Las relaciones entre el Estado y el crimen organizado no siempre son de confrontación. Instituciones estratégicas son infiltradas y manipuladas por redes ilegales que influyen en las decisiones de más alto nivel y determinan la estructura y operación del Estado. Históricamente, funcionarios y políticos han establecido estrechos vínculos con el crimen organizado para tomar ventaja de su poder criminal y obtener beneficios personales en detrimento del interés público
Cuando el combate a la delincuencia organizada se centra más en actores circunstanciales en lugar de atacar el proceso de largo alcance que cala en las bases estructurales de la sociedad, se emprende una estrategia equivocada. Así ocurrió en Colombia, donde ahora las redes delictivas se sofisticaron al reducir la violencia y sustituirla por mecanismos más extensivos y de mayor plazo estructural. Ese país está lejos de ser el ejemplo de estabilidad que se percibe desde México, sostienen Jorge Luis Garay y Eduardo Salcedo, miembros del grupo Método, que estudia el comportamiento y la estructura de las redes delictivas.
Advierten que, en su país, la lucha antiterrorista ocultó la problemática relación narco-paramilitar y entre el narcotráfico y la lucha armada.
La violencia que dejó 25 mil muertos en Colombia por la pugna entre paramilitares y el narcotráfico con la guerrilla y el ejército ya no figura en las encuestas actuales como el problema del país. Ahora, como hace 20 años, la población percibe a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) como un problema importante, apuntan estos especialistas.
Entretanto, el crimen organizado se fortalece y adopta nuevas formas, como se advierte tras examinar los expedientes judiciales. Ahí salen a la luz las relaciones ilegales entre funcionarios del Estado y agentes delictivos que determinan cómo y cuándo emplear la violencia o el terror, el soborno o la apropiación de los recursos públicos para alcanzar sus objetivos.
El análisis judicial en México y Colombia descubrió el comportamiento de las redes sociales que forman los grupos ilegales con alcaldes, gobernadores, empresarios, policías, militares, paramilitares, periodistas, organismos de la sociedad civil y funcionarios de todo nivel.
Esas redes se encaminan hacia la Captura del Estado (SC, por sus siglas en inglés), un proceso de corrupción sistémica que impulsan grupos ilegales, empresas nacionales y trasnacionales sobre las ramas ejecutiva y legislativa de un Estado para obtener beneficios económicos de largo plazo, expresan Garay, Salcedo y De León, autores de la investigación Redes ilícitas configuran Estados.
Por el éxito y poderío que alcanzan algunas de esas redes, se proponen avanzar hacia la Cooptación y Reconfiguración del Estado (CSR, por sus siglas en inglés). Éste es un proceso por el que los grupos ilegales establecen alianzas con movimientos políticos, terratenientes, funcionarios y políticos para manipular a las instituciones del Estado y obtener beneficios ilegales –o socialmente cuestionables– que van más allá del ámbito económico. La CSR abarca objetivos de manipulación política, criminal, judicial y cultural para ganar la legitimidad social.
Para avanzar en ese análisis, se estudiaron tres casos del crimen organizado en Colombia y México, con la intención de identificar cuándo puede definirse una situación como corrupción tradicional o sistémica: SC o CSR.
La primera red que analiza la investigación de los especialistas colombianos es un cártel mexicano conocido por sus acciones de extrema violencia; la segunda se relaciona con un grupo ilegal paramilitar que opera en la provincia colombiana de Casanare; la tercera red es Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el grupo paramilitar más poderoso que ha existido en la historia de ese país y que opera en la costa atlántica colombiana.
Los acuerdos sociales de distinta clase que establecen los actores de estas redes se plantean, en principio, manipular la elaboración y promulgación de leyes, decretos y decisiones de política pública y así se configura la corrupción típica, explican los investigadores. Uno de los peores escenarios de la corrupción se observa cuando ésta es de larga escala y se orienta a la intrusión en instituciones que controlan y previenen la corrupción.
Cuando las entidades responsables de controlar y prevenir la corrupción se convierten en víctimas de la corrupción, entonces tiene lugar la “corrupción sistémica”, cuya característica es la participación de muchas personas que establecen acuerdos de larga duración y afectan de mal modo la operación de las instituciones responsables del control de la corrupción. Todas las redes examinadas han recurrido a esa expresión para alcanzar su propósito.
