A diferencia de lo que ocurre en Egipto y Túnez, Libia ocupa el primer lugar en el índice de desarrollo humano de África y tiene la más alta esperanza de vida del continente. La educación y la salud reciben especial atención del Estado. El nivel cultural de su población es, sin duda, más alto. Sus problemas son de otro carácter. La población no carecía de alimentos y servicios sociales indispensables. El país requería abundante fuerza de trabajo extranjera para llevar a cabo ambiciosos planes de producción y desarrollo social.
Por ello, suministraba empleo a cientos de miles de trabajadores egipcios, tunecinos, chinos y de otras nacionalidades. Disponía de enormes ingresos y reservas en divisas convertibles depositadas en los bancos de los países ricos, con las cuales adquirían bienes de consumo e incluso armas sofisticadas que precisamente le suministraban los mismos países que hoy quieren invadirla en nombre de los derechos humanos. La colosal campaña de mentiras, desatada por los medios masivos de información, dio lugar a una gran confusión en la opinión pública mundial. Pasará tiempo antes de que pueda reconstruirse lo que realmente ha ocurrido en Libia, y separar los hechos reales de los falsos que se han divulgado. Emisoras serias y prestigiosas, como Telesur, se veían obligadas a enviar reporteros y camarógrafos a las actividades de un grupo y a las del lado opuesto para informar lo que realmente ocurría. Las comunicaciones estaban bloqueadas, los funcionarios diplomáticos honestos se jugaban la vida recorriendo barrios y observando actividades, de día o de noche, para informar lo que estaba ocurriendo. El imperio y sus principales aliados emplearon los medios más sofisticados para divulgar informaciones deformadas sobre los acontecimientos, entre las cuales había que inferir los rasgos de la verdad. Sin duda alguna, los rostros de los jóvenes que protestaban en Bengasi, hombres y mujeres, con velo o sin velo, expresaban indignación real. Se puede apreciar la influencia que todavía ejerce el componente tribal en ese país árabe, a pesar de la fe musulmana que comparte sinceramente el 95 por ciento de su población. El imperialismo y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) –seriamente preocupados por la ola revolucionaria desatada en el mundo árabe, donde se genera gran parte del petróleo que sostiene la economía de consumo de los países desarrollados y ricos– no podían dejar de aprovechar el conflicto interno surgido en Libia para promover la intervención militar. Las declaraciones formuladas por la administración de Estados Unidos desde el primer instante fueron categóricas en ese sentido. Las circunstancias no podían ser más propicias. En las elecciones de noviembre, la derecha republicana propinó un golpe contundente al presidente Obama, experto en retórica. El grupo fascista de “misión cumplida”, apoyado ahora ideológicamente por los extremistas del Tea Party, redujo las posibilidades del actual presidente a un papel meramente decorativo, en el que peligraba incluso su programa de salud y la dudosa recuperación de la economía a causa del déficit presupuestario y el incontrolable crecimiento de la deuda pública, que batían ya todos los récords históricos. Pese al diluvio de mentiras y la confusión creada, Estados Unidos no pudo arrastrar a China y la Federación Rusa a la aprobación por el Consejo de Seguridad de una intervención militar en Libia, aunque logró, en cambio, obtener, en el Consejo de Derechos Humanos, la aprobación de los objetivos que buscaba en ese momento. Respecto de una intervención militar, la secretaria de Estado declaró, con palabras que no admiten la menor duda, “ninguna opción está descartada”. El hecho real es que Libia está ya envuelta en una guerra civil, como habíamos previsto, y nada pudo hacer Naciones Unidas para evitarla, excepto que su propio secretario General regara una buena dosis de combustible en el fuego. El problema que tal vez no imaginaban los actores es que los propios líderes de la rebelión irrumpieran en el complicado tema declarando que rechazaban toda intervención militar extranjera. Diversas agencias de noticias informaron que Abdelhafiz Ghoga, portavoz del Comité de la Revolución, declaró el lunes 28 que “‘El resto de Libia será liberado por el pueblo libio’”. “Contamos con el ejército para liberar Trípoli’, aseguró Ghoga durante el anuncio de la formación de un consejo nacional para representar a las ciudades del país en manos de la insurrección.” “‘Lo que queremos es informaciones de inteligencia, pero en ningún caso que se afecte nuestra soberanía