Trabajadores: la guerra de clases ha comenzado. Ayer, frente a la fábrica McCormick, se fusiló a los obreros. ¡Su sangre pide venganza!
¿Quién podrá dudar ya que los chacales que nos gobiernan están ávidos de sangre trabajadora? Pero los trabajadores no son un rebaño de carneros. ¡Al terror blanco respondamos con el terror rojo! Es preferible la muerte que la miseria.
Si se fusila a los trabajadores, respondamos de tal manera que los amos lo recuerden por mucho tiempo.
Es la necesidad lo que nos hace gritar: ¡A las armas!
¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís!
¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!
Adolph Fischer, redactor del periódico anarquista Arbeiter Zeitung, Chicago, Illinois, 3 de mayo de 1886
Es probable que el 1 de mayo sea uno de los días más tristes de Enrique Peña Nieto desde que inició su gestión como presidente de México, al margen de las artes que empleó para convertirse en el jefe del Ejecutivo. Acaso en ese día Enrique Peña se considere aún más agraviado y dolido que como dijo se sentía el 1 de diciembre de 2012. Quizá hasta se encuentre al borde de las lágrimas debido a su incapacidad para honrar sus palabras vertidas en su discurso de toma de posesión, porque los resultados arrojados por su gestión en materia de crecimiento, empleo y bienestar social son exactamente los contrarios a sus compromisos asumidos retóricamente.
Lo que sí es una certeza es que los trabajadores mexicanos llegan una vez más derrotados a la conmemoración de los mártires de Chicago, sus compañeros de clase que participaron en la llamada revuelta de Haymarket Square (Chicago, Estados Unidos) en mayo de 1886, los cuales fueron sangrientamente reprimidos, varios de ellos asesinados y algunos dirigentes encarcelados y condenados a la horca por su insolente exigencia de 8 horas de trabajo, 8 horas para el sueño y 8 horas para la casa, entre otras reivindicaciones básicas. Concurren al Día Internacional del Trabajo con una batalla más perdida en la lucha económica de clases. Con sus intereses y derechos laborales conculcados, flexibilizados y sometidos como fardos al capital por obra y gracia de la contrarreforma laboral neoliberal calderonista-peñista. Vendidos por los dirigentes sindicales integrados a la estructura corporativa del Estado y las empresas. Víctimas de la estanflación registrada durante el año y medio transcurrido del peñismo. Agobiados por los escasos empleos formales creados en las peores condiciones laborales, el desempleo, el subempleo o la informalidad, que les ha obligado a emigrar o desertar del mercado de trabajo, a vegetar, a incorporarse en las robustas filas de la delincuencia ante la imposibilidad de encontrar un empleo digno o indigno. Desesperados por la pérdida sistemática en el poder de compra de los salarios reales que los condena a la pobreza y la miseria, situación convertida en una deliberada estrategia de Estado para controlar la inflación, reducir los costos de las empresas y elevar la competitividad del capital, por la política tributaria y de precios del gobierno. Abatidos y paralizados por el presente y el futuro sombrío al que han sido condenados.
En su primer discurso como Ejecutivo, Peña Nieto dijo: “hay un México de progreso y desarrollo, y otro que vive en el atraso y la pobreza. Hay un gran número de mexicanos que viven al día, preocupados por la falta de empleo y oportunidades, porque el país no ha crecido lo suficiente”. Y, rasgándose teatralmente las vestiduras, añadió: “Es inaceptable que millones de mexicanos padezcan aún de hambre. En el México de hoy no puede ni debe permanecer la situación de pobreza y hambre en que se encuentra un amplio sector de nuestra población y que, lamentablemente, divide a los mexicanos”. Cariacontecido, agregó: “Estas condiciones nos agravian, nos duelen [y] dañan la imagen de México en el exterior”. Por esas y otras razones, adicionó en un ataque de lirismo: “Éste es el México que hay que transformar. Mi compromiso es […] acelerar el crecimiento, promover la economía formal. Mi prioridad, el principio elemental de mi política social, [es] elevar la calidad de vida de las familias mexicanas, lograr que tengan un piso básico de bienestar, cerrar la brecha de la desigualdad”; alcanzar “un México incluyente, una sociedad de clase media, con equidad y cohesión, con igualdad de oportunidades. Debemos entender que no habrá seguridad mientras no haya justicia”. Ya encarrilado, como un iluminado circunstancial, remató: “En el México que vislumbro hay justicia e inclusión, que serán las bases del pacto social. Es tiempo de romper, juntos, los mitos y paradigmas, y todo aquello que ha limitado nuestro desarrollo”.