En México, la actual etapa de violencia expresa que ya nada es como antes; se rebarajan las normas. “Actualmente, todo cambió y se reestructuró, y la ilegalidad tiene nuevas expresiones en su relación con el Estado”, señala Garay. Al consultar el informe de la Comisión de Desarrollo Territorial Municipal del Senado mexicano, los investigadores encontraron que “la ilegalidad” influye entre el 67 y 73 por ciento de los municipios mexicanos y que tienen “dominio absoluto” en un 8 y 10 por ciento de esas localidades.
Esto significa que existe una relación explícita entre algunos agentes (no toda la policía o sus agentes de seguridad), algunos jueces y funcionarios electos, llámense concejales y especialmente alcaldes, con las redes criminales en México, a nivel municipal y estatal, aunque no hay suficientes indicios hacia el control federal; “pero sí se ve un proceso que marcha en esa dirección”, manifiesta Garay.
A la luz de la experiencia colombiana, cuando se vivió el estadio actual de violencia e infiltración por el que pasa México, se vio que fue el ambiente propicio para dar el salto cualitativo del crimen organizado: de reivindicar beneficios económicos a buscar el control de estructuras del Estado. “Hay condiciones propicias para que influyan con la infiltración y cooptación de las instancias más decisivas en todos los niveles”, advierten Garay, Saucedo y De León.
Agregan que no todos los procesos deben ser iguales y que esta evolución dependerá de que los cárteles logren una serie de acuerdos que conjuren la violencia. “Aquí hay tensiones muy serias que pueden ser muy graves a futuro; se transa en aras de buscar el corto plazo exclusivamente olvidándose del largo plazo y eso trae efectos irreversibles. Eso lo sufrimos en Colombia”, sentencian los investigadores.
Durante los últimos cinco años, los medios de comunicación mexicanos han mostrado al mundo cómo se han elevado los niveles de violencia en este país. La investigación de Luis Jorge Garay, Eduardo Salcedo e Isaac de León establece que éste es un claro ejemplo de la clase de violencia y caos institucional que resulta de la fuerte presencia del crimen organizado (cuya principal expresión es el tráfico de drogas) y de la confrontación entre bandas criminales por el control de las rutas de distribución de drogas y mercancías ilegales.
La actual situación en México, precisan los investigadores, ya la vivió Colombia entre finales de las décadas de 1980 y 1990. Sin embargo, puntualizan que, en aquel país suramericano, la confrontación entre los cárteles de la droga no tuvo la intensidad que se observa en México. La pugna entre el Estado colombiano y los principales cárteles de la droga alcanzó su mayor intensidad a fines de 1980 con la guerra que se libró contra Pablo Escobar, cuyo objetivo era derrotar al Estado.
En México, aseguran, la violencia es “asombrosa” por su proliferación y brutalidad: más de 28 mil civiles, cuyos asesinatos supuestamente están relacionados con el tráfico de las drogas desde diciembre de 2006 es un saldo elocuente. Por otra parte, la aparición de decapitados en la vía pública o clubes nocturnos, cuerpos incinerados abandonados en automóviles, otros que cuelgan desde los puentes de los caminos, videos que muestran cómo mutilan a una persona y masacres en fiestas privadas o centros de atención para adictos son algunas de las escenas que se observan en las distintas entidades mexicanas.
Para los autores de la investigación, la extrema violencia que se ha manifestado en estos tres años no significa que la historia del tráfico de drogas en México sea reciente. Ésta se remonta a la segunda mitad del siglo pasado y fue notoria en entidades donde, en connivencia, los poderes locales lograron contener la agresión.
De acuerdo con el académico mexicano Luis Astorga, el actual escenario de violencia habría detonado por los cambios en la estructura del poder político en México que ocurrieron con el fin del régimen del Partido Revolucionario Institucional, la incursión de otros y poderosos rivales de los cárteles, así como la “guerra al narcotráfico” que declaró el Ejecutivo federal.
