Acabar con la propia vida es mucho más frecuente que matar a otro. En España hubo 10 veces más suicidios que homicidios. Los suicidas representan el 1 por ciento de todas las muertes en Norteamérica, pero la realidad es que cada 40 segundos se suicida una persona en el mundo, y cada 3, otra lo intenta, según la Organización Mundial de la Salud (OMS). Otro dato impresionante es que, en las últimas guerras, el Ejército de Estados Unidos ha perdido a más soldados por suicidio que en combate.
Esta denuncia de la OMS quiere cambiar las actitudes sociales que consideran el tema como si fuera algo vergonzante para el protagonista y para su familia. Como lo fueron las enfermedades de transmisión sexual, la esquizofrenia, el alcoholismo, la homosexualidad, las relaciones prematrimoniales o con familiares próximos, o la depresión hasta hace unas décadas.
Un elevado porcentaje de los actos suicidas está relacionado con algún tipo de trastorno siquiátrico, pero no siempre es ése el origen del suicidio.
Muchos suicidas han sucumbido ante la desesperanza más que a la desesperación. Como sucede con muchas personas que mueren en accidentes de tráfico o víctimas de toxicomanías, o en enajenaciones que a tantos llevan a enrolarse en ejércitos, guerrillas o mafias urbanas. Pálidas alternativas para unas vidas que no han encontrado un sentido, el suyo, no el impuesto por una sociedad, una religión, otra ideología, o por una presión ambiental insoportable para quienes ya no pueden dialogar ni con ellos mismos.
Cuenta mucho el desarraigo y la estructura desintegrada de muchas culturas tradicionales. Mientras estas hecatombes se producían en los países empobrecidos del Sur, parecían no afectar en las antiguas metrópolis. Ahora producen alarma social en las capitales de grandes países africanos y asiáticos, y no afecta sólo a las personas hacinadas en barrios marginales, sino que es una de las mayores afecciones entre la población universitaria. Jóvenes que han alcanzado ese estadio sostenidos por sus familias y comunidades como esperanza salvadora para todos, no soportan la presión a la que son sometidos y sucumben recurriendo a las drogas, a la depresión o, en el último de los casos, al suicidio.
Los instintos ya no le indican al hombre lo que tiene que hacer, y las tradiciones no le muestran lo que debe hacer, hasta el punto de que muchas personas ya no saben lo que quieren hacer. La epidemia del suicidio se gesta en una sociedad excluyente, en unas formas de vida aceleradas, deshumanizadas, en las que todo parece poder comprarse, en donde la búsqueda del placer como fin da el salto a una búsqueda de poder como forma de supervivencia. Es el resultado de una voluntad frustrada de sentido. En nuestros días, las personas necesitan saberse queridos y respetados aquí y ahora, en primer lugar por nosotros mismos.
Vivir con voluntad de sentido, porque no se trata de aceptar el que nos impongan, sino de descubrirlo en nosotros mismos. Para eso necesitamos ayuda y apoyarnos solidariamente, no sólo en los demás sino en las instituciones sociales que tienen su razón de ser en el bienestar de los ciudadanos. En la que la educación debe ser el motor fundamental que nos ayude a descubrir en cada situación el desafío para asumir la responsabilidad que nos corresponde. Cuanto más vivo es el sentimiento de responsabilidad de una persona y el reconocimiento de su valor personal, mejor preparada estará contra ese vacío existencial que se extiende en un modelo de desarrollo que produce sociedades carentes de sentido.
Ser uno mismo significa aceptarse y quererse para actuar con responsabilidad, aunque el suicidio suponga para muchos, en palabras de Erasmo de Rotterdam, “una forma de manejar el cansancio de la vida”.
*Profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid; director del Centro de Colaboraciones Solidarias
Contralínea 389 / 08 de Junio al 14 de Junio
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