Durante los 3 años y pico que pasé en Brasil como corresponsal de la Agencia France Presse no vi ni una milésima parte de los soldados que acompañaron en días pasados la ascensión a la Presidencia del capitán Jair Bolsonaro, nuevo amo y señor del país más poderoso del continente americano.
Según diferentes informaciones, hubo 12 mil efectivos de la Policía y las Fuerzas Armadas movilizados en Brasilia, la ciudad más pacífica del mundo, la más mística también, sin contar blindados y cazabombarderos preparados para despegar al menor indicio, mientras helicópteros vigilaban con la tripulación a bordo. Todo controlado por las tropas, con alambradas, prohibición de cochecitos de niños, de mochilas, etcétera. Como para un ataque terrorista.
La Agencia de prensa estadunidense AP, que nunca ha pecado de tremendista, afirmaba que “Brasilia estaba en Estado de sitio”. Una alusión que, sin duda, recordará o habrá recordado a los más viejos aquel periodo nefasto de la dictadura militar brasileña entre 1964 y 1985. Años de terror, grises, de presencia militar en todos los pisos de la actividad ciudadana ayudados por consejeros militares de Estados Unidos llegados especialmente para combatir la subversión a lo bestia. Ni más ni menos.
En esos 3 años de mi corresponsalía apenas vi militares en las calles de cualquier lugar de Brasil, salvo los que se ocupan del medioambiente y desarrollan una formidable labor en la Amazonía, una de las riquezas más fabulosas del mundo en todos los sentidos, pero sobre todo la mayor reserva de agua potable del global. Agua para sobrevivir y que ya los estadunidenses miran, desde hace tiempo, con la glotonería de la posesión.
Y aparte de esas fuerzas, por supuesto, la Policía Militar que surca a diario y día y noche las calles en busca de los bandidos que cada fin de semana se matan a tiros, sobre todo en Sao Paulo.
Eso sí, la Policía Militar hace gala de sus armas, y se pasea en sus vehículos con los fusiles bien a la vista del pasante. Son intratables y todo el mundo lo agradece. Con la llegada del nuevo presidente, exmilitar, entran siete militares de alto rango en el Consejo de Ministros, además de una sacerdotisa de la iglesia evangélica, más poderosa que la católica, y que empujó a sus millones de hermanos a votar por Jair Bolsonaro.
Ni que decir tiene que el Ejército tendrá un protagonismo que casi nunca ha tenido, salvo durante la odiosa dictadura. No había más que ver las dentaduras de los oficiales en uniforme, que se paseaban chulescamente por la maravillosa Brasilia.
En mis 3 años de presencia periodística, el militar de más alta graduación con que me encontré fue un simpático almirante, que ya estaba retirado y al que se le daba muy bien escanciar las copas de vino francés que estábamos degustando en la propiedad de un amigo médico en Brasilia.
Y él ni se imaginaba lo que ha ocurrido ahora. Creía que con la dictadura ya había habido bastantes militares por las calles y en las vidas de la gente y afirmaba, con una angélica sonrisa, que a los brasileños les falta el gen revolucionario. Cualquier cosa.
Bueno, miento, sí que veía soldados todos los días cuando iba al Palacio Presidencial de Planalto, donde uno entraba como Pedro por su casa, simplemente con la credencial colgada del cuello. Ni un militar a la vista. Sólo algunos controladores que nos miraban casi con asco por molestarles. Es de imaginar que de aquí en adelante ya no será lo mismo.
Pero cuando llegaba a la entrada de la Presidencia me encontraba con la guardia del presidente (puramente simbólica), unos encantadores soldaditos que parecían de plomo y que siempre estaban formados en la rampa aérea que conduce a la entrada principal del palacio.
De lo pacífica que pueden ser las fuerzas militares brasileñas tuve una idea el 17 de abril de 1977, cuando miles y miles, 30 mil, 40 mil, quizá más (algunos hablaron de 300 mil) campesinos perteneciente a la poderosa organización agrícola del MST (campesinos sin tierras) invadieron literalmente Brasilia, todo el centro de los ministerios, del palacio presidencial, de la cancillería. Pero sin interrumpir la siesta de ningún funcionario ni acceder al despacho presidencial.
Se plantaron en Brasilia tras haberse arrastrado durante días y días procedentes de todo Brasil para reclamar, pacíficamente, con pudor, la reforma agraria que nunca se ha hecho y que les obliga, para subsistir, a ocupar tierras, donde se instalan, plantan, y viven como pueden. Estas ocupaciones han estado plagadas de incidentes sangrientos porque los propietarios mandaban a sus matones bien pertrechados.
Cuando aparecieron por la capital federal, en un silencio de muerte, silencio de película de Sergio Leone, estaban hartos de andar y sus chanclas de goma chirriaban en el asfalto ardiendo bajo treinta grados centígrados, que a más de 1 mil metros de altitud impresiona el oído. Estaban muertos de cansancio, hartos de la vida, desesperados. Los que traían algunas herramientas, que también podían convertirse en armas, las fueron dejando a la entrada de la ciudad.
El entonces presidente de la República, Fernando Henrique Cardoso, exquisito y elegante sociólogo de la Sorbona (París, Francia) que nada tenía que ver con la izquierda que en Brasil se materializa en el Partido de los Trabalhadores y en el MST, mandó que toda la policía que estuviese de servicio ese día dejase las armas en el cuartel. Y asistimos al espectáculo inusitado, de película y ustedes perdonen, cuando vimos a los feroces miembros de la Policía Militar sin sus terroríficos fusiles y con las cartucheras abiertas y vacías.
Fue un día que quedó clavado en la mente de los periodistas que cubríamos esta singular marcha que terminó con la instalación en las principales avenidas de tiendas de campaña, siempre con el siniestro plástico negro de los campesinos, y con mucho cachondeo, pero sin bebida, por lo menos excesiva y muchas risas, y mucha propaganda para el MST, que Bolsonaro quiere ahora, según todas las fuentes consultadas, presentar como una organización terrorista.
El nuevo presidente, al que no se le pasa una, ya prevé que la gente pueda tener un revólver en casa, al estilo de Estados Unidos, y seguramente inspirado por su principal amigo, Donald Trump. Tanta es la amistad, dicen algunos gacetilleros, que algún periódico ha bautizado a Bolsonaro como “el Trump tropical”.
Ay Brasil, mi Brasil, adónde has llegado.
Sergio Berrocal */Prensa Latina
*Escritor y periodista francés residente en España
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