Carlos Miguélez Monroy*/Centro de Colaboraciones Solidarias
Varios grupos de personas homosexuales en los estados de Indiana y Arkansas en Estados Unidos denuncian las leyes estatales que blindarán a las empresas a la hora de negarse a prestar servicio a personas en función de sus preferencias sexuales. Los gobernadores del Partido Republicano (conservadores neoliberales) se amparan en la libertad de expresión de esas empresas para impedir que cualquier órgano público o de gobierno obligue a nadie, compañías incluidas, a ir en contra de su conciencia y de sus creencias. De esta manera, se pone a las compañías al mismo nivel que las personas con creencias y con derechos individuales, entre ellos el de la libre expresión.
Otro profesor, John Coates, publicó un informe sobre este secuestro de la libertad de expresión.
“Las corporaciones han comenzado a desplazar a las personas como beneficiarios directos de la Primera Enmienda [el capítulo de la Constitución Política de Estados Unidos que protege la libertad de expresión]. La tendencia es reciente, pero va en progresión”, sostiene el profesor Coates.
Un punto de inflexión se produjo con la decisión del Tribunal Supremo de permitir que las corporaciones no tuvieran límites a la hora de financiar campañas de partidos políticos. Este fenómeno se ha reproducido en las democracias occidentales y ha sido una de las causas de movilizaciones en Grecia y del 15-M (movimiento de los indignados) en España. Al deberse a intereses económicos, los partidos políticos se han convertido en sus representantes y han dado la espalda a los ciudadanos a los que decían representar.
Pero este secuestro comenzó antes, en las décadas de 1970 y 1980. La libertad de expresión empezó a utilizarse como arma arrojadiza contra cualquier “injerencia” del gobierno. Cobró aún más fuerza con Ronald Reagan, en Estados Unidos, y con Margaret Thatcher, en Inglaterra, la equiparación de cualquier intervención del gobierno, elegido por los ciudadanos, con coacción a la libertad individual. “Ya no hay sociedad, sólo individuos y familias” se convirtió en un mantra al que aún hoy se aferran los defensores del llamado “libre mercado”, infiltrados en partidos políticos y en instituciones macroestatales. Les han quitado la palabra a las personas para dársela a grupos con cada vez mayor capacidad de presión y de lobbying no sólo en los gobiernos, sino también en los medios de comunicación.
La información pasó de ser un bien público y un derecho a convertirse en un producto de consumo que controlan empresas sostenidas por la publicidad de grandes bancos, empresas eléctricas, petroleras, textiles o de lo que sea. Aunque nunca haya existido la libertad de información en estado de pureza, el contubernio de gobiernos, corporaciones y medios ha tenido como consecuencia que todos cuenten las mismas noticias y, en muchas ocasiones, las mismas mentiras.
Si grandes empresas se pueden amparar en la libertad de expresión para justificar su conducta, cada vez se complicará más exigir no ya políticas laborales o una publicidad con principios éticos, sino incluso una publicidad que no mienta. Mentir figura entre las posibilidades que otorga la libertad de expresión. Pero no se puede equiparar la mentira de una persona desde su libertad individual a la mentira de una empresa que fabrica productos que pueden perjudicar la salud.
Las corporaciones cuentan con gigantes del mundo de la comunicación para mejorar su imagen y con despachos de abogados que les garantizarán éxito cuando un ciudadano o un grupo de afectados pretendan llevarlos a un tribunal o exigir reparaciones.
Este debate en medios de comunicación implica que aún no hemos llegado a la situación que describe George Orwell en 1984, por lo que aún tenemos tiempo de exigirles a nuestros “representantes” que nos representen de una vez y que nos protejan de los gigantes que nos quieren engullir.
Carlos Miguélez Monroy*
*Periodista y editor en el Centro de Colaboraciones Solidarias
[Sección: Opinión]
Contralínea 433 / del 19 al 25 de Abril 2015
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