Categorías: Radar Geopolítico

Turquía abandona a Bashar Assad

Publicado por
Alfredo Jalife-Rahme *

Beirut, Líbano. Ahora que me encuentro en la capital libanesa –un centro de monitoreo inigualable de todo Oriente Medio– me ha tocado vivir y proseguir in situ los eventos regionales.

Después de la espectacularidad de la Revolución del Jazmín, del extático paradigma tunecino, que se cobró como primeras víctimas a los sátrapas de Túnez y Egipto, las fuerzas contrarrevolucionarias ultraconservadoras –al estilo tanto del Thermidor, durante los vaivenes de la Revolución Francesa de 1789, como de la vigorosa reacción represora al alzamiento transeuropeo de 1848– se agruparon vigorosamente para someter las veleidades libertarias del movimiento por la democracia, que ha vuelto a tomar su segundo aire expansivo en Yemen con la defenestración del dictador Abdala Ali Saleh (hoy, en los cuidados intensivos hospitalarios de Arabia Saudita, después de casi 33 años de control del poder absoluto).

Dos días antes de las elecciones en Turquía, que consolidan por tercera ocasión consecutiva al Partido de Justicia y Desarrollo en el poder –que profesa un islamismo “moderado” muy preciado por la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN (de la que el antiguo imperio otomano es el único miembro mahometano)–, el popular primer ministro Recep Erdogan movió el tapete geopolítico al atribulado presidente sirio Bashar Assad, mediante una severa condena: calificó de “salvajería” la represión sanguinaria de los rebeldes sirios en algunas ciudades de la transfrontera turca, lo cual ha forzado un éxodo de alrededor de 4 mil opositores en el país vecino.

Las relaciones entre los dos vecinos, Turquía y Siria –que han sufrido más descensos que ascensos–, se han vuelto a tensar y operan ya en sentidos francamente opuestos.

En forma delirante, Debka, el portal de corte desinformativo del Mossad (los encargados del espionaje israelí), prácticamente festeja la inminente guerra de Turquía contra Siria.

El “factor kurdo” –que busca desde el Tratado de Sèvres su independencia y que es susceptible en dislocar a varios países (a las mismas Turquía y Siria, así como a Irak e Irán)– ha vuelto a ofuscar las relaciones bilaterales entre Ankara y Damasco.

Días antes a la represión siria en las ciudades aledañas a Turquía, el gobierno de Erdogan había sido anfitrión en Antalya, una ciudad costera al Mar Mediterráneo, de un núcleo opositor al gobierno de Bashar Assad y que abiertamente reclama “el cambio de régimen”.

En el cónclave opositor de Antalya llamó poderosamente la atención la ausencia supuestamente de los kurdos (que constituyen el 10 por ciento de la población siria, si no es que más, desparramado primordialmente en la transfrontera sirio-turca): error visceral, para decir lo menos, que fue aprovechado por el presidente Bashar Assad, quien ni tardo ni perezoso convocó a los sunnitas kurdos a tomar un café a Damasco.

Después de que Siria, primero, abrigó a los kurdos del Partido del Trabajo –cuando existieron momentos en los que estuvo a punto de enfrascarse en una guerra contra Siria– y, luego, los sacrificó para reconciliarse inesperadamente con el popular primer ministro turco, hoy, después de la afrenta del cónclave opositor en Antalya, las relaciones tormentosas entre los dos vecinos parecen haber retornado al statu quo de antes.

Turquía parece haberse movido del lado de la oposición siria –básicamente de la poderosa cofradía de los Hermanos Musulmanes (quienes representan el núcleo duro de la mayoría de los sunnitas, alrededor del 75 por ciento de la población total siria)– y empieza a abandonar al régimen de Bashar Assad, quien corre el peligro de perder un aliado indispensable.

La réplica de Siria no ha sido menor: la sacudida del “factor kurdo” que saca de quicio a los políticos de Ankara.

Bashar muy bien pudiera, en nombre de las apremiantes reformas, conceder la ciudadanía a medio millón de kurdos apátridas y sin cédulas de identidad.

