Sergio Ortiz, @sergio_contra, fotografías
Un microbús atiborrado de personas se detuvo en uno de los principales cruceros del Oriente de la Ciudad de México: una telaraña de autos, ruido y corrientes de aire. Los tripulantes bajaron y mataron a golpes al Ja Jai. El cuerpo magullado quedó tendido sobre la acera que le daba asilo y trabajo. Tenía 48 años. Nadie sabe la causa de su asesinato.
Sus 20 compañeros limpiaparabrisas aún no se explican el crimen, ocurrido en 2009. Se acostumbraron a vivir así, sin explicaciones. “Cuando se muere cada cabrón, digo: hay que vivir la vida, pero sigo tomando…”, dice, con pesar a Contralínea, el Charmín, de 34 años, alcohólico, originario de Oaxaca. Duerme a unos metros del lugar donde se perpetró el asesinato, entre la hierba del canal, sobre el camellón.
Repasan en voz alta a sus muertos. Durante la tarea van y vienen, según la luz del semáforo. Verde: cronistas, historiadores, relatores empíricos, únicos testigos. Rojo: limpiadores, vendedores, mendigos.
Además del Ja Jai, en el crucero perdieron la vida ocho callejeros. Acuchillados, atropellados, sin atención médica, deprimidos o envenenados por el tolueno (droga conocida como activo, provoca daños irreversibles al sistema nervioso e incrementa los factores de riesgo.
Conforme el recuento avanza, el paisaje cobra dimensiones fúnebres. Un cementerio, las banquetas, el pavimento, las cuatro avenidas que los rodean, el árbol del camellón, el canal de aguas negras que lo atraviesa de lado a lado, la hierba, la improvisada choza. Todos murieron ahí; nadie en el hospital, nadie de muerte natural.
Al Charro lo apuñalaron al medio día, en octubre de 2012; tenía 44 años.
Jimy tenía 19; estaba drogado. Eran las 3 de la mañana de un día de marzo de 2013. Un auto lo arrolló. El automovilista ni siquiera se detuvo.
Originario de Michoacán, el Froy, deprimido, se ahorcó a los 34 años una madrugada de junio de 2012.
El Carteras consumía crack (derivado de la cocaína). Murió en 2009 cuando tenía 34 años y cáncer en los pulmones.
Gari murió en 2008, a los 22 años, bajo el árbol del camellón; lo encontraron con la mano derecha sobre la nariz, “consumiendo”…
A Adrián lo mató el frío el 11 de julio de 2007. Tenía 23 años. Se quedó dormido al pie del mismo árbol. Ya no despertó.
Al Rolas lo echaron al canal.
El Disco murió en la madrugada del 21 de marzo de 2013.
“Jimy. Marzo de 2013. Te recuerdo por las veces que caíste y te levantaste. Hoy te recuerdo con mucho más cariño por esta caída de la que ya no te levantaste. Atentamente: los Mutantes”, le escribieron los compañeros en su obituario: un trozo de papel bond repintado con plumón negro.
“Hortencia. La More. Me regalaste una buena experiencia. Que estés allá arriba. Le dejaste una buena sonrisa a la banda. Que Dios te bendiga”, dicta un grupo de jóvenes de la delegación Cuauhtémoc a quien escribe sobre el bond. “Que nos espere con los brazos abiertos”, completa Juan, su viudo, un joven de 31 años que nació en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Delgado, moreno, de dientes pequeños, pestañas largas y rizadas. Carga a un perro cachorro de color arena, le ofrece un trozo de taco…
Lo único que le queda de ella, dice, es la virgen que ahora cuelga en su cuello y una pulsera de cuentas verdes. Las muestra. “Me lo dejó de recuerdo”. Al tiempo, una hormiga le camina cerca de la oreja. Juan no se inmuta. Su cuerpo, como el de una cebolla, delata estar cubierto por varias capas de prendas limpias. Juan procura, en lo posible, mantenerse aseado, digno.
Se quedaban juntos en un hotel al que pagaban 90 pesos por noche. Cuando ella murió, Juan regresó a dormir a la calle, como el primer día, cuando a los 11 años salió de su casa e hizo de las aceras de la colonia Guerrero su hogar. Aunque intentó seguir en el hotel, “me sentía solo, me acordaba mucho de ella”.