Según los analistas de Método, de los seis cárteles formalmente existentes en el país (Tijuana, Juárez, Sinaloa, Golfo, Familia Michoacana, hermanos Beltrán Leyva), prácticamente no existe evidencia de que éstos hayan tomado parte, significativamente, en procesos de SC y CSR de forma tan compleja y desarrollada como ocurrió en Colombia.
El cártel mexicano analizado por los investigadores opera principalmente en ciertas regiones del Estado de México y Michoacán, así como en los límites de Guerrero y Jalisco. En 2009, esa red anunció, en los diarios locales, que incrementaría sus acciones para “imponer el orden” en el estado de Michoacán. Por su extrema violencia, se convirtió en uno de los de mayor capacidad para imponer el terror en la población. Actualmente, con retórica religiosa, ese cártel recluta a jóvenes y ha logrado afectar a las instituciones locales.
Conforme a la información judicial consultada por Garay, Salcedo y De León, esa red está formada principalmente por traficantes de drogas, agentes policiacos y de otras agencias de seguridad locales. Sus acciones, entre las que destacan el amplio uso de sobornos para cooptar instituciones legales e ilegales, se pueden interpretar como pasos iniciales hacia un proceso de SC y CSR.
Conforme a los datos judiciales, el modelo gráfico de esta red muestra que su centro neurálgico y el puente estructural de relaciones sociales son lo mismo. Esto significa que el jefe de la organización ilegal no requiere la intermediación de agentes que formen subredes o nodos. Esa estructura le permite concentrar una importante proporción de relaciones sociales.
Ese individuo, identificado como un traficante de drogas que era bien conocido y respetado por la población local, muestra gran capacidad de administración. La razón de ser de esa red es proveer de protección a la población de su entorno frente otras organizaciones criminales.
De acuerdo con Narmilatt –código del testigo protegido que figura en el expediente judicial–, la justificación de los actos de este grupo se relaciona con ideales de autodefensa y autoprotección de la sociedad contra organizaciones criminales. Pese a esa “mística”, la red reconoce que para alcanzar su objetivo, actúa fuera de la ley.
Al mismo tiempo, financia sus actividades a través del tráfico de drogas y el lavado de dinero por medio de actividades inmobiliarias, compraventa de automóviles, centros nocturnos, discotecas y la extorsión contra tiendas de autoservicio. El examen judicial que realizaron los analistas de Método detectó que la función de comando y la información sustantiva de esa red provienen de su jerarquía.
Los sobornos se orientan a la compra sistemática de protección e información a funcionarios de las agencias de seguridad de nivel local. Esos pagos tienen efectos institucionales porque distorsionan la aplicación de la ley a nivel medio en la administración local; una situación social que se acerca al concepto de SC.
Esta organización se remonta al nacimiento y fortalecimiento de los grupos paramilitares de Colombia que se formaron para luchar contra las demandas económicas y el secuestro que encabezaron las FARC y el Ejército de Liberación Nacional a comienzos de la década de 1980. Los paramilitares y ejércitos privados nacieron en la región de Puerto Boyacá, patrocinados por los granjeros y ganaderos, blanco de las extorsiones de la guerrilla, que decidieron no abandonar sus tierras.
Puerto Boyacá fue escenario de confrontaciones entre las guerrillas, ejército y paramilitares. Así se formó la Asociación Colombiana del Magdalena Medio de Ganaderos y Agricultores, promotora de la seguridad privada que años después fundó un grupo de mercenarios entrenados por el israelí Yair Klein.
Uno de esos grupos paramilitares expandió su acción en Antioquía, Caldas, Cundinamarca y Santander. Al mismo tiempo, el grupo que operaba en el Valle del Magdalena Medio fue el modelo que se reprodujo a fines de la década de 1980 con el presumible apoyo de miembros del ejército. Ese apoyo, refieren Garay, Salcedo y De León, aún es tema de debate, ya que aún hay juicios por crímenes contra la humanidad, cometidos en esa zona, que involucran a oficiales de alto rango del ejército.
