Jordi Vaquer*
Hubo un tiempo –que ahora parece lejano pero no lo es tanto– en el que la Unión Europea llegó a verse a sí misma como una fuerza para el bien, un actor internacional más interesado en transformar el entorno global a su imagen y semejanza que en saciar a corto plazo su apetito de seguridad y materias primas. En el fallido texto de la Constitución Europea se creaban unas instituciones con un mandato claro y normativo, encuadrado en unos valores compartidos y con vocación universal. Con audacia, Europa inventaba nuevas maneras de afrontar los problemas: integrar a los vecinos de modo progresivo en una red de normas compartidas e intereses entrelazados; liderar con el ejemplo la lucha contra el cambio climático; fijarse en la seguridad de las personas y no sólo en la de los Estados; convertirse en un nuevo tipo de potencia global, sin enemigos declarados, seduciendo en vez de amenazar. La realidad ha tardado poquísimos años en alcanzar este sueño europeo y hacerlo añicos. Nos ha despertado una crisis brutal que ha convertido a Europa en lo que menos hubiésemos pensado: el eslabón débil, la costura gastada por la que podría acabar reventando una parte importante del sistema económico global. La desorientación y desunión de los europeos se ha convertido en amenaza para el mundo entero y, claro está, para nosotros mismos.
En medio de este panorama, los gobiernos no alcanzan a ver mucho más allá de la siguiente elección (sea local, regional o nacional) y del diferencial con el bono alemán. Cumbre tras cumbre, y ya van unas cuantas desde la quiebra de Lehman Brothers hace 3 años, los líderes se conforman con colocar paños calientes sobre heridas sangrantes que no tienen ningún viso de cicatrizar, sólo para encontrarse con una nueva emergencia a las pocas semanas. Se suceden mal llamadas “reformas estructurales” a sabiendas de estar simplemente lanzando carnaza a una bestia sin visos de saciarse pronto.
Como en los dibujos animados, la maquinaria europea ha seguido corriendo por un tiempo sin darse cuenta de que se le acabaron los rieles bajo las ruedas; al estilo de una película de acción, aguardamos suspendidos en el aire en el vagón europeo sin saber si caeremos todos en el abismo o si, por la mínima, llegaremos al otro lado por una combinación de inercia y suerte casi milagrosa. Dentro de este vagón, peligrosamente escorado a la derecha, cada uno intenta salvarse por su lado, haciéndolo zozobrar con violencia cada vez mayor.
Esta Europa deslavazada es un auténtico peligro para la economía mundial. También es, paradójicamente, la tabla de salvación de todos los Estados miembros, incluida la poderosa Alemania. No queda otra que ponerse de acuerdo, sin malas excusas electorales. Tirar por la borda a los ciudadanos y sus derechos no parece que vaya a poder seguir siendo una opción. Es hora de que todos los que vamos a bordo nos orientemos en una dirección. La austeridad y los recortes sin límite no han detenido la hemorragia. Ha llegado el momento de la solidaridad y del nuevo impulso al crecimiento. Dos principios, por cierto, que fueron seña de identidad de la mejor Unión Europea, la que unificó al viejo continente y alumbró el sueño de trabajar juntos por un mundo más parecido a esta Europa próspera, unida y en paz.
*Analista político y periodista
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