Del gobierno no espera nada. En los años que lleva en la calle nunca le ha gustado que lo apoye. “Siempre me ha gustado trabajar por mí mismo, ganar mi propio dinero, no depender del gobierno”.
Limpia parabrisas; antes se acostaba sobre vidrios rotos, faquireaba. Se retiró. La More le prohibió hacerlo desde que atropellaron a uno de sus compañeros. Andaba faquireando cuando una camioneta lo arrastró 100 metros. “Lo dejó tirado. Se dio a la fuga. Ya no lo alcanzaron”.
Tampoco va a Coruña, uno de los 10 centros de Asistencia e Integración Social (CAIS) del Gobierno del Distrito Federal.
Relata que cuando era pequeño, el gobierno los llevaba a los albergues, pero los más grandes trataban mal a los más chicos, y los encargados “no nos hacían el paro. Mejor nos salíamos”. Ahora las brigadas del Instituto de Asistencia e Integración Social (Iasis) se acercan para invitarlos a que se queden en los CAIS. “Si voy, es nada más de paso. La última vez que me llevaron salieron con que ‘ya no hay lugar’. Entonces para qué nos traen si ya no hay lugar. Para qué nos mienten. Por eso ya no me gusta ir”.
Tampoco le gustan los comedores del gobierno de la Ciudad. Asiste a uno, propiedad de religiosos. Le cobran 5 pesos por el desayuno y 5 pesos por la comida. Le gusta la verdura: zanahoria, chayote, coliflor, algunas nada más con sal y limón.
Hasta hace algunos años, en el grupo se contabilizaban 30 jóvenes, ahora apenas suman 20. Unos están en alguno de los reclusorios de la ciudad; otros, en centros de rehabilitación o en su casa; cinco murieron por drogas, por Sida, atropellados o por falta de atención médica oportuna.
“Las ambulancias no llegan rápido. Si alguien se enferma no lo atienden rápido; tenemos que acudir el uno al otro, hacemos la vaquera para el taxi, para el doctor. No nos dejamos de apoyar porque nos queremos como hermanos”.
La Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF) lleva a cabo tres investigaciones de oficio por asesinatos cometidos contra personas en situación de calle. Ninguna de ellas tiene que ver con las historias del Jai Jai, el Jimy, el Froy, el Rolas…, pues la institución, como la sociedad en general, no se enteró. La mayoría de la población callejera muere como vive: entre la indiferencia y el desprecio.
La mañana del 16 de agosto de 2013 los vecinos de la colonia Tránsito, en la delegación Cuauhtémoc, encontraron el cuerpo calcinado de Francisco Ruiz Cabrera. El hombre, de 44 años de edad, murió luego de que le prendieran fuego dentro de la caseta de vigilancia abandonada donde dormía.
“Tiene quemaduras en gran parte del cuerpo; no se le perciben golpes; pero los conocidos lo logran identificar porque dicen que se quedaba a dormir solo, ahí adentro”, dijo al periódico Reforma el policía capitalino Jorge Ramírez.
Según versiones de los colonos, un joven mencionó a los agentes de la Policía de Investigación que cuatro hombres corrieron hacia Calzada de Tlalpan. Al parecer, la víctima se encontraba con ellos antes de morir. Suponen que fue quemado vivo.
La CDHDF inició una investigación de oficio. En entrevista con Contralínea, Guadalupe Cabrera, al frente de la Cuarta Visitaduría General del órgano, señala que respecto a la población callejera, la Comisión investiga dos casos más de muerte, éstos, por probable negligencia en la atención médica.
Uno de ellos es el de Paulina Hernández Castro. Los servicios de emergencia de la Ciudad la diagnosticaron con gripe y le negaron el traslado a un hospital. Tenía hipokalemia severa (niveles bajos de potasio en la sangre), que le causó daño grave en órganos vitales. Murió 3 días después en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital General Balbuena.
Según datos del Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México, las poblaciones callejeras ocupan el primer lugar en negación de servicios públicos a consecuencia de la discriminación.
“La discriminación también los mata”, refiere Luis Enrique Hernández, director de El Caracol, AC, que en conjunto con cinco organizaciones de la sociedad civil documentó la muerte de 273 personas –la mayoría por causas prevenibles– que sobrevivían en la calle, entre 1994 y 2013.