Los grupos de autodefensa del Magdalena Medio influyeron en la actuación de otros grupos de autodefensa en la costa Atlántica del país. Algunos fueron “legalmente reconocidos” por la legislación colombiana a comienzos de esa misma década, pero a mediados de 1980 fueron prohibidos en el gobierno del presidente Virgilio Barco, y en el gobierno de César Gaviria fueron legalizados de nuevo con un estatus legal de “grupos vigilantes”.
Mientras crecía su popularidad, a mediados de la década de 1990, en el país se institucionalizó el discurso político que declaró la guerra contra las guerrillas. Con esa intención, nacieron las denominadas Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, y surgieron ejércitos locales para salvaguardar los intereses de ganaderos y granjeros, campesinos y traficantes de drogas.
Entre 1997 y 1998, se consolidó el comando unificado Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Esa alianza fortaleció las actividades de estos grupos en torno a un proceso de alcance nacional. Entonces, el comandante de las AUC, Carlos Castaño, declaró: “La defensa institucional de la unidad nacional y la democracia se convierten en una obligación social de carácter general, imperativa y patriótica contra las imparables amenazas de factores internos y externos dirigidos a la destrucción de nuestros valores”.
En ese proceso de consolidación nacional de las AUC, hubo tres momentos importantes: en 1994, se crearon las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá; progresivamente, las acciones de las estructuras paramilitares se fortalecieron, y en 1998 se consolidó la mayoría de paramilitares ilegales en el mando unificado de las AUC.
Entre 1998 y 2004, una fracción de las AUC lanzó actos violentos intensivos en Casanare. Este grupo, conocido como Autodefensas Campesinas de Casanare (ACC), constituye la Red Casanare. Cuando éste dominó la provincia de Casanare, entró en escena otro grupo paramilitar: el Bloque Centauro (BC). Esa organización paramilitar, comandada por Miguel Arroyave, operaba en otra provincia, pero le atrajeron las condiciones de Casanare, donde comenzaron a operar.
Los investigadores entrevistados describen que esa provincia, rica en reservas de petróleo, le reportaba a la administración local grandes regalías por la extracción del recurso. En la década de 1990, las regalías aumentaron sustancialmente –desde entonces, Casanare es el departamento que más aportes recibe– y tal derrama atrajo a los grupos paramilitares que buscaron controlar el presupuesto público para reforzar su financiamiento y poder.
Entre 2000 y 2002, las regalías que pagó el gobierno colombiano se concentraron en cuatro provincias: Casanare (42.7 por ciento), Arauca (15 por ciento), Meta (11.1 por ciento) y Huila (10.2 por ciento). Adicionalmente, y según cifras de la Oficina del Presidente, entre 1996 y 2002 Casanare recibió 67 por ciento de las regalías totales que el Fondo Nacional de Regalías pagó a los gobiernos descentralizados.
En 2003, la producción de petróleo en Casanare se concentraba en seis municipalidades que cubrían el 23 por ciento de la región, lo que evidenció cómo una pequeña zona concentraba una alta proporción del presupuesto público. Esas regalías y la ubicación de Casanare –en la parte occidental del país–, que ha servido a los traficantes de drogas para embarcarlas hacia el mercado europeo, son los factores claves que explican por qué el BC operó en Meta e intentó controlar Casanare.
Los factores económicos explican la motivación de los grupos paramilitares para controlar las instituciones públicas y las decisiones administrativas a nivel local y regional. En consecuencia, dominar las estructuras legales e ilegales es estratégico para los intereses criminales. Ese dominio estratégico es uno de los propósitos más importantes de la Red Casanare que, entre 1998 y 2007, estableció algunos acuerdos entre los agentes legales e ilegales en Casanare.
Señalan Garay, Saucedo y De León que como las intenciones de la Red Casanare eran principalmente de carácter ilegal, se esperaría que un agente ilegal actuara como el centro neurálgico de ese grupo. En cambio, los datos judiciales consultados revelaron que el centro de esta red era un individuo que actuaba desde una posición legal y legítima: era el alcalde de la municipalidad de Monterrey, un pequeño poblado localizado en Casanare.