Año y medio después, el único avance perceptible es el relativo a la demolición de mitos y paradigmas. Pero no a los “que han limitado nuestro desarrollo”, lo que hubiera implicado dar un viraje estratégico, abandonar el modelo neoliberal, responsable del estancamiento económico padecido entre 1983 y 2014, de la creciente exclusión social, la pobreza y la miseria generalizada. Los mitos y paradigmas en contra de los cuales ha arremetido Enrique Peña Nieto son los del antiguo régimen estatista-nacionalista que obstaculizan la radicalización y el redespliegue neoliberal. Entre ellos destacan los que frenaban la reprivatización y trasnacionalización energética, que llevará al desmantelamiento de las organizaciones corporativas de los empleados petroleros y electricistas, o que protegían constitucionalmente los derechos laborales –prestaciones, servicios de salud, seguridad e higiene en las empresas, permanencia, horarios–, al menos en la ficción jurídica, y restringían la sobreexplotación del trabajo asalariado, tarea facilitada por el control corporativo de los capos sindicales que prefirieron inmolar a los trabajadores para salvaguardar sus privilegios.
En cambio, la situación del mercado laboral y las condiciones de vida de los trabajadores, por las cuales Enrique Peña dijo sentirse profundamente agraviado y dolido, son peores a las registradas al inicio del gobierno priísta. La información oficial no deja lugar a equívocos.
Nadie puede dudar que a la población le angustie la falta de empleos formales, los diversos grados de hambre que padecen y la pauperización que sufren las mayorías.
A todos les preocupa. Menos a la minoría oligárquica. Porque su fortuna se ha logrado a costa de la pobreza y la miseria de las mayorías.
Tampoco a los neoliberales como Peña o Luis Videgaray, porque ellos han sido los gerentes responsables de instrumentar las políticas causantes de la polarización social, del genocidio económico.
Sólo les inquieta la inseguridad que ellos mismos han generado y han buscado resolverla con el exterminio de la escoria delincuencial.
De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) y la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, en lo que va de la presente década, la población económicamente activa (PEA) –es decir, quienes están en edad de trabajar– aumenta anualmente en 1 millón 325 mil personas en promedio. Ese mismo número de plazas se requerirán cada año para ocupar a quienes buscan por primera vez una plaza en el mercado laboral formal. Durante el sexenio de Peña Nieto se necesitarán 7 millones 950 nuevos empleos acumulados. Si se desea reducir el desempleo, el subempleo, la informalidad, la emigración y la inseguridad, la cantidad debe ser sustancialmente mayor.
Entre 2011 y 2012, los nuevos empleos demandados sumaron 2.7 millones, y los trabajadores afiliados al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), que reflejan la oferta formal, ascendieron a 1.3 millones. La mitad fue ocupada. La otra mitad tuvo que buscar otras formas de supervivencia. En ese bienio la economía creció 3.9 por ciento en promedio anual.