Tan sólo entre 2006 y 2013, 89 personas en situación de calle murieron. Cuarenta por ciento, producto de enfermedades asociadas al consumo de sustancias; 14 por ciento, por homicidios; 12 por ciento, por hechos de tránsito, y 3.5 por ciento, por complicaciones durante el embarazo.
A través de la campaña Chiras Pelas Calacas Flacas, Aprendiendo con la Muerte 2013 #discriminacionmata, seis organizaciones de la sociedad civil documentaron los fallecimientos. A la información, se suman las 184 reportadas entre 1994 y 2005.
El censo Tú también cuentas 2011-2012 del Instituto de Asistencia e Integración Social, dependiente de la Secretaría de Desarrollo Social del Distrito Federal, arrojó que en las 16 delegaciones 4 mil 14 personas con edades entre 0 y 70 años viven en la calle. El conteo no contempló conocer el número de muertes, por lo que no existen registros oficiales que refieran los datos. Sin cifras, apuntan las organizaciones, “difícilmente puede haber políticas para prevenir la muerte en las calles”.
Ante la falta de cifras oficiales, Amistad, Desarrollo y Cooperación (Adeco), AC; el Centro Interdisciplinario para el Desarrollo Social (Cides); Educación con Niños, Niñas, Adolescentes y Jóvenes en Situación de Calle (Ednica); El Caracol, AC; y Fundación Pro Niños de la Calle trabajaron con 16 grupos de población callejera en cinco delegaciones del Distrito Federal. Durante octubre hicieron lo que el gobierno no ha hecho: preguntar por sus muertos. La metodología –ya aplicada por las organizaciones en años anteriores– obtuvo una mención honorífica por parte del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia en 2009.
“No tenemos número duros”, reconoce Rubén Fuentes, director general del Iasis, y agrega que desde la Secretaría de Desarrollo Social trabajan en una propuesta para la elaboración de un registro único de población callejera que permita conocer cuántos son y cuántos mueren.
La discriminación contra la población callejera traspasa sus vidas, los persigue también en la muerte. Los jóvenes, niños y adultos mayores que sobreviven en la calle mueren sin registro ni estadística; sin nombre ni apellido; sin documentos; sin bienes; sin ataúd; sin familiares ni flores; sin honores ni investigación. Tan invisibles en la vida como en la muerte.
“Yo creo que para la sociedad ya dejamos de existir… Es como si no existiéramos. Como si uno fuera desecho de la humanidad”, refiere Vanessa entre el ruido de los automóviles y la voz de Marco, su hijo de 3 años que le pide agua.
Es bella y apiñonada; viste ropa deportiva; un flequillo luce sobre su frente. Limpia parabrisas desde los 13 años; ahora tiene 35. Tiene a Marco y a cuatro hijos más. Desde hace 4 años no los ve. Su esposo, alcohólico, se lo impide. Lee y escribe. Estudió hasta cuarto grado de primaria. Aunque quiere un trabajo, “lo que más desearía en el mundo es que mi marido me dejara ver a mis hijos”.
No consume alcohol ni sustancias tóxicas, tampoco fuma. “Me dedico a trabajar y a mi hijo”. De lo peor que le ha pasado en la calle recuerda los malos tratos. “Estás limpiando y te sacan la pistola, te dicen de groserías. Hay señoras que te insultan, personas que piensan que porque estás en la calle eres prostituta y te quieren dar dinero a cambio de que te vayas con ellos”.
Pese a la resistencia y a su abierta negativa, la fosa común o las escuelas de medicina serán el inevitable destino de los cuerpos de las y los callejeros, tal como lo reconoce Rubén Fuentes. “Tenemos un convenio con las escuelas de medicina”, apunta el funcionario local desde una oficina de muros blanquísimos.
“Yo no quiero ir a la fosa común”, se le oye decir, casi con terror, a más de uno en las banquetas y plazas de la Ciudad. Pero muchos tienen nombres falsos, direcciones erróneas; algunos duermen cada noche en un lugar distinto. De ese modo el reclamo del cuerpo es un trabajo largo y tortuoso.
