Para el propio régimen priísta, la pudrición provocada por la corrupción es inocultable y, según sus agentes de inteligencia, un riesgo para sí mismo. De agravarse, los efectos ya no sólo se verían en la miseria de la mayoría y en la opulencia espontánea de pocos: la corrosión podría debilitar las instituciones medulares del Estado.
Cuando inició el sexenio, la corrupción no era considerada por el gobierno de Enrique Peña Nieto como un factor de riesgo. Incluso en 2013 no apareció en la Agenda Nacional de Riesgos heredada de la administración de Felipe Calderón. Pero a partir del año siguiente cambió de opinión y la incluyó en el noveno puesto, por encima de “terrorismo y armas no convencionales”; en 2015 escaló hasta el sexto peldaño en el escalafón de los mayores temores en materia de seguridad nacional.
“En la estructura gubernamental, hay una corrupción generalizada. No sólo es económica, sino en eficiencia y eficacia”, dice en entrevista el doctor Enrique Díaz Santos.
Por su parte, organismos internacionales, gobiernos extranjeros y empresas multinacionales, aunque se beneficien de ello, señalan a México como uno de los países más corruptos en el mundo. Instituciones académicas y especialistas complementan el diagnóstico al apuntar hacia la impunidad y la inoperancia del sistema de justicia nacional.
Del Ejecutivo al Poder Judicial, y de éste al Legislativo, pasando por los municipios, los gobiernos locales, y entre todos ellos, la clase empresarial, manto que cubre los poderes políticos, las estructuras de poder en México están infestadas por la corrupción, razón por la cual oficialmente es considerada en la Agenda Nacional de Riesgos –documento “confidencial” del cual Contralínea posee copia– por encima de temas como el ciberterrorismo, el contrabando, los desastres naturales y pandemias, y la subversión.
En México, las mayores fortunas se forjaron a partir de la privatización de los bienes nacionales, en procesos en los cuales los beneficiarios contaron con información crucial gracias a sus enlaces gubernamentales; mientras que el resto de la clase empresarial mantiene su fortaleza por la buenaventura garantizada en las oficinas públicas, ya sean federales, estatales o judiciales. El capital dicta las políticas públicas, se impone a los poderes políticos.
Los expresidentes devienen en millonarios. Si provenían de la clase trabajadora terminan en empresarios, incluidos sus hijos, nietos, sobrinos, amigos y parejas; sus propiedades se multiplican y la suerte en los negocios se mantiene durante generaciones.
Los contendientes a ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación son elegidos por el Ejecutivo. Entonces los méritos para acceder al máximo cargo del Poder Judicial federal incluyen la aprobación presidencial y el sometimiento a éste.
Los legisladores encuentran bonanza en las curules, además de un fuero que nunca es puesto a prueba por lo dicho en el estrado. La reelección indirecta permite carreras legislativas que se cuentan por décadas más que por iniciativas.
Durante el priísmo, el panismo y el “nuevo PRI” (Partido Revolucionario Institucional), así como bajo los gobiernos del resto de los matices cromáticos, los historiales de los servidores públicos de alto nivel han sido colmados de señalamientos de enriquecimiento inexplicable; de colusión con el crimen organizado; de asociación con negocios directamente relacionados con las áreas a su cargo; de respaldar a empresarios que después llaman socios; de provocar el despojo de territorios en favor de trasnacionales en las que terminan “trabajando”; de considerar el erario como extensión de la billetera personal; de resguardo de capitales en paraísos fiscales; de aceptar donaciones de contratistas amigos; de traición a la patria en beneficio del país vecino del Norte.
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“Lo peor de la corrupción es precisamente ser estructural. Sin ir más lejos, la crisis es resultado de la corrupción sistemática, perpetrada por las élites y sus servidores”, escribe Xavier Caño (Contralínea, 28 de febrero de 2016).
Por ejemplo, “esclarecedora muestra es la actuación de la banca Goldman Sachs, que alteró y ocultó las cuentas reales de la economía griega para que Grecia pudiera ingresar en la eurozona. Y ya vimos que pasó después. Goldman Sachs fue denunciada también por la Comisión del Mercado de Valores de Estados Unidos por vender títulos de deuda con hipotecas que jamás rendirían beneficio alguno. Origen de la crisis”, indica el escritor y periodista.
Y en México, los principales bancos han admitido haber lavado dinero de los cárteles del narcotráfico. Entre 2007 y 2008, por lo menos, HSBC envió 7 mil millones de dólares desde sus sucursales mexicanas hacia Estados Unidos, relacionados con el Cártel de Sinaloa.
“Aceptamos responsabilidad por nuestros pasados errores”, se disculpó compungido Stuart Gulliver, jefe ejecutivo de la firma británica, y pagó una multa de 1 mil 920 millones de dólares.
“La corrupción es muy capitalista y la lista de partidarios que vulneran la ley con trampas y robos de lo público es tan larga que aburre –continúa Xavier Caño–. Porque el capitalismo lleva en su ADN quebrantar la ley. Lo único que le interesa es aumentar más y más beneficios en poco tiempo. Lo que se traduce en muy escasa voluntad política de acabar con la corrupción.”
