La gobernabilidad de México ya es un asunto del pasado. La reciente cancelación de una gira del presidente Enrique Peña Nieto a Reynosa, Tamaulipas, es el más emblemático ejemplo de cómo el gobierno federal perdió –si es que alguna vez intentó llevar a cabo– la llamada “guerra” contra el crimen organizado.
Y es emblemático porque Peña Nieto es la persona con la mayor seguridad en México, ni más ni menos. Ni Carlos Slim, el segundo hombre más rico del mundo, cuenta con un aparato de custodia como el del presidente.
Tan sólo en el Estado Mayor Presidencial –descrito oficialmente como el órgano técnico militar que tiene como misión fundamental proteger al presidente– hay 2 mil 21 efectivos a su disposición, de los cuales 1 mil 586 son integrantes de las tres Fuerzas Armadas, 52 policías y 383 civiles.
Según el gobierno, el 82 por ciento del personal militar corresponde al Ejército Mexicano, el 9 por ciento a la Armada y el otro 9 por ciento a la Fuerza Aérea; y en su composición hay varias jerarquías: 12 son generales o almirantes, 187 son jefes o capitanes, 550 son oficiales y 836 son de tropa o clases y marinería.
El equipo de seguridad para Peña no acaba ahí: el Estado Mayor es permanentemente apoyado por las Unidades de Guardias Presidenciales del Ejército y de la Armada, que suman un total de 6 mil 26 efectivos.
Y si bien sólo una fracción de ese equipo de seguridad se traslada con él a sus giras, es siempre la persona con más guardaespaldas: su primer círculo se conforma por un equipo de élite, cuyos miembros están dispuestos a repeler ataques armados con sus propios cuerpos, antes que una bala hiera al presidente.
Después hay varios anillos de seguridad, que se extienden a su alrededor mucho más allá de esa guardia visible, e incluyen militares vestidos de civil que se mezclan con los asistentes y francotiradores, cuando se trata de lugares abiertos.
Aunado a lo anterior, los preparativos para el arribo del mandatario se hacen semanas antes e involucran a otras fuerzas, como los aparatos de inteligencia civil –Centro de Investigación y Seguridad Nacional– y militar –Sección Segunda del Ejército– y las instituciones de seguridad locales.
Para el caso de la frustrada visita de Peña a Reynosa, todo ese protocolo se cumplió. De la información del diario Reforma se desprende que la cancelación de la gira fue decisión del Estado Mayor Presidencial, seguramente porque en ese reconocimiento previo se identificó una grave amenaza. Y esto es una confirmación de la crónica ingobernabilidad que se padece en el país.
“La semana pasada, personal de la Presidencia y seguridad de Peña acudió al punto donde se realizaría el acto protocolario, y, de acuerdo con fuentes de Los Pinos, la organización se dio en un clima de tensión, pues todo el tiempo estuvieron resguardados por al menos una veintena de militares”, informó la reportera Érika Hernández (“Cancela Peña gira a Reynosa por violencia”, Reforma, 27 de enero de 2018).
Sin duda, la protección que se le provee a Peña Nieto es la más eficaz y, a la vez, la más costosa. Y además, a diferencia del ciudadano común, el presidente viste costosos trajes blindados y cobra un bono de riesgo anual, pagado con los impuestos exprimidos al pueblo.
Así que cabe preguntarse, ¿con qué cara el presidente pide a los tamaulipecos que arriesguen a diario la vida para ir a trabajar, a la escuela o a sus actividades de esparcimiento, si él, con esa custodia, no se atrevió a pisar Reynosa?
Y eso no sólo en Tamaulipas, sino en cualquier rincón del país, dominado por la violencia criminal y del propio Estado (como el caso de desaparición forzada del adolescente Marco Antonio Sánchez, quien ahora ya no recuerda nada debido a un grave traumatismo sufrido durante la detención arbitraria, a manos de la Policía de la Ciudad de México).