Para enmendar los agravios, atemperar el dolor ajeno, reducir la preocupación social por la falta de empleos, y hasta para enjugar las lágrimas de las mayorías, la economía debió crecer “suficientemente”, según el razonamiento de Peña, aun cuando nunca especificó cuánto es “suficiente”…
Por lógica, el ritmo de expansión en el primer año peñista debió superar la tasa de 3.9 por ciento, si se aspiraba a generar los empleos requeridos por primera vez y avanzar en la reabsorción de los excluidos del pasado reciente. Pero apenas fue de 1.1 por ciento, la peor desde 2009, cuando la economía se derrumbaba en 4.7 por ciento. Los peñistas no sólo no hicieron nada para contrarrestar la atonía económica: con su indiferencia y retraso en el gasto público, la convirtieron en una breve recesión y en el estancamiento que ya se extiende hacia la primera mitad de 2014.
El IMSS sólo contabiliza 378 mil nuevos afiliados de los 1.7 millones requeridos, entre la toma de posesión peñista y el cierre de febrero de 2014. Es decir, 2.3 millones, el 77 por ciento, no encontraron nada en la formalidad.
El problema adicional es que, sin reformas estructurales, Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray proponen para el sexenio una tasa de crecimiento media anual de 3.1 por ciento. Con ellas, de 3.9 por ciento. Ninguna de las dos opciones será “suficiente” para generar los empleos formales necesitados.
¿Cómo se empezarán a mitigar las cuitas de los trabajadores mexicanos?
No con Peña Nieto, desde luego.
Las estadísticas, sin embargo, evidencian que los empleos creados son mayores a los reconocidos por el IMSS. Pero la diferencia se ubica allende del mercado formal, mostrando las llagas perniciosas del drama laboral. Veamos los detalles.
Según el Inegi, entre 2012 y 2013, el total de ocupados pasó de 49.1 millones de personas a 50.2 millones. Aumentó en 1.2 millones, equivalente al 88 por ciento de los 1.3 millones requeridos. De la primera cantidad, 463 mil se ubican en los registros del IMSS y representan el 40 por ciento de los nuevos empleos.
Por otro lado, los trabajadores subordinados con percepciones salariales y no salariales disminuyeron de 34 millones a 33.7 millones. Se reducen en 328 mil personas, en 1 por ciento. Su participación en la ocupación total bajó de 69.7 por ciento a 67.2 por ciento.
¿Si el mercado laboral formal se contrae, dónde se ubica el resto de los ocupados?
En los intersticios fantasmales y precarios de la economía llamada “informal”.
Entre las personas que laboran por su cuenta –porque de alguna manera tienen subsistir– aumentaron de 10 millones a 11.1 millones, 1.1 millones más, 11 por ciento más. Su peso relativo en el empleo total se elevó de 20.3 por ciento a 22.1 por ciento. Los asalariados perdieron 2.3 puntos porcentuales. Los que trabajan por cuenta propia ganaron 1.8 puntos.
De las 1.2 millones de nuevas plazas, 722 mil, el 62 por ciento del total, se generan en el sector terciario; 381 mil, el 33 por ciento, son aportadas por el comercio; 587 mil de las nuevas ocupadas, la mitad del total, carecen de un establecimiento para realizar sus actividades. Son los “emprendedores” de la informalidad. En 2013 el sector agropecuario no proporcionó nuevos empleos.
Enrique Peña Nieto dijo que era “inaceptable que millones de mexicanos padezcan hambre” y sobrevivan en la pobreza.
Pero en su primer año de gobierno la mayoría de los nuevos empleos se ubicaron en el rango de los salarios de hambre que perpetuán la pobreza y la miseria.
Los empleos que pagan más de 5 veces el salario mínimo (VSM) retrocedieron en 296 mil. Su total se redujo de 3.9 millones en 2012 a 3.6 millones en 2013, y su participación en el total de los ocupados cayó de 8 por ciento a 7.3 por ciento. El 78 por ciento de los nuevos puestos pagan salarios de uno a dos VSM. Los que se ubican en la mínima percepción aumentaron en 443 mil, por lo que su total se elevó de 6.4 millones a 6.9 millones, y su participación en el total pasó de 6.4 a 6.9 por ciento. Los que pagan 1.1-2 VSM se elevaron en 467 mil, de 11.3 millones a 11.7 millones y, su proporción en el total subió de 23 por ciento a 23.4 por ciento.
