El férreo control que ejerce el líder del cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, en el tráfico de drogas se paga con la sangre de quienes pretenden insubordinarse y cosechar para su beneficio alguna de las “plazas”. Tal es el caso de Ignacio Páez, quien hizo valer al modo de la mafia su poder para el trasiego de mariguana de Caborca, Sonora, a Estados Unidos. El viejo Páez ganó la partida a su sobrino el L7, Luis Fernando Sánchez Páez, quien durante más de dos años intentó desplazarlo a punta de metralla, hasta que fue abatido en pleno centro de Culiacán, Sinaloa. Sus gatilleros siguen presos, sujetos a proceso penal en el Altiplano
El 12 de julio de 2007, miembros de la fuerza de reacción Hernández, del Ejército Mexicano, establecidos en Caborca, Sonora, se apostaron en la base de operaciones en las afueras de esa ciudad cuando recibieron una llamada telefónica anónima que les alertaba sobre tres camionetas repletas de sujetos sospechosos que circulaban por el centro de la población.
Según la versión de los militares, era la gente del Luisillo, Luis Fernando Sánchez Páez, que llegó a bordo de dos camionetas Durango doradas y una Ram gris. Pretendían hacer base en Caborca, “plaza” que dominaba su tío Ignacio Páez y de la cual el Luisillo pretendía apoderarse para controlar el tráfico de mariguana hacia Estados Unidos. La gente del pueblo ya estaba harta de las constantes riñas entre la familia Páez por el control de los enervantes, pero nadie decía nada.
A las seis de la tarde del mismo día, los soldados se dirigieron a la colonia Francisco Villa para verificar la información. Media hora después, sobre la calle Cuarta con dirección al Sur, detectaron el convoy de vehículos sospechosos, todos con vidrios polarizados. Les marcaron el alto. Los conductores se vieron sorprendidos y, al darse cuenta del dispositivo militar, ya no pudieron huir.
Francisco Román Gutiérrez, conductor del vehículo que encabezaba la caravana, abrió la portezuela. Vestía un chaleco táctico negro y portaba un arma larga y otra corta. Su acompañante de copiloto, Mario Gutiérrez Román, bajó del lado derecho del vehículo. Portaba un chaleco blindado, un arma larga con lanzagranadas, mira infrarroja y lámpara de luz, y dos armas cortas.
Un tercer sujeto, Alejandro Ortiz Ortega, traía consigo un fusil Colt. Él y los demás salieron de la casa de seguridad donde resguardaban el arsenal, ubicado en Calle 4 y Durango, en el centro de Caborca, propiedad del L7, quien “se dedica a meter mota para el otro lado”, desde su rancho que está pegado a la línea fronteriza en Sásabe, Sonora.
—¿Pertenecen a alguna corporación policiaca o de seguridad? –preguntó el oficial al mando.
—No, jefe, andamos en un jale. Aguanten. Ya les explicarán de qué se trata –le respondió uno de ellos.
Los militares, el teniente de infantería Macario Hernández Antonio y los sargentos segundos Carlos Pérez Valle y Fernando Orozco Estrada, del 5 Batallón de Fuerzas Especiales, con sede en la “plaza” de Tijuana, Baja California, coparon a los que iban en la Durango.
—¡Ya nos cayeron. No hay más que hacer. No queremos problemas! –soltó, desesperado, Jesús Hermilo Almada.
Su acompañante, Carlos Abel Gutiérrez Román, dejó las armas en el asiento del vehículo y pidió clemencia: “Dennos chanche. No hay bronca, dijo. De la Dodge Ram, con placas de Arizona, bajaron Álvaro Manuel Ochoa Gil y Héctor Zepeda de la Rosa. También iban fuertemente armados.
Los soldados encontraron un arsenal en la parte posterior de las camionetas, lo mismo armas largas, AK-47 y R-15, que cortas, cartuchos, cargadores, granadas M203, pasamontañas, gorras, credenciales con insignias de la policía y chalecos antibalas.
Le dijeron a la milicia que pertenecían a la célula que dirige el narcotraficante Luis Páez, quien les dijo que estaba reuniendo gente para tomar la “plaza” de Caborca, en virtud de que su tío, Ignacio Páez, la controlaba y que el armamento lo trasladaban al Piquillo, donde los esperaría Miguel Caro, el Picas, para llevarlos a una casa de seguridad.
