Debo haber tenido 15 años cuando leí el libro La Revolución interrumpida, ya entonces un clásico sobre la Revolución Mexicana. En su obra, Adolfo Gilly presenta una hipótesis que ahora simplifico: la Revolución Mexicana se vio truncada cuando el movimiento constitucionalista se hizo del poder. Venustiano Carranza –miembro de la clase media ilustrada– se resistió, hasta donde pudo, a acceder a las demandas de los grupos revolucionarios más radicales que pugnaban por el reparto de tierras ipso facto. Al final de la lectura, trataba de imaginarme qué hubiera pasado si Francisco Villa hubiera ganado la batalla de Celaya y no el ejército de Álvaro Obregón, o si Emiliano Zapata no hubiera sido asesinado a traición en la hacienda de Chinameca.
Los ejércitos campesinos de la Revolución perdieron, pero su impronta quedó plasmada en la Constitución del 5 de febrero de 1917, especialmente en los artículos 27 –en el que se reconoció el origen nacional de la propiedad– y 123 –que consagró los derechos de los trabajadores–. Tal vez el problema más importante que abordaron los diputados constitucionalistas fue el de la propiedad de la tierra: nadie parecía dudar de la necesidad de una reforma agraria para imponer límites a la propiedad privada.
Todos los gobiernos realizaron repartos de tierras en mayor o menor medida a partir del triunfo revolucionario; sin embargo, siempre con grandes resistencias, incluyendo muchas veces exitosos amparos promovidos por los latifundistas. Sin embargo, las circunstancias cambiaron en la década de 1930, especialmente bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas del Río. El mundo se había transformado: la Revolución rusa y su decreto de la abolición de la propiedad privada y la redistribución de los terrenos entre los campesinos eran una realidad que muchos pensaron imitar. Una década después, el mundo entero sufrió la crisis económica más importante del siglo. La chispa que prendió el polvorín fue el crac de la bolsa de Nueva York, Estados Unidos, en 1929, aunque fueron varios los factores que provocaron aquella tormenta perfecta. Buscando soluciones a la debacle, el pensamiento político y económico giró a la izquierda. En Estados Unidos, el presidente Franklin Delano Roosevelt implementó programas de asistencia económica urgente para los más pobres y se ejerció un enorme gasto público para incentivar la economía. Las medidas fueron tomadas en contra del capitalismo atroz que, a los ojos de Keynes y otros economistas de la época, permitía la acumulación de la riqueza en pocas manos y provocaba crisis cíclicas, depauperando a los más desfavorecidos.
En el imaginario nacional, la Revolución Mexicana siguió legitimando al poder. En 1938, el pináculo de los regímenes postrevolucionarios llegó con la expropiación petrolera: la Revolución recobraba su cauce. Sin embargo, el cambió más claro sobre el papel del Estado en materia de protección de las clases populares se dio a nivel internacional, bajo el consenso de la comunidad internacional reunidas en la recién creada Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1948. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos se sentaron las bases del Estado de bienestar. El modelo de Estado promovido por la ONU, que protege los derechos sociales, concibió también disuadir a los simpatizantes del comunismo de buscar una vía violenta para la igualdad sustantiva.
Pronto pareció evidente que la primera constitución social del mundo, la Constitución de 1917, se había quedado corta en materia de protección de los derechos de las clases desprotegidas. Inglaterra creó instituciones de salud de atención universal; instrumentó programas de construcción masiva de vivienda popular y se puso como objetivo el pleno empleo. Poco tiempo después, Francia, Alemania y los países escandinavos crearon sus propios modelos de Estado social o de bienestar, todos buscando la redistribución del ingreso. Tras la caída de las dictaduras en España, Portugal y Grecia, sus congresos hicieron lo propio, estableciendo expresamente modelos de Estado que ponen los derechos sociales por encima de los modelos económicos.
Aquí, el crecimiento económico sostenido llegó a conocerse como milagro mexicano, mismo que permitió al gobierno crear instituciones de salud que, aunque nunca tuvieron una vocación universalista como en Europa, atendieron a la clase trabajadora formal y a la creciente clase media burocratizada. Era un México en el que se seguía hablando de justicia revolucionaria y del Estado creado en 1917. Sin embargo, la crisis cíclica estudiada por Karl Marx atacó al país de nuevo con virulencia en las décadas de 1970 y 1980. Esta vez, el gobierno se encontraba deslegitimado por la matanza estudiantil de 1968 y por varios escándalos de corrupción. Incluso la mística revolucionaria de la clase política desapareció.