aérea, terrestre o marítima’, agregó durante un encuentro con periodistas en esta ciudad situada 1 mil kilómetros al Este de Trípoli.” “La intransigencia de los responsables de la oposición sobre la soberanía nacional reflejaba la opinión manifestada en forma espontánea por muchos ciudadanos libios a la prensa internacional en Bengasi”, informó un despacho de la agencia AFP. El 28 de febrero, una profesora de ciencias políticas de la Universidad de Bengasi, Abeir Imneina, declaró: “Hay un sentimiento nacional muy fuerte en Libia.” “‘Además, el ejemplo de Irak da miedo al conjunto del mundo árabe’, subraya, en referencia a la invasión estadunidense de 2003 que debía llevar la democracia a ese país y luego, por contagio, al conjunto de la región, una hipótesis totalmente desmentida por los hechos.” Prosigue la profesora: “‘Sabemos lo que pasó en Irak, que se encuentra en plena inestabilidad, y verdaderamente no deseamos seguir el mismo camino. No queremos que los estadunidenses vengan para tener que terminar lamentando a Gadafi’, continuó esta experta”. “Pero según Abeir Imneina, ‘también existe el sentimiento de que es nuestra revolución y que nos corresponde a nosotros hacerla’.” A las pocas horas de publicarse este despacho, dos de los principales órganos de prensa de Estados Unidos, The New York Times y The Washington Post, se apresuraron en ofrecer nuevas versiones sobre el tema, de lo cual informa la agencia DPA al día siguiente, el 1 de marzo: “La oposición libia podría solicitar que Occidente bombardee desde el aire posiciones estratégicas de las fuerzas fieles al presidente Muamar al Gadafi, informa hoy la prensa estadunidense”. “El tema está siendo discutido dentro del Consejo Revolucionario libio, precisan The New York Times y The Washington Post en sus versiones online.” “The New York Times acota que estas discusiones ponen de manifiesto la creciente frustración de los líderes rebeldes ante la posibilidad de que Gadafi retome el poder. “En el caso de que las acciones aéreas se realicen en el marco de las Naciones Unidas, éstas no implicarían intervención internacional, explicó el portavoz del consejo, citado por The New York Times. “El Consejo está conformado por abogados, académicos, jueces y prominentes miembros de la sociedad Libia.” Afirma el despacho: “The Washington Post citó a rebeldes reconociendo que, sin el apoyo de Occidente, los combates con las fuerzas leales a Gadafi podrían durar mucho y costar gran cantidad de vidas humanas”. Llama la atención que en esa relación no se mencione un solo obrero, campesino, constructor, alguien relacionado con la producción material o a un joven estudiante o combatiente de los que aparecen en las manifestaciones. ¿Por qué el empeño en presentar a los rebeldes como miembros prominentes de la sociedad reclamando bombardeos de Estados Unidos y la OTAN para matar libios? Algún día se conocerá la verdad, a través de personas como la profesora de ciencias políticas de la Universidad de Bengasi, que con tanta elocuencia narra la terrible experiencia que mató, destruyó los hogares, dejó sin empleo o hizo emigrar a millones de personas en Irak. El 2 de marzo, la agencia EFE presenta al conocido vocero rebelde haciendo declaraciones que, a mi juicio, afirman y a la vez contradicen las del lunes: “Bengasi (Libia), 2 de marzo. La dirección rebelde libia pidió hoy al Consejo de Seguridad de la ONU que lance un ataque aéreo ‘contra los mercenarios’ del régimen de Muamar el Gadafi. “‘Nuestro Ejército no puede lanzar ataques contra los mercenarios, por su papel defensivo’, afirmó el portavoz rebelde Abdelhafiz Ghoga en una conferencia de prensa en Bengasi. “‘Es diferente un ataque aéreo estratégico que una intervención extranjera, que rechazamos’, recalcó el portavoz de las fuerzas de oposición, que en todo momento se han mostrado en contra de una intervención militar extranjera en el conflicto libio.” ¿A cuál de las muchas guerras imperialistas se parecería ésta? ¿La de España en 1936, la de Mussolini contra Etiopía en 1935, la de George W Bush contra Irak en 2003 o a cualquiera de las decenas de guerras promovidas por Estados Unidos contra los pueblos de América, desde la invasión de México en 1846 hasta la de Las Malvinas en 1982? Sin excluir, desde luego, la invasión mercenaria de Girón, la guerra sucia y el bloqueo a nuestra patria a lo largo de 50 años, que se cumplirán el próximo 16 de abril. En todas esas guerras, como la de Vietnam, que costó millones de vidas, imperaron las justificaciones y las medidas más cínicas. Para los que alberguen alguna duda sobre la inevitable intervención