El Sistema Nacional Anticorrupción está destinado al fracaso, no sólo por los múltiples obstáculos que ha venido enfrentando, sino sobre todo porque no está pensado para atacar el peor escenario de la corrupción: la captura del Estado, que genera masivas y recurrentes violaciones a los derechos humanos.
Cuando la corrupción supone un proceso de captura estatal, el Estado pierde la capacidad de tomar decisiones autónomas que busquen el bien común, señala el estudio Los derechos humanos y la corrupción en México, elaborado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas a solicitud de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Agrega que en esa situación, el Estado es abiertamente cooptado por intereses económicos, del crimen organizado –especialmente a nivel estatal y municipal– o por la propia clase política, que busca obtener ventajas personales. Por lo que “siempre será cometida por mandos altos, para tener la capacidad de cooptar al Estado”.
Otro punto relevante que señala es que ese tipo de corrupción “se puede observar en prácticas aisladas, decisiones específicas o en lógicas endémicas o estructurales: la totalidad del Estado se mueve bajo lógicas desviadas y corruptas”.
En el caso mexicano, lamentablemente para las mayorías empobrecidas y explotadas, esas prácticas son endémicas y estructurales, porque aquí parece norma que quienes llegan al poder lo hacen para robar el dinero público, beneficiar a sus familias y favorecer a la gran industria nacional y extranjera.
Esa corrupción empieza en las altas esferas del poder político y pasa por las del poder económico. Las relaciones entre el gobierno y las empresas nos dan claros ejemplos de ello, sobre todo a partir de la imposición del neoliberalismo como modelo económico que derivó en privatizaciones de casi todo lo público.
Algunos casos recientes que destacan son el de Grupo Higa-gobierno del Estado de México-gobierno federal, Odebrecht-Petróleos Mexicanos y OHL-gobierno federal.
Luego vienen los enriquecimientos ilícitos de representantes populares y servidores públicos, como la docena de exgobernadores procesados por el descarado robo del erario, entre los que destaca Javier Duarte de Ochoa, exgobernador de Veracruz.
Aparte están los vínculos entre esos gobernantes y la criminalidad, pues sólo con complicidades al más alto nivel es posible la existencia, reproducción y permanencia de los cárteles del narcotráfico, líderes del comercio de sustancias ilegales a nivel global, amparados en un manto de impunidad que cubre, sobre todo, a los delincuentes de cuello blanco encargados del lavado de dinero.
Esa captura del Estado no es de ahora, es de hace años, décadas incluso. Por ello se esperaría que, al ser el peor escenario de la corrupción, fuese piedra angular tanto en el Sistema Nacional Anticorrupción como en los sistemas estatales. Pero no lo es.
Los sistemas anticorrupción que intentan construirse se centran en los actos de corrupción que no suponen procesos de cooptación estatal, a los cuales –según el estudio de la CNDH– se les conoce como corrupción administrativa.
La diferencia, señala el amplio análisis, es que en el peor escenario se pierde la autonomía del Estado, mientras que en la corrupción administrativa “el Estado mantiene autonomía en la toma de decisiones o en el contenido de las políticas y leyes, pero realiza sus procesos (licitaciones, decisiones administrativas, aplicación/no aplicación de leyes) a través de actos corruptos”.
Por ello, la estrategia que se construirá debe “tener claro qué tipo de corrupción es la que se quiere combatir, y en qué nivel de corrupción se realizará el combate”, señala el análisis presentado en junio pasado al Senado.
Y es que para atacar el más grave de los escenarios se requieren decisiones muy distintas a las del combate a la corrupción administrativa, básicamente porque en el caso mexicano lo que se debe eliminar es “una red compleja de criminalidad que genera procesos de cooptación estatal (cuando estamos frente a un Estado cleptocrático), que involucre –por ejemplo– a gobernadores, secretarios o subsecretarios de Estado”.
Es más, aunque el análisis no lo mencione, es necesario que en México se investigue hasta al presidente en turno, porque los ejemplos de mandatarios corruptos sobran. ¿O ya se olvidó a los que trabajaban para la estadunidense Agencia Central de Inteligencia al tiempo que “gobernaban” el país (Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría)?
Por desgracia, la estrategia que se está diseñando con el Sistema Nacional Anticorrupción apenas traza una ruta para atacar el pago de sobornos a mandos medios o altos, pero sin alcanzar la investidura presidencial. Y es por eso que estará destinada al fracaso.
Del propio estudio de la CNDH se desprende que la corrupción que captura al Estado acaba siempre beneficiando a unos pocos a costa de la mayoría. Y por eso provoca perjuicios graves y generalizados a la sociedad.
Según el análisis, es la corrupción más difícil de erradicar porque “se enquista en las estructuras más altas del poder político y económico y sirve para ‘aceitar’ el funcionamiento de los sistemas”, y por eso mismo es la que más se debe combatir.
De no hacerlo, señala, “las pautas estructurales de violaciones a derechos humanos provenientes de la corrupción se mantendrán intactas”, señala el estudio, porque éstas “toman patrones sistemáticos y estructurales”.
Así que es menester de los mexicanos exigir un Sistema Nacional Anticorrupción de fondo. Sobre todo ahora que la salida de Raúl Cervantes –de la Procuraduría General de la República (PGR)– marca una nueva maniobra del poder político para evitar la creación de una estrategia efectiva contra la captura del Estado: su renuncia apresurada es para que el gobierno actual tenga tiempo para colocar a alguien a modo. Les urge cuidarse las espaldas, por si la oposición llega al poder.
En ese contexto, se crean las fiscalías y ven la luz los sistemas anticorrupción, que de nada servirán porque quienes están detrás de ellos son parte del abuso de poder que tanto daña a los mexicanos.
*Segunda y última parte
[AGENDA DE LA CRRUPCIÓN]
Nancy Flores
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