Guillermo Castillo Ramírez*
Hoy el campo mexicano y sus diversos actores sociales (campesinos, pueblos indígenas, pequeños propietarios, entre otros) viven una severa crisis económica de carácter histórico-estructural. Las causas de este estado de cosas se han acumulado y acentuado por más de 1 cuarto de siglo y están relacionadas de manera directa con la acción y los programas de los regímenes neoliberales del Estado mexicano (1982-2015), así como con la influencia de las directrices y acciones de las instituciones económicas y agencias internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), entre otros (Armando Bartra, Los derechos del que migra y el derecho de no migrar, dislocados, Seminario Remesas y Desarrollo, 26 y 27 de septiembre, Programa de Derechos Humanos de la Universidad de Chicago, 2002). Más allá de los componentes y condicionantes coyunturales e inesperados que puedan tener (catástrofes climáticas que impactan las cosechas, la caída de los precios de productos agrícolas en los mercados, debacles del sistema económico-político global), las crisis se construyen año con año y son resultado de los modelos económicos que se imponen y de las acciones o la falta de éstas por parte de los gobiernos en turno (Guillermo Castillo, “Migración internacional de campesinos mexicanos a Estados Unidos: entre las carencias histórico-estructurales y la ausencia de derechos”, Revista de Trabajo Social y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Argentina, Margen, número 75, diciembre de 2014).
Las crisis tampoco golpean por igual y de la misma manera a todos; sus repercusiones se experimentan de manera diferenciada, dependiente del ámbito y grupo en específico que se aborde. Hay quienes pagan con creces, mientras otros reciben ayuda y respaldo. Si bien la situación de deterioro crónico de la productividad y condiciones de vida del sector rural en el México de las últimas décadas ha impactado negativamente a un gran abanico de agricultores de diversa escala (desde grupos de economías de autoproducción hasta medianos propietarios) y otros grupos sociales, son los campesinos y los indígenas quienes han tenido que solventar los costos de una larga lista de problemas.
Muy lejos está ya la época de los regímenes del México posrevolucionario, donde los campesinos fueron actores políticos de primera fila y tuvieron un papel preponderante en la construcción del Estado mexicano en las áreas no urbanas. La situación actual de los campesinos y diversos agricultores muestra que el sector rural ya no es considerado como relevante o estratégico para los intereses del Estado neoliberal (Castillo, obra citada). Los gobiernos en turno, que ahora se avocan en generar alianzas y pactos con las elites político-económicas nacionales y trasnacionales, no apuestan más por obtener el capital social y político que podrían aportarles estos sectores populares rurales.
Con el argumento de que el campo estaba generando sólo un pequeño aporte económico al producto interno bruto (PIB) a fines de la década de 1980 y principios de la de 1990, los regímenes de De la Madrid y Salinas le dieron la espalda al campo quitando abruptamente gran parte de los subsidios oficiales a la producción agrícola y los apoyos para la infraestructura productiva, sin siquiera saber con certeza si funcionaría el nuevo modelo de desarrollo económico para el sector rural (Alicia Puyana y José Romero, El sector agropecuario mexicano bajo el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. La pobreza y la desigualdad se intensifican, crece la migración, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, Argentina, 2005). Estas medidas no sólo supusieron el desmantelamiento y/o la desaparición de las agencias y programas estatales de apoyo y subvención para los campesinos y otros productores agropecuarios, como la Compañía Nacional de Subsistencias Populares o el Banco Nacional de Crédito Rural, entre otros (José Luis Calva, “Ajuste estructural y TLCAN: efectos en la agricultura mexicana y reflexiones sobre el ALCA”, El Cotidiano, volumen 19, número, 124, páginas 14-22, 2004), también implicó la reforma al Artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que, de facto, dio por terminado el reparto agrario y abrió la puerta y fomentó la privatización de las tierras ejidales y comunales. En este cálculo hubo una omisión muy grave y por demás cuestionable: el valor del campo no sólo residía en términos del dinero que como sector productivo aportaba al PIB, sino su principal relevancia estaba en la generación de la mayoría de los productos comestibles y los alimentos básicos que necesitaba el país, además de las fuentes de empleo que generaba en los ámbitos rurales.
Aunque los principales afectados sean quienes viven en el medio rural, los saldos negros exceden el ámbito del campo y también tocan directa e indirectamente a las ciudades y muchos grupos sociales de las urbes. El recuento de daños involucra a demasiados y se manifiesta, entre otras, en las siguiente problemáticas:
1. Debido al largo proceso de la debacle de la agricultura mercantil y a las crisis en los mercados agrícolas nacionales e internacionales, el campo hoy no ofrece oportunidades reales ni justas de empleo para los campesinos, sus familias y sus hijos. De acuerdo con los precios actuales del maíz y el frijol, los campesinos están expuestos a una existencia de precariedad y zozobra. El caso de los jornaleros agrícolas migrantes no es mejor: con salarios de hambre y condiciones de trabajo inseguras y de explotación, apenas consiguen lo necesario para subsistir. En este contexto, los jóvenes del campo difícilmente tienen en el sector rural una oportunidad efectiva, justa y digna de desarrollo económico y de condiciones de vida que garanticen un futuro medianamente decente y promisorio (Andrés Rosenweig, El debate sobre el sector agropecuario en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Comisión Económica para América Latina y el Caribe, México, 2005).