militar que se producirá en Libia, la agencia de noticias AP, a la que considero bien informada, encabezó un cable publicado hoy en el que se afirma: “Los países de la Organización del Tratado del Atlántico elaboran un plan de contingencia tomando como modelo las zonas de exclusión de vuelos establecidas sobre los Balcanes en la década de 1990, en caso de que la comunidad internacional decida imponer un embargo aéreo sobre Libia, dijeron diplomáticos”. Más adelante concluye: “Los funcionarios, que no podían dar sus nombres debido a lo delicado del asunto, indicaron que las opciones que se observan tienen punto de partida en la zona de exclusión de vuelos que impuso la alianza militar occidental sobre Bosnia en 1993, que contó con el mandato del Consejo de Seguridad, y en los bombardeos de la OTAN por Kosovo en 1999, que no lo tuvo”. Cuando Gaddafi, con sólo 27 años de edad, coronel del ejército libio, inspirado en su colega egipcio Abdel Nasser, derrocó al rey Idris I en 1969, aplicó importantes medidas revolucionarias, como la reforma agraria y la nacionalización del petróleo. Los crecientes ingresos fueron dedicados al desarrollo económico y social, particularmente a los servicios educacionales y de salud de la reducida población libia, ubicada en un inmenso territorio desértico con muy poca tierra cultivable. Bajo aquel desierto, existía un extenso y profundo mar de aguas fósiles. Tuve la impresión, cuando conocí un área experimental de cultivos, que aquellas aguas, en un futuro, serían más valiosas que el petróleo. La fe religiosa, predicada con el fervor que caracteriza a los pueblos musulmanes, ayudaba en parte a compensar la fuerte tendencia tribal que todavía subsiste en ese país árabe. Los revolucionarios libios elaboraron y aplicaron sus propias ideas respecto de las instituciones legales y políticas, que Cuba, como norma, respetó. Nos abstuvimos por completo de emitir opiniones sobre las concepciones de la dirección libia. Vemos con claridad que la preocupación fundamental de Estados Unidos y la OTAN no es Libia, sino la ola revolucionaria desatada en el mundo árabe que desean impedir a cualquier precio. Es un hecho irrebatible que las relaciones entre Estados Unidos y sus aliados de la OTAN con Libia en los últimos años eran excelentes, antes de que surgiera la rebelión en Egipto y en Túnez. En los encuentros de alto nivel entre Libia y los dirigentes de la OTAN, ninguno de éstos tenía problemas con Gaddafi. El país era una fuente segura de abastecimiento de petróleo de alta calidad, gas, e incluso potasio. Los problemas surgidos entre ellos durante las primeras décadas habían sido superados. Se abrieron a la inversión extranjera sectores estratégicos, como la producción y distribución del petróleo. La privatización alcanzó a muchas empresas públicas. El Fondo Monetario Internacional ejerció su beatífico papel en la instrumentación de dichas operaciones. Como es lógico, Aznar se deshizo en elogios a Gaddafi y tras él, Blair, Berlusconi, Sarkozy, Zapatero, y hasta mi amigo el rey de España, desfilaron ante la burlona mirada del líder libio. Estaban felices. Aunque pareciera que me burlo no es así; me pregunto simplemente por qué quieren ahora invadir Libia y llevar a Gaddafi a la Corte Penal Internacional en La Haya. Lo acusan durante las 24 horas del día de disparar contra ciudadanos desarmados que protestaban. ¿Por qué no explican al mundo que las armas y, sobre todo, los equipos sofisticados de represión que posee Libia fueron suministrados por Estados Unidos, Gran Bretaña y otros ilustres anfitriones de Gaddafi? Me opongo al cinismo y a las mentiras con que ahora se quiere justificar la invasión y ocupación de Libia. La última vez que visité a Gaddafi fue en mayo de 2001, 15 años después de que Reagan atacó su residencia bastante modesta, donde me llevó para ver cómo había quedado. Recibió un impacto directo de la aviación y estaba considerablemente destruida; su pequeña hija de tres años murió en el ataque: fue asesinada por Ronald Reagan. No hubo acuerdo previo de la OTAN, el Consejo de Derechos Humanos ni el Consejo de Seguridad. Mi visita anterior había tenido lugar en 1977, ocho años después del inicio del proceso revolucionario en Libia. Visité Trípoli; participé en el Congreso del Pueblo libio, en Sebha; recorrí los primeros experimentos agrícolas con las aguas extraídas del inmenso mar de aguas fósiles; conocí Bengasi, fui objeto de un cálido recibimiento. Se trataba de un país legendario que había sido escenario de históricos combates en la última guerra mundial. Aún no tenía 6 millones de