Carlos Miguélez Monroy*/Centro de Colaboraciones Solidarias
“Estábamos sobre esa plancha negra ardiente, sabes, cómo se pone el aparcamiento cuando el sol cae con fuerza. Estaba con el ministro y la madre de mi cliente, encorvada y rota. Sollozaba delirante; acababa de despedirse de su hijo por última vez. Es una de las cosas que la gente no ve sobre la pena de muerte. ¿Qué puedes hacer? No puedes irte y no puedes cambiar nada. No puedes hacer nada por ella.”
“Si no puedes ver la humanidad en tu cliente, ¿cómo pretendes que la vean los fiscales, los jueces y el resto de la humanidad?”. Con este tipo de testimonios, Sheffer provoca reflexiones desde la perspectiva de profesionales con cada vez menos recursos para la defensa. Cada vez encuentran más obstáculos para presentar apelaciones y solicitudes de aplazamiento, y menos fondos públicos para defender y asesorar a otros abogados.
Uno de los entrevistados comparaba su trabajo con el de un cirujano que trata de defender a su paciente de otro cirujano que lo quiere matar. “Tú intentas salvar al enfermo y el otro trata de matarlo. No sabes en qué momento puede derribarte y dejar desprotegido a tu paciente”.
Estos abogados se enfrentan también al rechazo de una gran parte de la sociedad sedienta del ojo por ojo, y a la falta de comprensión de amigos y familiares. Sobre todo, Luchando por sus vidas aborda el impacto emocional de los abogados en esa lucha contrarreloj para impedir que maten a su cliente, casi siempre con el mismo resultado: la silla eléctrica o la inyección letal. Como sus propios clientes, están tan acostumbrados a perder que, cuando consiguen el aplazamiento de una ejecución o una conmutación de la condena por cadena perpetua, se desorientan.
Cuando ejecutan a un cliente, llevan sobre sus espaldas la duda de si pudieron y debieron haber hecho algo distinto. Queda la culpa, ese pozo amargo del “hubiera”. Entonces tienen que recordar que de ellos depende muy poco, como expresan las palabras de Thomas Merton que cita Sheffer en uno de los capítulos: “No dependas de la esperanza en los resultados”. Están en manos de jurados, jueces y fiscales hostiles, y tienen que luchar contra sus propias limitaciones.
Una entrevistada defendió a un asesino con discapacidad intelectual, años antes de que el Tribunal Supremo estadunidense lo declarara anticonstitucional: “No podía ofrecerle nada. Fue horrible. Estaba demasiado mermado, demasiado distraído y enojado y confundido. Había llegado a confiar en mí, pero sentía que lo había traicionado porque no pude impedir su ejecución”.
El libro también explora las motivaciones que lleva a un reducido grupo de personas a una opción profesional menos lucrativa que la de otros colegas. Por encima de las escasas posibilidades de éxito, casi todos aluden a su ética para no convertirse en cómplices de un sistema al que consideran injusto.
La mayor parte de las personas a las que representan estos abogados han cometido crímenes espeluznantes, lo que genera en ellos empatía por los familiares de las víctimas. Aún así, se ha extendido la creencia de que oponerse a la pena de muerte equivale a un desprecio hacia los familiares de las víctimas.
Para poder defender mejor a sus clientes, los abogados desarrollan una relación íntima que les permite llegar hasta sus infancias, plagadas casi siempre de abusos síquicos y físicos, de abandono fuera y dentro de la cárcel, de falta de oportunidades, de miseria y de humillaciones.
“A veces no puedes salvarles la vida, pero sí rescatar su humanidad. Entras en sus vidas en el último instante y agradecen que hayas hecho algo por ellos”, explica un abogado. Su trabajo consiste en darles voz, en servir de oídos a quien nadie ha escuchado, en consolarlos y acompañarlos cuando todo parece perdido. Su trabajo constituye una lucha contra la injusticia y la exclusión no sólo por lo que hacen, sino también por cómo lo hacen.
*Periodista y coordinador del Centro de Colaboraciones Solidarias
Fuente: Contralínea 348 / agosto 2013
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