De los 1.2 millones de empleos creados, 805 mil, el 69 por ciento del total, carecen de la cobertura de salud. Así, el número de ocupados sin ese servicio aumentó de 31.1 millones a 31.9 millones en la corta vida del peñismo. Los trabajadores asalariados subordinados sin prestaciones sociales se incrementaron en 323 mil; de 12.6 millones a 12.9 millones, equivalentes al 38.1 y 38.2 por ciento de esta clase de ocupados.
Lo que no ha sido inaceptable para Peña Nieto es el mantener la ley de hierro sobre los salarios, la imposición de sus aumentos en línea con la inflación esperada y no con la alcanzada. No se le ha ocurrido fijar sus alzas por encima de la inflación para impulsar la recuperación de su poder de compra, lo que sería un acto de justicia para los trabajadores, luego de 38 años de deterioro sistemático de los salarios reales. Tampoco le parece inaceptable que, mientras los salarios son controlados, los precios se mueven libre y alegremente como las golondrinas en el verano. Mucho menos le ruboriza que, durante su mandato, Videgaray se haya encaprichado en que los precios administrados por Hacienda dupliquen al aumento salarial.
En 2013, el alza de los salarios mínimos y contractuales fue el mismo: 4.3 por ciento. La inflación media de 4 por ciento. La canasta básica subió en 5.2 por ciento; los energéticos (electricidad, gas, gasolinas), en 8.3; y las tarifas autorizadas por el gobierno, en 9.3 por ciento.
En lo que va de 2014, dichos salarios aumentaron 3.9 y 4.2 por ciento, respectivamente. La tasa anualizada de la inflación para marzo fue de 3.8 por ciento.
En estos primeros meses, el costo de la canasta básica fue de 5.5 por ciento, el precio de los energéticos se incrementó en 9.8 por ciento y las tarifas autorizadas, en 9.6 por ciento.
Si la inflación le restó poder de compra a los salarios, el aumento en los impuestos directos e indirectos decretados para 2013 y la invención de otros por el creativo Videgaray redujeron aún más los ingresos disponibles por la población para su vida diaria. Al menoscabo anterior debe agregarse otro: la graciosa habilidad empresarial por trasladarle a los consumidores su inflación fiscal y de costos de producción por la vía de mayores precios finales.
Con toda justicia, lo anterior puede calificarse como una injusticia. Una deliberada razón de Estado: una política antisocial en toda regla.
Como los neoliberales que lo antecedieron, Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray administran la permanencia de la miseria salarial. La pérdida del 77 por ciento en el poder de compra de los mínimos y del 52 por ciento de los contractuales.
Se ve que el agravio y el dolor que dice sentir Peña por el hambre, la pobreza y la miseria son sólo de dientes para afuera. Un gesto histriónico.
Los datos arrojados por el peñismo en materia de desempleo, subempleo e informalidad contradicen el México que vislumbró el presidente de la República, descrito como el de un país con justicia e inclusión social.
Esa visión se convirtió en una especie de delirio sin sustento material, por lo que difícilmente puede ser parte de un pacto social. Es más bien su disolución.
Oficialmente, entre 2012 y principios de 2014, la tasa media de desempleo abierto ha caído de 5 a 4.9 por ciento. Nada significativo. Entre 2012 y 2013, los trabajadores desempleados disminuyeron en 75 mil, al pasar de 2 millones 508 mil a 2 millones 432 mil.
En un país carente de seguro contra el desempleo (pues el aprobado para 2014 es un cruel sarcasmo para los trabajadores que sean arrojados a la calle y puedan disponer del mismo), es irrelevante la baja en los el número de despedidos. Hasta de las estadísticas desaparecen.
