Al comenzar el siglo XIX, la mayor parte de Europa todavía conservaba muchos rasgos de la economía medieval. Pero desde fines del siglo XVIII, la revolución industrial (vapor) nacida en Inglaterra había comenzado a carcomer ese pasado. Sin embargo, hasta 1830 la industrialización en Francia fue lenta, mientras en Alemania, Bélgica y Rusia despegó a gran escala a partir de 1850. El progreso del capitalismo aceleró el desarrollo que, a fines del siglo XIX, tuvo un impulso fenomenal con la segunda revolución industrial (petróleo y electricidad) y las gigantescas empresas (monopolios), que posibilitaron el salto a la era del imperialismo capitalista.
En sus orígenes, la situación de la clase obrera era impactante: jornadas que sobrepasaron las 14 horas, salarios ínfimos, empleo de mujeres y niños en peores condiciones que las de los hombres, hacinamiento en barrios miserables, proliferación de enfermedades y ausencia de derechos laborales.
Los obreros comenzaron huelgas, marchas y protestas; los “ludistas” se lanzaron contra las máquinas, mientras las leyes los persiguieron con la pena de muerte (1813); la Asociación de Trabajadores de Londres (1836) intentó, con la “Carta del Pueblo”, el sufragio universal y la abolición del certificado de propiedad para ocupar el parlamento; en 1847 se logró reducir la jornada a 10 horas; y hasta mediados del siglo XIX las luchas obreras intentaron conquistar derechos, en medio de constantes y hasta sangrientas represiones.
Necesariamente surgieron reformadores sociales y utopistas. En Francia, los clérigos Lamennais y Lacordaire encabezaron el Movimiento Católico Liberal; el rico industrial textil británico Robert Owen ideó las cooperativas obreras con comedores y escuelas, además de impulsar la jornada de 8 horas; aparecieron otros socialistas utópicos (Saint Simon, Fourier), así como los anarquistas (Proudhon, Bakunin, Kropotkin).
En 1836 se fundó en París la “Liga de los Justos”, que en 1847 se transformó en “Liga de los Comunistas”; en 1848, sobre una nueva revolución europea, apareció el “Manifiesto Comunista”, de Karl Marx y Friedrich Engels; y en 1871 los obreros por primera vez tomaron el poder en “La Comuna” de París. Mientras estos hechos ocurrían en la convulsionada Europa, nuestra América Latina seguía su propio rumbo.
Después de las gestas por la Independencia (entre 1808 y 1824), en el continente surgieron las distintas repúblicas. Todas precapitalistas. Las confrontaciones entre “liberales” y “conservadores”, los caudillos o las dictaduras, que caracterizaron al siglo XIX y se extendieron en diversos países hasta bien entrado el siglo XX, ocuparon la atención política. Pero era una lucha entre élites dominantes, porque en la economía predominaban haciendas, latifundios y plantaciones, todavía con esclavos (hasta mediados del siglo XIX) y mayoritariamente con campesinos e indígenas sujetos a variadas formas de servidumbre. No existía clase obrera, porque no hubo industria, una rama de la producción que sólo creció en contados países a fines del siglo (Argentina, Brasil, México).
En América Latina, sólo con el avance del siglo XX empezó la legislación social, y prácticamente a mediados del siglo estaban reconocidos los principales principios y derechos laborales, al menos en forma teórica, pues siempre fueron violados de una u otra manera. Un papel importante en ese progreso tuvieron los intelectuales sensibilizados con la “cuestión social” latinoamericana; pero también gobiernos progresistas (como los “populismos” de izquierda surgidos entre las décadas de 1920 y 1940 en Ecuador, Brasil, Argentina o México), que impusieron políticas de Estado para atender a los sectores populares y a las clases trabajadoras.
La era del neoliberalismo latinoamericano, a partir de la década de 1980, fue un golpe histórico a las conquistas laborales y a los derechos de los trabajadores, que sufrieron fuertes retrocesos, porque la flexibilidad y la precarización laborales se impusieron.
En contraste, el ciclo de los gobiernos progresistas y democráticos en América Latina a partir del inicio del nuevo milenio, renovó el proteccionismo social, con políticas de Estado en servicios y obras de amplio beneficio, así como garantizando derechos laborales. Se creyó que no habría retrocesos. Pero la restauración de modelos empresarial-neoliberales radicales en Argentina y Brasil ha demostrado la fragilidad de las conquistas y derechos de los trabajadores en una era de debilitamiento global del proteccionismo social.
Lo sucedido en Brasil debe observarse con atención. Allí acaba de aprobarse (el pasado 11 de julio) una legislación laboral cuyos ejes son: privilegio del acuerdo entre patronos y trabajadores por sobre la ley; se podrá pactar jornadas hasta 12 horas diarias y 48 a la semana; se pone término a la remuneración de horas extraordinarias; divide las vacaciones en tres partes; legaliza la tercerización; introduce la jornada “intermitente”, con salarios por horas o jornada, pero no mensual.
Se cree que, con semejantes “medidas”, se podrá salir de la crisis, poner al país en marcha, favorecer al emprendimiento privado y fortalecer la producción. No importa el costo social. En la realidad es un retroceso de siglos históricos de lucha obrera y avance humano, bajo un gobierno atravesado por la corrupción y unos empresarios, tan vinculados a ella, que no tienen empacho alguno en aplaudir semejante esclavitud en el siglo XXI, orquestada al ritmo de la “libertad” económica. Tiene razón el profesor José Dari Krein, del Instituto de Economía de la Universidad Estadual de Campinas (Unicamp), al calificar el hecho como un “desmonte de los derechos históricamente adquiridos”.
Esa legislación marcará el comportamiento de otras élites latinoamericanas que ven en Brasil un ejemplo digno de seguir. De manera que América Latina parece estar entrando a un nuevo momento histórico de restauración capitalista, en el cual la modernidad globalizada no impide que se retorne a las primeras épocas de vigencia del capitalismo mundial, cuando los obreros carecían de elementales derechos y garantías sociales.
Desde luego, este nuevo momento histórico ha evidenciado, además, que tampoco surgió en la región una “burguesía” capaz de tener alguna conciencia de progreso social y laboral. No hay más mecenas ni reformadores que provengan de las capas ricas. Un “Owen” latinoamericano que confronte a su propia clase, o un aristócrata como Saint Simon que piense en la utopía de un socialismo de beneficio común.
En América Latina sigue siendo un problema la existencia de élites ricas, propietarios insensibles y empresarios simplemente acumuladores, que reniegan de cualquier signo destinado a la redistribución de la riqueza para el adelanto humano de amplias mayorías de la población.
Juan J Paz y Miño Cepeda*/Prensa Latina
*Analista ecuatoriano; doctor en historia; profesor de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO
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