Internacionalmente, México es reconocido como uno de los países más corruptos del mundo. Como muestra están los estudios elaborados en 2015 por Transparencia Internacional (TI, asociación ligada a la Agencia Central de Inteligencia, CIA, y al servicio secreto británico MI6), en los que es clasificado entre los que tienen graves problemas de corrupción.
El Índice de Percepción de la Corrupción ubica al país en el lugar 95 de 168, con una calificación de 35 sobre 100; mientras que en el Índice de Sobornadores marca con un 7 sobre 10 a la corrupción de las empresas en el país, en el penúltimo lugar del ranking.
“Es claro que el cohecho sigue siendo una práctica empresarial rutinaria para demasiadas empresas y que se practica en todos sus negocios, no sólo sobornando a funcionarios”, declaró la presidenta de TI, Huguette Labelle, al presentar el reporte correspondiente a 2011.
“La corrupción no es un fenómeno delimitado en uno u otro Estado”, apunta Jacobo Silva Parada, maestro en relaciones internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México. “Es por ello que en 2003 y 2004 la Oficina de las Naciones Unidas para la Droga y el Delito propició la firma y ratificación de la Convención Contra la Corrupción […], la cual establece lineamientos generales para la prevención de la corrupción, además de su tipificación y mecanismo de cooperación internacional para su erradicación.
“Así, México ha firmado y ratificado este instrumento legal y ha establecido un tejido institucional”, añade el especialista en el texto denominado Las vulnerabilidades de la seguridad nacional de México.
Dicho “tejido” se trata de la Secretaría de la Función Pública (SFP), la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales (Inai).
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Durante el sexenio de Felipe Calderón en la Presidencia de la República, la desaparición de la SFP fue anunciada y en los hechos cumplida. Bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto, su credibilidad terminó por destrozarse con la actuación de Virgilio Andrade al frente, y tras la resolución del caso de la llamada casa blanca, absolviendo de toda culpa al titular del Ejecutivo.
La ASF, por su parte, anualmente elabora la revisión de la cuenta pública, la cual, además de referirse a hechos ocurridos 2 años atrás, no provoca consecuencias sobre los altos cargos. A las irregularidades detectadas en las fiscalizaciones les sigue la impunidad. La Auditoría destapa cloacas, a veces señala a los responsables, empero después sólo recomienda acciones, pues es lo máximo que le permiten sus facultades.
El tercero, el Inai, a pesar de su autonomía constitucional, sus resoluciones sistemáticamente han avalado la opacidad de los sujetos legalmente obligados a rendir cuentas. Bajo las argucias de seguridad nacional, secreto fiscal y protección de datos personales, el Instituto ha cerrado el candado de información de interés público.
A pesar de la instauración de instituciones encargadas de fiscalizar el actuar de los poderes públicos, “la corrupción sigue siendo un lastre en la población y gobierno mexicanos, sin mencionar el índice de impunidad que se tienen”, sentencia Silva Parada.
Maridada de la corrupción, la impunidad es la regla. Estudios, estadísticas y hechos lo remarcan.
De acuerdo con el Índice Global de Impunidad (IGI) correspondiente a 2015, México ocupa el penúltimo lugar (58) en la lista de los países analizados (59), sólo menos peor que Filipinas. “El problema de la impunidad en México es funcional y estructural”, sentencia el estudio realizado por el Centro de Estudios sobre Impunidad y Justicia de la Universidad de las Américas Puebla.
“El caso mexicano destaca por muy altos niveles de impunidad y un mal desempeño en cada una de las dimensiones estudiadas en el IGI 2015. Esto nos remite a un problema generalizado que retroalimenta y multiplica las consecuencias de problemas sociales como la violencia, la inseguridad, el acceso desigual a la justicia, la corrupción y la violación a los derechos humanos”, agrega, y precisa que el 46 por ciento de las personas encarceladas no ha recibido una sentencia, lo que evidencia el estado del sistema de justicia mexicano.
Los jueces podrán firmar la excarcelación de narcotraficantes renombrados o encerrar a personas por motivos políticos, enriquecerse evidentemente, retrasar arbitrariamente procesos o condenar aduciendo leyes inexistentes o abrogadas. Todo sin recibir castigo alguno, bajo la protección del Poder Judicial de la Federación.
“De 2013 a 2015, el Consejo de la Judicatura Federal ha sancionado apenas a nueve magistrados y 12 jueces”, informó Contralínea en su edición 464.
Sin facultades para tocar a los integrantes de la Corte y del Tribunal Electoral –desde los primeros trabajadores hasta los magistrados y ministros–, el Consejo de la Judicatura Federal se ha concentrado durante años en casos pequeños relacionados con faltas “leves”.
La llamada “clase política” vive la misma tranquilidad que la familia judicial:
“La Secretaría General de la Cámara de Diputados mantiene archivados 320 expedientes de solicitudes de juicio político que aún se encuentran vigentes”, informó, por su parte, el reportero Roberto Garduño. Desde el desafuero de Andrés Manuel López Obrador en 2005, ningún político volvió a ser tocado por el Congreso (La Jornada, 6 de marzo de 2016).