El presidente sirio, quizá para modular la presión externa –básicamente la concentrada por el gobierno de Erdogan– posee varios ases de represalia letal bajo su manga: desde una guerra provocada contra Israel, pasando por una invasión del Norte de Líbano (desde donde Damasco ha acusado que proviene su desestabilización fomentada por el exprimer ministro sunnita Saad Hariri, muy cercano a los sauditas), hasta la creación en el Norte del país de una región autónoma kurda, al estilo del Norte kurdo de Irak, en la transfrontera de Turquía; una verdadera bomba atómica para Ankara, que se vería presionada por los independentistas kurdos en su interior.

El muy capaz canciller turco, Ahmet Davutoglu, alega sin sonar muy convincente que Turquía no está favor de un “cambio de régimen”, sino que se pronuncia por una “terapia de choque” mediante una serie de reformas desgarradoras sin el ominoso “cambio de régimen”, como aseveró en su entrevista a la revista Der Spiegel, de Alemania (donde reside una sustancial población de la diáspora turca).

Entonces, ¿por qué haber bautizado al cónclave opositor de Cambio en Siria? ¿Alcanzará el “cambio” la transformación del régimen anquilosado del nepotismo de los Assad, quienes representan a la minoría de los alawitas (una secta esotérica del chiísmo con alredor de entre del 10 y el 15 por ciento de la población, dependiendo de quien realice las estadísticas)?

El primer ministro Erdogan ha expuesto sorprendentemente que la situación en Siria representa también “un asunto doméstico” de Turquía, quien redefine así pomposamente sus nuevas esferas de influencia en su periferia.

El canciller Davutoglu, en su entrevista con Der Spiegel, también planteó el esquema geoenergético de diversificación de sus fuentes de abastecimiento mediante sus relaciones con Rusia, Irak e Irán.

Pareciera que los re-equilibrios geopolíticos de Turquía, en pleno despliegue de su doctrina neo-otomana, atentan contra las leyes físicas de la gravedad.

La dinámica de los eventos –cuando Turquía mantiene simultánea cuan acrobáticamente un pie en el ancien régime de Bashar Assad y otro pie con el nuevo régimen esbozado en Antalya– parece haber dejado atrás el diseño grandioso del juvenil presidente sirio de un nuevo cuadrángulo del poder geopolítico conformado por el Mar Caspio, el Golfo Pérsico, el Mar Rojo y el Mar Mediterráneo, donde Siria hubiese jugado un papel preponderante –mas allá de sus capacidades naturales– entre su intimidad con Irán y su acercamiento con Turquía.

Llamó también la atención que el portal Press TV, de Irán, haya publicado el reporte sobre un acuerdo “secreto” entre Turquía y la cofradía de los Hermanos Musulmanes sunnitas de Siria –con presunta bendición de Egipto– con el fin de derrocar al régimen sirio de Bashar Assad.

Es evidente que Turquía busca una transición democrática pacífica en Siria, que óptimamente sería dirigida todavía por el presidente sirio, a quien le queda poco, muy tiempo para salvar su atribulado régimen.

Existen varios escollos conceptuales y tangibles en el camino: la oposición siria carece de cohesión y de un programa alternativo creíble.

El problema no consiste en las inapelables reformas ni en su calidad y cantidad, sino en su timing y sincronía con todos sus vecinos, en particular con Turquía, cuyo tiempo geopolítico difiere del ritmo de Siria.

Debido al mosaico plural de la composición étnico-teológica de Siria, cualquier desarreglo en su delicada estructura y equilibrio interno no solamente exhibe un efecto multiplicador desproporcionado en todas sus fronteras de por sí incandescentes (Turquía, Líbano, Israel, Jordania e Irak), sino que, peor aún, afecta sensiblemente las correlaciones geopolíticas de fuerza.

De acuerdo con las recientes interpretaciones de sus actos, que colindan con la temeridad, es probable que la dupla Erdogan-Davutoglu haya abandonado a su mala suerte a Bashar Assad. Pero tampoco hay que subestimar el poder de daño letal del atribulado presidente sirio quien, como el humillado Sansón, puede arrastrar cataclísmicamente, voluntaria o involuntariamente, a las cinco fronteras ultrasensibles de Siria. Mucho menos habría que exagerar la capacidad de control de cierto tipo de eventos que rebasan a sus actores. De otra forma no existirían las tragedias griegas, no muy lejanas a la historia y a la geografía de esta región convulsionada y en plena transformación revolucionaria.

*Catedrático de geopolítica y negocios internacionales en la Universidad Nacional Autónoma de México

Fuente: Contralínea 239 / 26 de junio de 2011

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Alfredo Jalife-Rahme *

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