Es evidente que lo que llaman despectivamente, desde la derecha, el “populismo” latinoamericano –y que nosotros preferimos llamar opciones nacional-populares–, atraviesa un momento de dificultades. La derecha ha pasado a la ofensiva y reconquistado espacios de los cuales fue desplazada por lo que podríamos catalogar de avalancha nacional-popular, en la primera década del siglo XXI.
Tras casi 20 años de iniciado, el proceso nacional-popular (progresista, o posneoliberal o de izquierda, como quiera llamársele) debería hacer un balance para identificar pros y contras, aciertos y yerros, fortalezas y debilidades, a fin de consolidar propuestas hacia el futuro. Es necesario e importante.
Durante las dos primeras décadas del siglo XXI, América Latina se transformó en el principal referente de alternativas frente al neoliberalismo. De su éxito o fracaso dependen en mucho las posibilidades de expansión o restricción de experiencias similares en la propia América Latina y en otras partes del mundo, especialmente en Europa.
La demostración positiva que el éxito de dichas experiencias pudiera tener eventualmente en el mundo, fue clara y tempranamente detectado por la derecha. No se trató, solamente, de defender intereses locales en cada país sino, más ampliamente, de frenar las posibilidades de expansión de “la mancha” progresista. El ascenso de las opciones nacional-populares tomó desprevenida a la derecha. Luego del derrumbe del “socialismo real” entre 1989 y 1991 –año del destrame definitivo de la Unión Soviética–, prevaleció en ella el triunfalismo y el pesimismo en las izquierdas.
El triunfo de Hugo Chávez en Venezuela fue una campanada inesperada, no porque en Venezuela no se vivieran las condiciones objetivas que propiciaran un cambio de rumbo, sino porque las subjetividades estaban teñidas por el pesimismo y el derrotismo. Tanto es así que, incluso desde la izquierda, el arribo de Chávez al poder fue visto con escepticismo. En América Latina sólo Fidel Castro quebró lanzas por él, incluso antes de que ganara las elecciones de 1998.
El perfil del nuevo régimen venezolano sorprendió y encendió las esperanzas; cambió la subjetividad prevaleciente y se transformó en una ola con repercusiones continentales. Se convirtió, más tarde, en un símbolo sintetizado en un concepto: el chavismo.
La derecha sostiene que el chavismo polarizó nuestras sociedades. Falso. Lo que hizo fue evidenciar las diferencias existentes, que parecían naturales de tanto convivir con ellas, y mostrar que no había necesidad de esperar por el ansiado desarrollo –que prometían eternamente las élites oligárquicas– para solucionarlas.
El chavismo fue un hecho decisivo, una esperanza. Abrió una nueva época. Después siguió lo que siguió: Brasil Ecuador, Argentina, Paraguay. Independientemente del valor del kirschenismo o del lulismo, el chavismo fue el detonante, durante la vida de Chávez, quien –como pedía el Che– halaba a los demás desde adelante y no empujaba desde atrás.
En América Latina, el continente más desigual del mundo, las políticas que impulsaron los gobiernos de esta oleada mostraron a las grandes mayorías que sí se podía, que la postración no era una maldición bíblica de la cual no podía escaparse. Por eso no sólo les dieron su apoyo sino que se incorporaron a los espacios de participación que se fueron abriendo. No sólo fueron objeto sino sujetos activos del nuevo rumbo.
El empoderamiento de los más, de esas mayorías hasta entonces siempre postergadas, fue visto como “igualamiento” abusivo por quienes estaban acostumbrados a disfrutar los frutos del progreso sólo para ellos. La arremetida ha sido brutal contra todos, pero especialmente contra Venezuela; en primer lugar por constituir un símbolo, pero también por otras razones, algunas de ellas perfectamente conocidas, como la de ser un país riquísimo en recursos naturales, y también de enorme valor geoestratégico en la confluencia entre la masa continental y el Caribe.
La arremetida ha tenido éxito parcial en algunos países. Argentina y Brasil son los ejemplos más claros y conocidos, pero hay otros menos evidentes, tal vez más silenciosos, como lo que parece estar ocurriendo en Ecuador, donde la presidencia de Lenín Moreno asume posturas conciliadores con quienes apoyan abiertamente al neoliberalismo.
Pero no lo tienen fácil. En Argentina, Cristina Fernández lanza su candidatura al Congreso, donde realizó, por demás, buena parte de su ya larga carrera política y seguramente será, quién lo duda, la base para volver en algún momento a disputar, con buenas posibilidades, la presidencia de la república. En Brasil, Lula es el político más apoyado, el más querido, el que tiene mayores posibilidades de ganar las próximas elecciones de 2018. En Venezuela, las elecciones para la Asamblea Nacional Constituyente mostraron el apoyo masivo que sigue teniendo –a pesar de todas las dificultades– la Revolución Bolivariana.
Contra todos ellos, contra Cristina, contra Lula, contra las elecciones venezolanas hay una campaña furibunda, terriblemente agresiva y violenta. Es la guerra. Sólo así puede verse, como la guerra. Pero es una guerra en curso en la que a veces se pierden batallas y otras veces se ganan.
Los fantasmas de eso que la derecha ha llamado el “populismo” latinoamericano están resultando muy duros de matar. Cuidado y no se les agüe la fiesta a quienes han echado las campanas al vuelo. Porque las grandes mayorías “han echado a andar, y su paso de gigante…” (a buen entendedor, pocas palabras).
Rafael Cuevas Molina*/Prensa Latina
*Historiador, novelista, presidente de la Asociación para la Unidad de Nuestra América en Costa Rica
[OPINIÓN]
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