La afirmación de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) es contundente “Algunas de las cuestiones cruciales en materia de tiempo de trabajo en la actualidad son idénticas a las que llevaron a la adopción del primer Convenio de la OIT en 1919 […] el exceso de horas de trabajo y los periodos inadecuados de descanso y recuperación, que pueden ser nocivos para la salud de los trabajadores y aumentan el riesgo de accidentes de trabajo”. Es decir, en lugar de alcanzar la demanda planteada desde finales del Siglo XIX, para que todas las trabajadoras y trabajadores, mínimamente, pudieran tener derecho a 8 horas de trabajo, 8 horas de descanso y 8 horas de ocio, en las últimas cuatro décadas nos hemos alejado de esta aspiración.
Particularmente en México, de acuerdo con especialistas del Centro de Análisis Multidisciplinario (CAM): “las y los trabajadores para tratar de nivelar su calidad de vida, han tenido que aumentar el tiempo para trabajar, rebasando las 8 horas de duración de una jornada de trabajo que por ley se establece, por lo que se normalizaron las jornadas de trabajo de 12 o hasta 16 horas por día”; una situación agudizada por la pandemia, en general, y el teletrabajo en particular.
Por otro lado, como ha documentado el CAM, desde la década de 1970 la pérdida del poder adquisitivo del salario –en más del 70 por ciento–, ha afectado el acceso de los trabajadores a la Canasta Alimentaria Recomendable –fijada hasta el 2018 en 264.84 pesos diarios frente a los 141.7 pesos del salario mínimo nacional actual–, pues “para que con un salario mínimo, por cada 8 horas, pudieras alcanzar el mismo poder adquisitivo de los años 70, en los que el salario cubría más que solamente la canasta de alimentos, tendrías que trabajar aproximadamente 67 horas al día (sí, muchas más horas de las que tiene un día), es decir, trabajar 7 veces más de lo que se hacía entonces” (sic).
Mucho trabajo, poco descanso e ingresos insuficientes, sin duda, se han traducido en el deterioro de la alimentación y salud de los trabajadores y sus familias, con los resultados dramáticos que hemos podido constatar durante el desarrollo de la pandemia en el país. Según datos proporcionados por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), en México sólo el 20 por ciento de la población está bien nutrida, pues los altos índices de pobreza y trabajo informal predominantes van de la mano con una población carente de alimentos o subalimentada.
La explotación y la precariedad romantizadas se suelen nombrar, también, como “amor al trabajo”, “libertad para emplearse en donde cada uno decida” o “you can do it, ¡sé un exitoso emprendedor!”; aunque, en términos llanos, podría ser trabajar hasta el último aliento. Para los trabajadores formales en edad de jubilación, a menudo, significa no poder jubilarse, pues su salario se reduciría sustancialmente o porque no alcanzan a completar las semanas de cotización (por una variedad de circunstancias ajenas a ellos); entre los trabajadores informales suele traducirse en que, luego de décadas de trabajo, no se tiene casa propia, ni trabajo estable, ni ahorros; mientras que para los trabajadores por cuenta propia significa la sobrevivencia diaria sin perspectiva de retiro.
Esta es la realidad de un país con 60 millones de pobres –cuyos ingresos totales son, del otro lado de la moneda, el equivalente de ingresos de los 10 empresarios más ricos–, en donde viven en pobreza extrema más del 10 por ciento de la población y en donde, como declaró la Organización para a Cooperación y e Desarrollo Económicos (OCDE), “la mitad de los mexicanos que nacen pobres, lo serán toda la vida”.
En Japón, con 1 mil 644 horas laborables al año, ocurre un fenómeno llamado karoshi (muerte por exceso de trabajo) que se ha convertido en una problema de salud pública; en México, de acuerdo con datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) se laboran 2 mil 137 horas anuales. Con 493 horas laborables más que en Japón, México es el país con más horas de trabajo entre los países miembros de la OCDE y, como afirma este organismo, también las débiles leyes laborales que existen en el país permiten que no se respeten las 48 horas laborales máximas.
Partiendo del reconocimiento de que la apropiación ilimitada e irracional del trabajo las 24 horas del día forma parte de la naturaleza del sistema capitalista, preguntarse qué tan explotado se es, bien puede medirse por el tiempo libre del que se dispone para descansar o para realizar otras actividades de tipo recreativo.