La casa de seguridad, valuada en más de 20 millones de pesos, según el perito de la Procuraduría General de la República, fue ubicada y cateada por los militares. Ahí completaron la escena del crimen. El inmueble estaba repleto de todo tipo de armamento, pues llevaban largo rato acumulando el arsenal para la batalla, al tiempo que continuaban con su labor de trasiego de mariguana a Estados Unidos.
El Piquillo es un rancho rústico ubicado dentro del centro recreativo Las Palapas, con lago artificial, alberca, cabañas y área de juegos, y también fue cateado por agentes federales de la Unidad Especializada en Investigación de Terrorismo, Acopio y Tráfico de Armas de la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada.
Los sicarios del L7 llevaban un buen trecho recabando armas para la toma de Caborca. Un verdadero arsenal como para armar a un pelotón completo. Su ambición era tal que no les importaba que la “plaza” estuviera resguardada por un ejército mayor que ellos. Al frente de él, estaba su tío, quien contaba con el apoyo del Chapo Guzmán. Se veía difícil que cumplieran su cometido; pero no cejaron en el intento que duró dos años de incursiones, hasta que la gente del Chapo acabó de un tajo: mató al líder de la andanada en pleno centro de Culiacán, Sinaloa.
Los militares esposaron a los detenidos y se los llevaron con todo y vehículos, armamento, cargadores, cartuchos, granadas y diverso equipo. Por razones de seguridad, según dijeron en el parte militar, los condujeron a las instalaciones de la base de operaciones militares, donde “procedieron a dar parte a la superioridad”. Ésta les ordenó que tomaran las máximas medidas de seguridad y se trasladaran al aeropuerto de Hermosillo, Sonora.
Ya en el aeropuerto, ante el agente del Ministerio Público federal, los detenidos dijeron llamarse Francisco Román Gutiérrez, de 28 años de edad; Carlos Abel Gutiérrez Román, de 30; Mario Gutiérrez Román, de 33, originarios de Sinaloa de Leyva; Alejandro Ortiz Ortega, de 16, de Caborca; Héctor Cepeda de la Rosa, de 23, de Badiraguato; Jesús Hermilo Almada Córdova, de 29, de Pitiquito, Sonora, y Álvaro Manuel Ochoa Gil, de Ciudad Obregón.
Todos declararon ante la autoridad ministerial. Cada oración que hilaban era una acusación en agravio del Luisillo y de su propio futuro al haber violentado la ley contra la delincuencia organizada.
Alejandro Ortiz, quien cuidaba la casa donde mantenían oculto el armamento, en Calle 4 y Durango, dijo que Sánchez Páez se dedicaba a “meter mota para el otro lado”. Estaba dormido cuando llegaron los guachos. Cuando entraron, le taparon la cara con su propia camiseta. Confirmó la existencia de otras dos casas de seguridad, propiedad del L7, ubicadas atrás de la central camionera de Caborca y otra frente al hotel Toxa; además de un rancho en Sásabe, en la línea fronteriza con Estados Unidos, donde guardaban la droga.
En su turno, Manuel Ochoa Gil, el Gordo, detalló cómo los burreros trasladaban la mariguana. Les repartían entre 20 y 25 kilogramos que cargaban en mochilas o morrales de yute. Los acercaban en camionetas a la línea fronteriza y de ahí caminaban a través la línea imaginaria de manera ilegal para llegar a Tucson, Arizona, en donde la entregaban. Les pagaban de 1 mil a 1 mil 500 dólares por cada cargamento. Dijo que su patrón era Luis Sánchez Aguilar, quien lo mismo contrataba gente para traficar mariguana que para formar parte de su escolta.
A Francisco Román Gutiérrez lo contrató Miguel Ángel Caro, el Picas. Su especialidad era el robo de automóviles nuevos. Por cada vehículo, recibía 15 mil pesos. También vigilaba la casa donde estaba resguardado el armamento. En su testimonio, dijo que los enemigos del Luisillo eran sus mismos familiares, quienes también se dedicaban a pasar droga a Estados Unidos y peleaban la “plaza”.
