciones que constituyen México. Para la Corte no se trata de un problema de constitucionalidad, sino de legalidad. Y ese tipo de problemas tendrán que ser resueltos particularmente por tribunales colegiados. Es decir, ante cada concesión minera, cada comunidad deberá iniciar procedimientos engorrosos para que cada caso sea resuelto individualmente por los tribunales colegiados correspondientes.
¿Quiénes ganan? Las mineras. Y en cierta medida también el Poder Judicial, que tendrá la facultad de aprobar las concesiones mineras a través de los tribunales colegiados. ¿Quiénes pierden? Ah, los de siempre, los pueblos indígenas.
Se hizo oficial, los originarios de este país sólo son un accidente en el territorio nacional, tal y como las molestas orografías que hay que moldear con dinamita y excavadoras o como las tempestades que vienen y se van con cada temporada de aguas. Pero nada que pueda detener los negocios, privados y públicos. Son molestias a superar por los abnegados inversionistas y especuladores de tierras. Es eso lo que finalmente determinó la Suprema Corte.
Vendrán discursos e incluso recursos para “resarcir” a unos pueblos indígenas y condenar a otros. Bienvenido el enaltecimiento de la aguerrida Tribu Yaqui, pero que no se haga sobre sus hermanos yoremes mayos de Sonora y Sinaloa, que padecieron exactamente las mismas injusticias pero, peor aún, se les quiere desaparecer ya no digamos de las efemérides, sino de la memoria.
Vienen una temporada de ceremonias sobre la “grandeza” de los indios muertos y la “herencia” que nos dejaron. Pero los vivos no tienen certeza de que su siguiente generación podrá conservar sus territorios y, por lo tanto, seguir viva.
A los pueblos indígenas les están cerrando los espacios legales para defender sus territorios, y luego se escandalizarán de los mecanismos de resistencia que deban emprender.
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