El artículo 350 bis 3 permite el uso de los cuerpos con fines de docencia e investigación. “Tratándose de cadáveres de personas desconocidas, las instituciones educativas podrán obtenerlos del Ministerio Público o del establecimientos de prestación de servicios de atención médica o de asistencia social”.
De 2011 a marzo de 2013, ingresaron al Instituto de Ciencias Forenses del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal 2 mil 406 cuerpos con identidad desconocida. Durante el mismo periodo se hicieron 174 envíos a la fosa común: 58 cuerpos, 83 miembros y 33 fetos. Unos seis cadáveres, fetos o miembros por mes.
Según información de Víctor Hugo Michel, periodista del diario Milenio, a nivel nacional los cadáveres anónimos sumaron 3 mil 662 entre enero de 2012 y julio de 2013. Desde 2011, 6 mil 496 cuerpos sin identificación han sido remitidos a las fosas comunes estatales.
En la Ciudad de México, el Panteón Civil de Dolores recibe a los cuerpos anónimos. Es la única fosa autorizada para la capital. Los cadáveres desconocidos se apilan en el mismo campo donde reciben honores los restos mortuorios de políticos, músicos, poetas, escritores, periodistas, pintores, intelectuales, educadores, científicos y militares: la Rotonda de las Personas Ilustres, monumento instalado en un hueco de las más de 240 hectáreas que conforman el panteón.
Se trata de los mausoleos de 104 hombres y mujeres, entre los que destacan Amado Nervo, Leona Vicario, Octavio Paz, Gerardo Murillo (Doctor Atl), David Alfaro Siqueiros, Gabino Barreda, Antonio Caso, Rosario Castellanos, José Clemente Orozco, Dolores del Río, Ricardo Flores Magón, Guillermo González Camarena, Agustín Lara, Sebastián Lerdo de Tejada, Ramón López Velarde, Francisco Montes de Oca, Juan O’Gorman, Diego Rivera, Silvestre Revueltas y Justo Sierra.
No siempre ha sido fácil, “depende del humor del [agente del] Ministerio Público”, refieren Luis Enrique Hernández y Gerardo Rodríguez, de El Caracol, AC.
Agregan que se trata de un tema de discriminación que han documentado como discriminación post mórtem. Es decir, “el desprecio que la persona sintió en vida, o la discriminación, estas actitudes de exclusión de no creerlos sujetos de derechos, traspasan al tema de su cuerpo. Esto se plantea como la dignidad del cuerpo. El cuerpo aún sin vida debe ser tratado con dignidad, y de ahí que es de manera milenaria el asunto de los honores mortuorios. Sean de la religión que profesen, siempre hay un rito al menos a la hora de enterrarlo. Ese rito mortuorio tiene que ver con el trato digno al cuerpo”.
Rubén Fuentes asumió el cargo en diciembre de 2012. En entrevista con Contralínea, acepta que dentro de los Cais muere gente, “por enfermedad o demás, es irremediable, pero son los menos. No tenemos un índice de mortandad que alarme”, pero a la fecha no ha recibido solicitud alguna de las organizaciones para sepultar los cuerpos. “Si fuera el caso, yo creo que no habría ningún inconveniente… Nosotros, como Instituto, no nos podemos hacer cargo del cuerpo”.
Para Luis Enrique Hernández, la falta de políticas para dar sepultura al cuerpo cuando se carece de recursos económicos es resultado de un vacío institucional que no sólo afecta a la población callejera, sino también a la población económicamente más desprotegida. “¿Cuántas veces no hemos visto que se suben al transporte público los familiares o amigos a pedir para el entierro?”, cuestiona.
El jurista Daniel Márquez le da la razón y argumenta que, como seres con una dignidad plena protegida por las leyes, los cadáveres merecen honores funerarios. Agrega el también experto en administración pública e investigador en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México que debiera incorporarse al Reglamento de la Ley General de Salud la posibilidad de ofrecer estos honores.
El Caracol, AC, trabaja con la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal en un acuerdo que obligue, en caso de que un cuerpo de alguien que presumiblemente se encontraba en situación de calle llegue al Ministerio Público, dar aviso a organizaciones acreditadas para acompañar el proceso y evitar que vayan a la fosa común.
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