La lucha de los trabajadores en todo el mundo, en defensa de su salud, en contra de condiciones laborales que ponen en riesgo su vida, así como la exigencia al Estado de normativas que los protejan, siempre ha sido un asunto de los propios trabajadores. Sólo así han sido posibles la jornada laboral de 8 horas y la seguridad social, junto con otros derechos laborales como la organización colectiva, el salario mínimo, el descanso semanal, la protección a las mujeres por maternidad y el derecho a la defensa en contra del despido injustificado, por mencionar algunos que han sido decisivos para la protección del único bien que posee el trabajador: su fuerza de trabajo.
La crisis sanitaria y económica que estamos viviendo en todo el mundo, a partir de la pandemia ha puesto el dedo en la llaga, mostrando que la explotación del trabajo en el capitalismo es el origen mismo de todos los riesgos para la vida, y que el cambio radical de esa relación entre capital y trabajo es un objetivo fundamental. Mientras que, nuevamente –como hace más de un siglo–, los patrones y el Estado pretenden hacer creer que la salud y la vida de los trabajadores es un asunto de responsabilidad o negligencia individual.
Pero la salud de las trabajadoras y trabajadores depende de sus condiciones laborales en sus centros de trabajo y de sus condiciones de vida fuera del trabajo. Como propone la Federación Sindical Mundial para este 1 de mayo, una de las demandas es luchar por el conjunto de la vida de los trabajadores y por la satisfacción de sus necesidades contemporáneas: trabajos formales, salarios suficientes, servicios de salud para todos, condiciones laborales y sanitarias adecuadas, acceso a servicios básicos, alimentación sana para la población, tiempo de descanso y esparcimiento necesarios para la recuperación de la fuerza de trabajo, reducción de la jornada laboral, entre tantas otras cosas que las políticas neoliberales se encargaron de precarizar; hoy, luchar por el derecho a la salud, trabajo y vida dignos es una demanda urgente.
A partir de la década de 1980, la tasa de sindicalización en América Latina fue cayendo de manera proporcional a la pérdida de derechos básicos. La imposición de las políticas neoliberales requirió del debilitamiento de la organización colectiva de los trabajadores, es así como la propaganda en contra de los sindicatos fue parte importante de la ofensiva político-ideológica que acompañó el proceso de restructuración económica. Hoy día, se estima que en México sólo el 8.9 por ciento de trabajadores se encuentra sindicalizado y sólo 1 por ciento de ellos pertenece a un sindicato independiente.
En toda América Latina y el mundo, se ha incrementado la masa de trabajadores sin derechos; es común encontrar jóvenes que no conocen lo que es un trabajo estable, mientras que otros consumen su vida entre dos o más empleos; otros miles, en diferentes sectores llevan años sin ser reconocidos como trabajadores, sino como prestadores de servicios, colaboradores, socios, entre otros eufemismos.
Un indicio para salir de está situación, parece ser, recuperar los principios de unidad y solidaridad de clase, que rebasen las mezquinas ideas y prácticas de desigualdad y confrontación con que se ha venido enfrentando a trabajadores formales e informales, trabajadores del campo y la ciudad, trabajadores locales e inmigrantes. Pero, también, superar el anquilosamiento, burocratización, corporativismo, inmediatez y discriminación de género, entre otros vicios que permean el sindicalismo actual.
El sindicalismo de nuevo que se necesita requiere, en igual medida, el fortalecimiento de los que ya existen, la recuperación de su independencia y combatividad para remontar los golpes recibidos y arrancar al Estado mayores beneficios; impedir la contratación de trabajadores al margen de los Contratos Colectivos y de las Condiciones Generales de Trabajo e incorporar a los trabajadores irregulares, que ya están en los centros de trabajo, mediante alguna modalidad de afiliación e independientemente de su tipo de contratación, o apoyarlos en la creación de sus propias organizaciones.
Fortalecer y ampliar la organización colectiva de los trabajadores dejando atrás, al mismo tiempo, el sindicalismo inofensivo e ineficaz que, en términos de participación y movilización, viene predominando desde hace muchos años, son el preludio para no ver consumida nuestra vida en jornadas de explotación legalizadas o en condiciones precarias de trabajo, y son también la esperanza de un digno porvenir con el trabajo, descanso, salud y ocio que nos merecemos.
Paola Martínez González*
* Socióloga y maestra en Estudios Latinoamericanos
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