habitantes ni se conocía su enorme volumen de petróleo ligero y agua fósil. Ya las antiguas colonias portuguesas de África se habían liberado. En Angola, habíamos luchado durante 15 años contra las bandas mercenarias organizadas por Estados Unidos sobre bases tribales, el gobierno de Mobutu y el bien equipado y entrenado ejército racista del apartheid. Éste, siguiendo instrucciones de Estados Unidos, como hoy se conoce, invadió Angola para impedir su independencia en 1975, llegando con sus fuerzas motorizadas a las inmediaciones de Luanda. Varios instructores cubanos murieron en aquella brutal invasión. Con toda urgencia, se enviaron recursos. Expulsados de ese país por las tropas internacionalistas cubanas y angolanas hasta la frontera con Namibia ocupada por Sudáfrica, durante 13 años los racistas recibieron la misión de liquidar el proceso revolucionario en Angola. Con el apoyo de Estados Unidos e Israel, desarrollaron el arma nuclear. Poseían ya ese armamento cuando las tropas cubanas y angolanas derrotaron en Cuito Cuanavale sus fuerzas terrestres y aéreas, y desafiando el riesgo, empleando las tácticas y medios convencionales, avanzaron hacia la frontera de Namibia, donde las tropas del apartheid pretendían resistir. Dos veces en su historia nuestras fuerzas han estado bajo el riesgo de ser atacadas por ese tipo de armas: en octubre de 1962 y en el Sur de Angola; pero en esa segunda ocasión, ni siquiera utilizando las que poseía Sudáfrica habrían podido impedir la derrota que marcó el fin del odioso sistema. Los hechos ocurrieron bajo el gobierno de Ronald Reagan, en Estados Unidos, y Pieter Botha, en Sudáfrica. De eso, y de los cientos de miles de vidas que costó la aventura imperialista, no se habla. Lamento tener que recordar estos hechos cuando otro gran riesgo se cierne sobre los pueblos árabes, porque no se resignan a seguir siendo víctimas del saqueo y la opresión. La revolución en el mundo árabe, que tanto temen Estados Unidos y la OTAN, es la de los que carecen de todos los derechos frente a los que ostentan todos los privilegios, llamada, por tanto, a ser más profunda que la que en 1789 se desató en Europa con la toma de la Bastilla. Ni siquiera Luis XIV, cuando proclamó que el Estado era él, poseía los privilegios del rey Abdulá de Arabia Saudita, y mucho menos la inmensa riqueza que yace bajo la superficie de ese casi desértico país, donde las transnacionales yankis determinan la sustracción y, por tanto, el precio del petróleo en el mundo. A partir de la crisis en Libia, la extracción en Arabia Saudita se elevó en 1 millón de barriles diarios, a un costo mínimo y, en consecuencia, por ese solo concepto los ingresos de ese país y quienes lo controlan se elevan a 1 mil millones de dólares diarios. Nadie imagine, sin embargo, que el pueblo saudita nada en dinero. Son conmovedores los relatos de las condiciones de vida de muchos trabajadores de la construcción y otros sectores que se ven obligados a trabajar 13 y 14 horas con salarios miserables. Asustada por la ola revolucionaria que sacude el sistema de saqueo prevaleciente, después de lo ocurrido con los trabajadores de Egipto y Túnez, pero también por los jóvenes sin empleo en Jordania, los territorios ocupados de Palestina, Yemen, e incluso Bahréin y los Emiratos Árabes con ingresos más elevados, la alta jerarquía saudita está bajo el impacto de los acontecimientos. A diferencia de otros tiempos, hoy los pueblos árabes reciben información casi instantánea de los sucesos, aunque extraordinariamente manipulada. Lo peor para el statu quo de los sectores privilegiados es que los porfiados hechos están coincidiendo con un considerable incremento de los precios de los alimentos y el impacto demoledor de los cambios climáticos; mientras, Estados Unidos, el mayor productor de maíz del mundo, gasta el 40 por ciento de ese producto subsidiado y una parte importante de la soya en producir biocombustible para alimentar los automóviles. Seguramente Lester Brown, el ecologista estadunidense mejor informado del mundo sobre productos agrícolas, nos pueda ofrecer una idea de la actual situación alimentaria. El presidente bolivariano, Hugo Chávez, realiza un valiente esfuerzo por buscar una solución sin la intervención de la OTAN en Libia. Sus posibilidades de alcanzar el objetivo se incrementarían si lograra la proeza de crear un amplio movimiento de opinión antes y no después que se produzca la intervención, y los pueblos no vean repetirse en otros países la atroz experiencia de Irak. Contralínea 224 / 13 de marzo de 2011
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