El movimiento de los jornaleros del Valle de San Quintín, estallado en la madrugada del pasado 17 de marzo, es el despertar de uno de los sectores más pobres y explotados del país, cuya situación infrahumana nos conduce a revivir las condiciones en que subsistían hace más de un siglo los hombres del campo, quienes cansados de dejar su vida en los surcos a cambio de mendrugos decidieron tomar el camino de las armas para dar un giro contra el tiránico régimen de Porfirio Díaz, que otorgaba todas las garantías y privilegios a los hacendados extranjeros y del país para enriquecerse a costa del hambre y la miseria de miles de mexicanos, para quienes las leyes no existían. Hoy, en pleno siglo XXI, y de manera indignante, estamos en el mismo punto de partida.
Hace más de 1 año que tanto el gobernador panista de Baja California, Francisco Vega de Lamadrid, como las propias autoridades de la Secretaría del Trabajo, tenían conocimiento de los extralimitados abusos de los dueños de los ranchos agrícolas en San Quintín y en otras regiones del país, pero nada hicieron por verificar la situaciones infrahumanas a las que eran sometidos los jornaleros, en su mayoría indígenas de estados como Guerrero y Oaxaca que han sido desplazados de sus comunidades por la delincuencia organizada o por el despojo de sus tierras a favor de proyectos de empresas trasnacionales.
Conforme han trascurrido las semanas, la lucha de los trabajadores agrícolas del Sur de Ensenada ha sacado a la luz pública toda la podredumbre que por décadas se encargaron de ocultar tanto las autoridades cómplices, los políticos locales que son dueños o copropietarios de los ranchos, los sindicatos blancos y los corporativos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) como la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos y la Confederación de Trabajadores de México, cuyos líderes venales expoliaban a los jornaleros con el cobro de cuotas sindicales sin defenderlos en lo absoluto.
Versiones de los medios locales y de las corresponsalías de medios nacionales informaron que en la lista de los más férreos opositores a negociar mejores condiciones laborales con los representantes de una naciente organización de los trabajadores del campo, ajena a los sindicatos charros antes mencionados, está nada menos que Felipe Ruiz Esparza, a quien se ubica como hermano del actual secretario de Comunicaciones y Transportes, Gerardo Ruiz Esparza.
El familiar directo del alto funcionario, indican las exégesis periodísticas, se ha dedicado a amenazar a los contados agricultores que pagan sueldos de 200 pesos diarios a sus trabajadores y los tienen dados de alta ante el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), cumpliendo con sus obligaciones patronales. Parece que los influyentes y voraces explotadores, entre los que se encuentran además funcionarios del gobernador Francisco Vega, se niegan a reconocer las prestaciones a las que por ley tienen derecho los casi 80 mil jornaleros del Valle de San Quintín, 20 mil de los cuales únicamente están registrados en el IMSS; el resto, son, de hecho, trabajadores que sobreviven en medio de la miseria, condiciones insalubres y la falta de atención médica.
La marcada injusticia cometida en Baja California y en otros estados no es por generación espontánea, y cabe citar el ruin encubrimiento que el entonces presidente Vicente Fox hizo durante su gobierno a favor de su entonces secretario de Agricultura, Javier Usabiaga Arroyo, quien explotaba a menores de edad, de sol a sol, en su rancho de Los Aguilares, en el estado de Guanajuato. En vez de acudir a la escuela, los niños eran obligados a laborar a la par que sus padres por unos cuantos pesos. No obstante el cúmulo de pruebas presentadas por los medios, el Rey del Ajo, nunca fue molestado y mucho menos sancionado.
Ante todo este contexto de generalizadas injusticias en que está por iniciarse un nuevo proceso electoral –donde se elegirán, en junio próximo, diputados federales, y en algunos estados, diputados locales y autoridades municipales–, habrá que preguntarnos si lo que vivimos en México es una verdadera democracia, y qué entiende la clase política por éste tan llevado y traído pero devaluado término; pues nuevamente los electores serán bombardeados con la acostumbrada avalancha de onerosos anuncios, carentes de propuestas de solución a los grandes problemas nacionales, donde los partidos incitan a votar por sus siglas, pero nunca a reflexionar.
Si nos remitimos a su origen etimológico, democracia es: demos, pueblo; kratos, poder, es decir, el poder del pueblo, o que debe ejercer el pueblo. Así, en el sentido literal, hace tiempo que la democracia no existe en México, pues nuestra clase política ha mutado su sentido original haciendo creer al país de que las elecciones son la democracia, cuando en realidad se han convertido en el torcido método mediante el cual una reducida clase política accede al poder y lo ejerce en su beneficio personal y de los grupos empresariales, pero no a favor de los intereses de las mayorías. Lo que ocurre en el Valle de San Quintín es la prueba irrefutable de que la democracia en el país es letra muerta. La ley, y menos el poder, se ejerce a favor de los que menos tienen.
Antes de emitir su voto, los ciudadanos deben preguntarse si en aras de mantener un trastocado sentido democrático es válido consentir la imposición de este tipo de condiciones laborales injustas, tanto para los jornaleros de San Quintín, como en la violación sistemática de los derechos de clase trabajadora en su conjunto.
¿Se puede hablar de democracia en un país donde se permite el despojo de sus riquezas naturales, de sus recursos energéticos como el petróleo, el gas y la electricidad, y ahora, como se pretende, hasta el agua? ¿Acaso democracia es la desaparición forzada de estudiantes, como los 43 normalistas de Ayotzinapa?
Estamos, de forma ineludible, ante el resurgimiento de un sistema político autoritario, fortalecido por los vicios de un viejo sistema que los mexicanos creíamos superado, pues a inicios del siglo pasado estuvo a las completas órdenes de los empresarios rapaces, tanto nacionales como extranjeros, y que empobreció a una inmensa población que tomó la ruta de las armas antes de morir de hambre. Los libros de historia lo ubican como el Porfiriato…
Hoy todo indica que esta absurda involución a la que nos ha conducido la actual clase política obligará a los obreros, campesinos, estudiantes, académicos e intelectuales, a buscar los caminos que sean necesarios para restablecer la legalidad y el estado de derecho en México, asumiendo su responsabilidad histórica, antes de que las condiciones infrahumanas del Valle de San Quintín terminen manifestándose en todo el territorio nacional.
Martín Esparza Flores*
*Secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas
[OPINIÓN]
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