La década de 1980 representó un nuevo giro en la política internacional, regresando a una economía de mercado. La Unión Soviética se desmoronó y las ideas marxistas empezaron a percibirse rancias; China implementó medidas de apertura económica bajo la batuta del presidente Deng Xiaoping. La “moda” del momento no era ya hacer justicia social. En Estados Unidos y en Inglaterra, con Ronald Reagan y Margaret Thatcher a la cabeza, se combatió a los sindicatos y se promovió la idea de la responsabilidad individual del infortunio. Sin embargo, el nuevo pensamiento echó sus raíces más profundas en los países periféricos. Chile, el ejemplo de la desregulación y de la privatización masiva, inició su proceso regresivo liberal tras el golpe al gobierno de Salvador Allende (financiado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos).
En México, bajo la presidencia de un economista egresado de la Universidad de Harvard, se impuso un modelo neoliberal. Carlos Salinas de Gortari decretó el fin del reparto agrario al tiempo que argumentaba el fracaso que había representado la figura del ejido. Se determinó, bajo un frío análisis económico, el desmantelamiento paulatino de varias instituciones de protección social, la privatización de las minas y de gran parte de la industria pública nacional. La crisis económica de 1994 justificó la venta de Ferrocarriles Nacionales y la reforma al sistema público de pensiones. La impronta social de la Constitución Mexicana de 1917 parecía ahora olvidada. La puntilla, sin embargo, la dio el gobierno de Enrique Peña Nieto. De nueva cuenta se reformó el artículo 27 constitucional para permitir la privatización, bajo eufemismos, de la industria petrolera y de la energía eléctrica. Todo esto significó un desprecio a la tradición social inaugurada en 1917.
La pregunta que nos debemos hacer es si el texto constitucional vigente conserva algo de revolucionario. ¿De verdad tenemos algo que celebrar este 5 de febrero? Mi respuesta es afirmativa. Hay una pequeña frase, ya casi perdida en ese ya tan manoseado artículo 27, que sigue intacta. Cosa casi milagrosa si consideramos que su texto ha sido reformado 20 veces en 105 años de historia:
“La nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, con objeto de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública para cuidar de su conservación.”
El párrafo transcrito, piedra angular de la reforma agraria cardenista, sigue vigente. Las clases populares aún buscan justicia social y redistribución del ingreso. El fundamento de esto sigue siendo el artículo 27 constitucional. Es verdad, México ha dejado de ser una nación agraria. Sin embargo, los medios de producción siguen estando en pocas manos. De nueva cuenta las empresas, bajo figuras modernas como la concesión minera y de explotación de hidrocarburos, acaparan la tierra y la riqueza.
Por su parte, el artículo 123 aún consagra prerrogativas a los trabajadores frente al poder económico; sin embargo, las condiciones de los trabajadores mexicanos siguen siendo precarias: bajos salarios, escasos días de vacaciones, permisos de maternidad y paternidad insuficientes, etcétera. Con fundamento en estos artículos debe darse un nuevo salto cualitativo en materia de redistribución de la propiedad y de la riqueza nacional, así como de protección de los derechos de los trabajadores.
Alrededor de 1 millón de personas murieron durante los cerca de 10 años de Revolución. La justicia social, bandera de los sectores populares, sigue siendo un ideal hoy. Celebremos la Constitución y su espíritu justiciero, permitamos que la gesta social retome su derrotero interrumpido. Nuestro pueblo, usando las palabras bíblicas y parafraseadas por Luis Donaldo Colosio, aún “tiene hambre y sed de justicia”.
Mario Santiago Juárez*
*Doctor en derecho por la Universidad Carlos III de Madrid, profesor de la Universidad Autónoma de Tlaxcala. En 2019, realizó una estancia de investigación en el Centro de Estudios del Estado de Bienestar y Mercado, en la Universidad de Copenhague, Dinamarca.
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