Y el hecho de que Peña no pueda visitar Reynosa a causa de “la violencia” nos lleva a preguntar para qué ha servido entonces la tal “guerra” contra el narcotráfico. Y la respuesta es para crear y perpetuar la violencia y la impunidad. Sólo para eso.
Si el gobierno realmente estuviera comprometido a combatir al crimen, pues es obvio que perdió: más de 80 mil civiles asesinados, 30 mil desaparecidos, 250 mil desplazados por violencia, torturados y demás saldos en su administración dan cuenta de ello.
En términos de la industria, pese a sus luchas intestinas por el control de los territorios y mercados, los nueve grandes cárteles mantienen el poderío a nivel internacional: en estos años, han afianzado su liderazgo en la exportación de drogas de diseño, particularmente de cocaína, heroína y metanfetaminas, a países de los cinco continentes.
El mayor mercado mundial, Estados Unidos, es abastecido por los narcotraficantes mexicanos, en estrechas alianzas con pandillas y grupos locales. Las relaciones de estos criminales se han detectado incluso con las mafias internacionales más poderosas, como la italiana ’Ndrangheta, la japonesa Yakuza o el colombiano Cártel de Cali.
De esta manera, las detenciones, encarcelamientos, ejecuciones o extradiciones de líderes no han significado un golpe letal al negocio. Por el contrario, han atomizado los grupos a tal punto que se han contabilizado más de 200 células y pandillas ligadas al tráfico de estupefacientes.
La militarización y los enfrentamientos entre militares y civiles armados no significan realmente que se esté combatiendo el crimen y todos los delitos de alto impacto asociados a éste (como las ejecuciones, desapariciones, secuestros, cobro de piso, lavado de dinero, tráfico y posesión de armas, etcétera).
Pues es un hecho que un combate franco requiere del desmantelamiento de todo lo que hace posible el crimen, sobre todo de las redes de protección y blanqueo de capitales que se enquistan en los círculos más poderosos e impunes del país.
Y eso es precisamente lo que el gobierno no ha tocado: el sector empresarial y político gubernamental involucrados en este “negocio” no han sido investigados; menos aún, juzgados o sentenciados por sus crímenes. Muchos de ellos, verdaderos cabecillas de los cárteles.
Es por ello que cientos de compañías que lavan dinero, muchas del sector bancario financiero, son las mejores fachadas del crimen organizado. Pues incluso cuando se les juzga en otros países por su asistencia a narcotraficantes, en México no se les condena (recuérdese el caso del HSBC, que blanqueó dinero al Cártel de Sinaloa, según una investigación del gobierno estadunidense).
El lavado de dinero es uno de los delitos con mayor índice de impunidad en el país, pese a que el recurso económico es el elemento que les permite a los criminales comprar armas de alto poder, reclutar masivamente sicarios y halcones, tener casas de seguridad, corromper autoridades, etcétera.
Así, queda claro que la administración federal nunca tuvo la voluntad de enfrentar esa lucha, porque la rentabilidad criminal sostiene una parte importante de la economía. Autoridades del país vecino calculan que, cada año, los narcotraficantes mexicanos lavan entre 6 mil millones y 39 mil millones de dólares (entre 109 mil 200 millones y 709 mil 800 millones de pesos al año, a un tipo de cambio de 18.20 pesos por dólar) sólo por ventas en Estados Unidos.
Y de eso, lo que confisca la autoridad es realmente ridículo: en 2017, la Procuraduría General de la República decomisó un equivalente a 1 mil 635 millones de pesos en bienes inmuebles, avionetas, automóviles y joyas, así como dinero en efectivo y en cuentas bancarias (Excélsior, 18 de diciembre de 2017).
Como nunca, se revela la farsa que ha sido la supuesta “guerra” contra el narcotráfico, principal política pública en este gobierno y en el de Felipe Calderón, que lo único que ha generado es miles de víctimas de graves violaciones a los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad por doquier.
Nancy Flores
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