Román detalló la media filiación del Luisillo: “Es güero, dientes manchados, pelo rubio, de 35 años de edad, complexión delgada, estatura de 1.70 metros, bigote rasurado. Viste mezclilla a la Pointer, pantalones deslavados, rotos, camisa vaquera de manga corta”.
El Mayo, Mario Gutiérrez Román, fue contratado por el segundo de abordo del Luisillo, Francisco Sánchez Páez, el M1. Trabajaba con Martín, el M2, y uno de los gatilleros del L7. Cuando llegó a la casa de seguridad, un mes antes del cateo de los militares, Martín le advirtió que no salieran ni desertaran porque él mismo los mataría a ellos y a su familia. “No salgan y no corran porque los mato a ustedes y a su familia; ahorita anda duro el gobierno y no pueden salir; pero cuando se calme, entonces vamos a trabajar”, le dijo el M2 cuando lo contrató para trabajar como parte de su cuerpo de seguridad, “porque tenía muchos enemigos. Sabe que no lo quiere la gente ni el gobierno porque ha matado a muchos. Eso es lo que dice la gente del pueblo: un pueblo chiquito donde todo se sabe”, dijo Gutiérrez Román, quien se queja: “Martín, con clave M2, me dijo que me iba a pagar 30 mil pesos por ser su seguridad, pero no me alcanzó a pagar porque apenas cumpliría un mes trabajando cuando me detuvieron los militares”.
Hermilo Almada de plano refutó al agente ministerial. Le dijo que era falso que hayan sido detenidos en la calle. “Nos agarraron en la casa de Luis Sánchez Páez, donde estábamos encerrados junto con los demás. Los soldados se saltaron la barda, por lo que tampoco es cierto que me hayan detenido en una camioneta. Todas las camionetas estaba encerradas en la casa de Luis”.
Ante el juez Sexto de Distrito en materia de procesos penales federales en el Estado de México, al rendir su declaración preparatoria, los inculpados negaron los cargos que les imputaban, de acuerdo con el expediente 51/ 2007.
Dos años después de la detención de sus cómplices en Caborca, Sonora, el sábado 5 de septiembre de 2009, alrededor de las 20:50 horas, en Culiacán, Sinaloa, Luis Fernando Sánchez Páez, el Luisillo o el Cabo, y dos de sus lugartenientes fueron rafagueados con armas de grueso calibre. El L7 fue asesinado junto con Arturo López Martínez, de 30 años, quien vivía en Nogales, Sonora; y Germán Vargas Cruz, de 32 años, originario de Santa Ana, Hidalgo.
Según el parte policiaco, Páez y sus acompañantes se trasladaban en un automóvil Jetta color gris, con placas VYX-6875 de Sonora, cuando circulaban de Poniente a Oriente por el bulevar Diego Valadez, y al pasar por la gasolinera ubicada frente a la plaza comercial Fórum, se les emparejó una camioneta Tacoma color azul marino, con placas de Sonora. Por espacio de 100 metros, los gatilleros del Chapo Guzmán les dispararon, sin importarles los civiles, quienes al escuchar la balacera trataron de resguardarse. Tras los primeros tiros, el conductor del Jetta perdió el control del volante, la unidad se subió al camellón central y se impactó contra un poste del alumbrado público.
Nadie supo dónde estaban los otros 10 sicarios que custodiaban y daban seguridad a Luis Sánchez Páez.
Fue una escena que atestiguaron decenas de personas que se encontraban en la gasolinera y en un café, y tuvieron que correr para protegerse de la lluvia de balas. Los mismos testigos presenciaron que los individuos armados se acercaron al automóvil para rematar a los ocupantes. Al asegurarse de concluir el trabajo, los sicarios abordaron la Toyota tipo pick up y escaparon rumbo al Poniente, después hacia el Centro de la ciudad. Minutos después de los hechos, la policía del estado encontró una camioneta Tacoma color azul marino, con placas de Sonora, la cual chocó en avenida Teófilo Noris y calle Escobedo, en el Centro de la ciudad.
Los elementos de la Cruz Roja acudieron al lugar del crimen, pero sólo para confirmar la muerte de los ocupantes del Jetta gris. Además, se localizaron varios fajos de dólares. Se aseguró en el lugar que los occisos no portaban armas.
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