2. Como consecuencia de la disminución en los mercados internacionales de los precios de los cultivos y de la estructuralmente desigual competencia con los productores agrícolas “de los países desarrollados del Norte” (Estados Unidos y Canadá) a raíz del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el campo en México y sus agricultores han experimentado un deterioro de los niveles de productividad y rentabilidad de las actividades agropecuarias destinadas al intercambio mercantil. Los datos y las estadísticas oficiales son contundentes al respecto y muestran una pérdida sostenida y creciente del sector rural como espacio laboral de mediados de la década de 1990 a la actualidad. De hecho, para 2010 se calculaba que, resultado de lo previamente dicho, se habían perdido más de 2 millones de empleos (Saúl Basurto y Roberto Escalante, “Impacto de la crisis en el sector agropecuario en México”, Economía, Universidad Nacional Autónoma de México, volumen 9, número 25, páginas 51-73, 2010). El campo es también el lugar donde los salarios más han perdido poder adquisitivo. Los campesinos, con una sabiduría profunda de raíces ancestrales, enuncian esta situación de manera mucho más clara y contundente: “Ya no sale sembrar la tierra, las cosechas están muy baratas”; “con los precios como están ya ni tiene caso sembrar, sólo mal pagan el maíz y el frijol”.
3. Vinculado a lo anterior y resultado de un creciente y abrumador proceso de disminución de la autoproducción de los cultivos básicos para el país, se ha venido incrementado la dependencia alimentaria en México. El campo yo no aporta los alimentos y productos comestibles indispensables para la población y, como resultado, ahora se compran en el exterior (Estados Unidos y Canadá) cultivos básicos (como maíz y fríjol) que antes se sembraban y cosechaban en el país. Esta situación es por demás alarmante. Estudios del grupo de investigación de migración y desarrollo de la Universidad de Autónoma de Zacatecas apuntan que para 2012 poco más de un tercio del maíz que se consumió en el país era importado, y en el caso del frijol, más del 90 por ciento. La dependencia alimentaria respecto al “Norte” (también leída como la ausencia de soberanía) es sólo uno de los graves y drásticos reflejos de las relaciones de desigualdad política y económica que México tiene respecto a Estados Unidos y Canadá (Timothy Wise, “El arte de entregar los valores”, La Jornada del Campo, 2013).
4. Aunado a lo anterior, en un sector rural precario y sin trabajos, se acrecentó el proceso de despoblamiento en las zonas rurales. En un escenario de clara carestía y sin posibilidades efectivas de mejoría, la gente sale temporal o definitivamente de sus lugares de origen a buscar mejores condiciones de vida, ya sea en las ciudades próximas o fuera del país. Dentro de este fenómeno, particularmente la migración al extranjero (especialmente la que se dirige a Estados Unidos) ha representado una fuerte sangría sociodemográfica. El campo está quedándose sin sus jóvenes y buena parte de sus hombres (Armando Bartra, obra citada). En este contexto, la debacle de las economías agrícolas (relacionada directamente al TLCAN y los cambios de las políticas oficiales hacia el sector rural) ha sido un motor muy importante para el incremento significativo del fenómeno social de la migración de mexicanos a Estados Unidos (Antonio Yuñez, Grandes problemas de México, economía rural. Las políticas públicas dirigidas al sector rural. Colegio de México, México, 2010; Castillo, obra citada). Los campesinos empobrecidos y los pequeños propietarios descapitalizados son parte importantísima (en términos numéricos) de los contingentes de migrantes que, por sus propios medios y bajo diversos riesgos, se dirigen al Norte para cruzar una frontera peligrosa y violenta, con miras a mejorar su situación de vida. Para 2007, según datos de la Encuesta sobre migración en la frontera Norte de México, más del 60 por ciento de los migrantes mexicanos que se dirigían a Estados Unidos provenía de zonas rurales.
5. Por otro lado, otro de los efectos colaterales del abandono del campo ha sido el drástico incremento y agudización de la pobreza y la pobreza extrema en las zonas rurales, así como el deterioro en la garantía y ejercicio de los derechos sociales por parte del Estado. Las escuelas de educación básica y secundaria son insuficientes y deficientes; el caso de la oferta de educación media superior es todavía más precario y las oportunidades efectivas de acceder a la educación superior son prácticamente inexistentes para la abrumadora mayoría de los campesinos y habitantes de las zonas rurales. Los servicios médicos no presentan un mejor panorama. Las clínicas y hospitales son escasos y no dan abasto a la demanda de atención médica. Ejemplos claros de lo previamente apuntado son los casos de las zonas rurales de los estados de Chiapas, Oaxaca y Guerrero (entidades con una gran población rural e indígena-campesina), lugares que tienen la menor esperanza de vida del país, así como la mayor mortalidad infantil y materna, situación coronada por los niveles de ingreso más bajos de México y los menores niveles de escolaridad a nivel nacional.
Los campesinos, como el campo donde viven, están en la encrucijada de la precariedad, la pobreza y la migración. Sin embargo, ellos, a través de sus diversos medios y redes, tratan de manera cotidiana de dar repuesta y hacer frente a las adversidades que tienen, ya sea mediante la migración (a Estados Unidos, las grandes metrópolis mexicanas y los principales centros turísticos nacionales), o generando otras alternativas productivas y también a través de la organización colectiva y la formación de movimientos y organizaciones sociales para defender sus derechos y tierras. Hoy como ayer los campesinos son una voz tenaz que le recuerda al Estado los pactos incumplidos.
Guillermo Castillo Ramírez*
*Investigador asociado C del Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México; miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel 1)
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Contralínea 423 / del 15 al 21 de Febrero 2015
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