La tasa de subocupación, en cambio, subió de 8 a 8.2 por ciento de los ocupados. Los subocupados se incrementaron en 183 mil. Pasaron de 3.9 millones a 4.1 millones.
Lo notable es qué hacen los excluidos del mercado laboral formal.
Algunos simplemente abandonan la búsqueda de empleo. Cuando eso ocurre, la persona es reclasificada de económicamente activa a inactiva disponible para trabajar. De activa se convierte en pasiva vegetativa familiar para cuadrar las estadísticas laborales. Quienes se encuentran en este caso pasaron de 6 millones 356 mil a 6 millones 339 mil, sin que la diferencia implique el traslado de pasivo a activo. En sentido estricto, ellos deberían sumarse a los desempleados abiertos y (des)esperanzados de encontrar alguna ocupación formal, con el objeto de tener un panorama más amplio y descarnado de la desmovilización laboral.
Sin embargo, el indicador que proporciona una mejor perspectiva del drama laboral en México es la llamada informalidad.
El Inegi ofrece dos opciones estadísticas para que el cliente elija, por si quiere ver el paisaje laboral de manera optimista o pesimista, o según su sesgo ideológico, ya sea neoliberal o antineoliberal.
La opción optimista y neoliberal es la ocupación en el sector informal, la cual considera a “las personas que trabajan para unidades económicas no agropecuarias operadas sin registros contables y que funcionan con recursos del hogar o de la persona que encabeza la actividad, sin que se constituya como empresa, de modo que la actividad en cuestión no tiene una situación identificable e independiente de ese hogar o de la persona que la dirige y que por lo mismo, tiende a concretarse en una muy pequeña escala de operación” (Inegi).
Esos informales aumentaron en 350 mil personas en el primer año peñista y equivalen al 30 por ciento del total de nuevas ocupaciones (1.2 millones), al 93 por ciento de los nuevos afiliados al IMSS y casi cinco veces a la reducción de los desempleados abiertos (75 mil).
Parte de estos últimos se agregaron a esos informales.
El total de dichos informales pasó de 13.1 millones a 14 millones y equivalieron, en ambos casos, al 28 por ciento de los ocupados totales.
La opción para los pesimistas y los críticos es la informalidad laboral, que “suma, sin duplicar, de los que son laboralmente vulnerables por la naturaleza de la unidad económica para la que trabajan, con aquellos cuyo vínculo o dependencia laboral no es reconocido por su fuente de trabajo. En esta tasa se incluye –además del componente que labora en micronegocios no registrados o sector informal– a otras modalidades análogas como los ocupados por cuenta propia en la agricultura de subsistencia, así como a trabajadores que laboran sin la protección de la seguridad social y cuyos servicios son utilizados por unidades económicas registradas” (Inegi).
La tasa de esta informalidad cayó de 60 por ciento de los ocupados a 59 por ciento. Si en 2012 el total de ocupados sumó 49 millones, la primera tasa equivale a 29.4 millones de personas. En 2013, los ocupados fueron 50.2 millones y los informales ascendieron a 29.6 millones. Es decir, agregaron 198 mil personas.
Los datos anteriores indican que la normalidad laboral mexicana es la informalidad, y que la anormalidad es la formalidad precaria e inestable que se extingue lastimeramente.
La contrarreforma laboral peñista busca homogeneizar al mercado fragmentado en la precariedad, la pobreza y la miseria.
En este contexto, la destrucción de sindicatos como el Mexicano de Electricistas o el de Mexicana de Aviación, al que seguirán la disolución de las organizaciones de los maestros, los petroleros, los electricistas corporativizados y los telefonistas, entre otras organizaciones de clase, acelerarán la derrota obrera.
Más que como Ejecutivo, Peña Nieto ha resultado un experto en demoliciones.
*Economista
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