Por otra parte, “de las 444 denuncias presentadas por la Auditoría Superior de la Federación desde 1998 hasta 2012, sólo siete fueron consignadas, es decir, 1.5 por ciento”, detalla María Amparo Casar (México, anatomía de la corrupción, 2015).
Asimismo, los servidores públicos saben que no pasará nada si desacatan alguna resolución judicial. La probabilidad de que sean castigados por desobedecer a un juez es prácticamente nula. Así lo demuestra el abogado Netzaí Sandoval:
“Un dato probablemente desconocido hasta el momento en el país apunta que, de 1996 a 2014, solamente se ha separado a 15 servidores públicos de su cargo y se les ha consignado ante un juez penal por desacato. Esto significa que del universo de más de 15 mil incidentes de inejecución que ha tramitado la Suprema Corte, únicamente en el 0.1 por ciento de los casos las autoridades que burlan las sentencias son finalmente sancionadas por ello.”
El Poder del Ejecutivo es la razón. Ministros, magistrados y jueces le temen a la mano presidencial, que de un tajo puede cortar sus carreras o, por lo menos, impedir ascender a la Suprema Corte.
“Si en México continúa prevaleciendo un sistema de ejecución de sentencias tan ineficiente, anacrónico y que viola sistemáticamente derechos humanos es por un supuesto argumento constitucional. Este postulado afirmaría que el Poder Judicial no debe intervenir en las decisiones (presupuestales) del Poder Ejecutivo. Nuevamente se observa la “reverencia” (que en este escrito se prefiere llamar “temor”) frente al poder del presidente. En este caso es el Legislativo y el complejo poder revisor de la Constitución quien se niega a poner un alto a los abusos del Ejecutivo” (Contralínea, 464).
Aunque sistémica, parte del sostén del orden social, paradójicamente la misma corrupción puede poner en peligro el Estado que se sirve de ella, pues entre las instituciones que pueden ser corroídas están las encargadas de la seguridad nacional.
Según los propios entes de inteligencia, la corrupción e impunidad alimentan el resto de los riesgos que conforman la Agenda Nacional. Sus efectos se reflejan, repiten, en los apartados sobre terrorismo y ciberterrorismo, destrucción ambiental, narcotráfico, flujos migratorios, contrabando.
“Por supuesto que la corrupción es un tema, es un riesgo para la seguridad nacional indudablemente”, considera el investigador Gerardo Rodríguez Sánchez Lara.
Para el también profesor de la Universidad de las Américas Puebla, la distracción de los organismos de seguridad en acciones distintas a sus obligaciones legales, significa el mayor problema.
“La amenaza, muy grave, está en la politización de las agencias del Estado mexicano, como el Cisen.”
El Centro, dependiente de la oficina del secretario de Gobernación, ha tenido como directores a hombres ajenos a las tareas de inteligencia y seguridad, personas sin experiencia pero impuestos en el cargo por su buena relación con el equipo del presidente. Un ejemplo de ello es el actual titular, el exactor Eugenio Ímaz Gispert, cuya trayectoria en la administración pública previa se ciñó “a su desempeño en la Contraloría estatal de Hidalgo en 2005, y como titular de la Secretaría de Planeación y Desarrollo Regional de la misma entidad en 2009 –informó Contralínea previo a su nombramiento–. Antes de ostentar estos cargos, de 1998 a 1999 fungió como secretario particular del subsecretario de Seguridad Pública de la Secretaría de Gobernación”.
Sin embargo, no es nada nuevo: durante el panismo, la politización del ente de inteligencia se convirtió en tradición: el Cisen fue dirigido por funcionarios como Jaime Domingo López Buitrón (con Vicente Fox y Felipe Calderón), representante del Consejo Coordinador Empresarial; Alejandro Poiré, quien de analista político y vocero escaló hasta la cima de la Secretaría de Gobernación; Guillermo Valdés, que de encuestador pasó a máximo agente, o Eduardo Medina Mora, actual ministro de la Corte.
Dicha politización “corrompe a las instituciones y las hace incapaces de responder ante las amenazas”, señala el profesor de posgrado en el Centro de Estudios del Ejército y Fuerza Aérea.
“Desvía la atención de las verdaderas amenazas. Cuando un secretario utiliza sus agencias de inteligencia (no sólo el secretario de Gobernación, el secretario de Hacienda, los secretarios militares, la Procuraduría General de la República, la Comisión Nacional de Seguridad), cuando esas agencias son desviadas de sus obligaciones legales para atender agendas políticas personales estamos en un escenario de riesgo porque las agencias a las que se asignan los recursos para atender estas amenazas están atendiendo otros temas.”
La consecuencia inmediata es la descoordinación entre las instituciones, lo que debilita las políticas de seguridad.
“Es un asunto de seguridad nacional la descoordinación por esta politización o por la lucha de poder que existe entre varios actores que forman parte de la comunidad de seguridad nacional en México.”
Mauricio Romero, @mauricio_contra
[BLOQUE: INVESTIGACIÓN][SECCIÓN: PORTADA/SEGURIDAD]
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