José Carlos García Fajardo*/Centro de Colaboraciones Solidarias
En 2011, soldados estadunidenses dispararon al terrorista Osama bin Laden. La orden la dio el presidente de Estados Unidos. Cuando se informó de la muerte del terrorista, en el país norteamericano se desató el júbilo popular. Barack Obama declaró orgulloso: “se ha hecho justicia”. La canciller alemana dijo: “Me alegro de que se haya logrado matar a bin Laden”.
Se adujo el caso de los cuatro supervivientes de un carguero inglés que en un pequeño bote salvaron sus vidas. Agotadas las provisiones, decidieron acabar con la vida del grumete de 17 años. Así lo hicieron y comieron parte de su cuerpo. Cuando fueron rescatados, la opinión pública se posicionó a favor de los náufragos. Pero la fiscalía ordenó su detención y los llevó a juicio. La única pegunta del proceso fue: ¿tenían derecho los marinos a matar al grumete para salvar sus propias vidas? Tres vidas por una. Quizás muchas personas se sentirían mal en caso de una absolución, pero cómo reaccionarían si la muerte del muchacho no hubiera salvado a tres sino a 300 o a 30 mil. ¿Es una cuestión cuantitativa? El tribunal inglés condenó a los supervivientes por asesinato, pero recomendó su indulto. La sentencia decía: “A menudo nos vemos obligados a establecer normas que ni siquiera nosotros mismos podemos respetar. No es necesario advertir del terrible peligro que supondría renunciar a estos principios”.
El caso es de plena actualidad. Recordemos el secuestro del avión con pasajeros por un terrorista durante el ataque a las Torres Gemelas y que amenazaba con estrellarlo contra la población civil de Shanksville, Pensilvania. Lo abatieron los cazas estadunidenses. ¿Es lícita la teoría del mal menor cuando se trata de seres humanos? Von Schirach afirma que no se puede calcular el valor de una vida, que no se puede medir una vida contra otra. Creemos que cada vida es única y este convencimiento es la base de nuestra civilización. El Estado tiene el monopolio de la violencia, pero siempre dentro de la ley. No puede haber terrorismo de Estado. Detener, juzgar y condenar es la máxima que debe imperar, y en la mayor parte de los casos estas máximas se siguen respetando. Pero se detecta cierta tendencia que tiene que preocuparnos. Matar a terroristas sin un juicio atenta contra la dignidad humana. Y si dejamos de confiar en nuestro derecho, estamos perdidos.
Cuando asumió el cargo, Obama declaró que Estados Unidos proseguiría la lucha contra la violencia y el terrorismo, pero “de una manera que respete nuestros valores e ideales”. Dijo que cerraría la prisión de Guantánamo. Se diría que Estados Unidos, el garante mundial de la libertad, la justicia y la decencia, recuperaba sus ideales. Pero Guantánamo sigue reteniendo, humillando y torturando a personas sin derechos.
Ahora estamos ante la mayor operación de acaparamiento, por parte de la Agencia de Seguridad de Estados Unidos (NSA, por su sigla en inglés), de millones de datos personales y confidenciales de ciudadanos de muchos países que no han dado su consentimiento y que han sido objeto de espionaje.
Las vulneraciones del derecho por parte de la política están a la orden del día cuando se trata de la persecución de terroristas. El increíble alcance de las escuchas telefónicas y el control de los correos electrónicos por parte de la NSA vulneran los principios éticos de nuestras constituciones políticas y del derecho internacional. Contra esto nos tenemos que defender. ¿Y cómo lo podemos hacer? Seguramente necesitamos pactar una directiva de protección de datos que haga que en Europa se aplique la ley de protección más dura del mundo. Los autores de la Declaración de la Independencia estadunidense, en 1776, habrían aplaudido una medida así porque habría encajado con su concepción de los derechos civiles.
*Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid; director del Centro de Colaboraciones Solidarias
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