Ese caso ilustra que al actuar desde una posición legal u organización no implica que el individuo se considere exclusivamente como un agente legal. El alcalde actuaba desde un cargo lícito, pero establecía acuerdos con fuerzas paramilitares ilegales. Además, algunos acuerdos alcanzados en ese ámbito tampoco pueden definirse como actos ilegales, sino como actos social o moralmente “incorrectos”.
Ese alcalde era el centro de la red debido a su proximidad directa con el comandante del paramilitar de ACC (Martín Llanos) y otros de sus miembros que eran ampliamente conocidos por los locales, lo que se tradujo en actos ilegales o moralmente incorrectos.
En este caso, el centro neurálgico actuó como un funcionario público electo democráticamente a pesar de su cercana relación con el grupo paramilitar. La mayoría de sus acciones como centro de la red de Casanare caen en una “zona gris” –entre la legalidad y la ilegalidad–, por su relación directa y cercana con miembros del grupo paramilitar. Por esa razón, señalan los investigadores, cuando se intenta definir y explicar la estructura de las redes como la de Casanare, se evidencia la vaguedad de la categoría de “legal-ilegal”.
Este caso puede definirse como ejemplo típico del proceso denominado Captura Instrumental de Partidos Políticos, que se refiere a los individuos con intereses ilegales para capturar las instituciones electorales y democráticas e infiltrar y cooptar la estructura del Estado.
La cercanía estructural entre el alcalde, que actuaba como centro de la red, y el comandante de la ACC armó una estructura ilegal con espacio para las decisiones administrativas importantes. Adicionalmente, el apoyo de ACC a un candidato legitimado por las reglas electorales, le confirió un grado de impunidad social y legitimidad que no era difícil, sino imposible de alcanzar por la vía única del soborno.
La tercera red social ilícita actuó en cinco provincias colombianas de la Costa Atlántica: Sucre, Córdoba, César, Atlántico y Magdalena, y se consolidó bajo un comando unificado al final de la década de 1990. Su creciente poder de facto le permitió emprender actos de violencia combinada, tráfico de drogas y corrupción para grabar grandes porciones del presupuesto público, manipular las elecciones y lograr representación en el Congreso colombiano. Estas acciones tenían los propósitos simultáneos de promover que las leyes favorecieran sus intereses y alcanzar legitimidad social.
Además del dominio de las AUC, a finales de la década de 1990 y comienzos de este siglo, la actividad paramilitar se expandió en el Norte de la costa colombiana por las provincias de la Costa Atlántica. Su consolidación en las provincias de Bolívar, Atlántico, Magdalena, Córdoba y Sucre obedeció a que ahí se desplegaba una violenta confrontación entre los distintos actores sociales en busca de su expansión política y operativa.
La red de la Costa Atlántica tuvo un escenario propicio para consumar la SC y la CSR en sus niveles local y regional, con claras intenciones de alcanzar el contexto nacional. El centro neurálgico de esta organización, a diferencia de la Red Casanare, es Rodrigo Tovar Pupo, alias Jorge 40, al que los expedientes judiciales identifican como miembro activo de las AUC, y le asignan el código Aucrtp.
En el esquema de la red social que perfilaron los analistas de Método, destaca que el agente Aucrtp concentra 11.6 por ciento del total de relaciones sociales de esa organización. Esto contrasta con las consideraciones judiciales previas que asignaban un grado de influencia similar a otro miembro del grupo: Salvatore Mancuso Gómez, identificado con el código Aucsmg, considerado como el segundo agente más conectado de las AUC.
Al examinar el flujo de relaciones dentro de la red de la Costa Atlántica con la metodología de Garay, Salcedo y De León, el agente Aucsm aparece con un grado de conectividad de apenas 6.6 por ciento de vínculos. Éstos y otros agentes de la red pactaron compromisos de apoyo administrativo y de los recursos municipales y provinciales.
La investigación que emprendió a cabo la Oficina del Fiscal General en Bogotá, el 16 de octubre de 2008, refiere que esos compromisos se extendieron a los acuerdos de compra sin convocar a concurso público para favorecer al Bloque Norte de las AUC, comandado por Jorge 40. También, a la facilitación de un funcionario para que la red se apropiara de recursos públicos.
En el ámbito político-electoral, esta red logró manipular –con funcionarios del Estado y de los poderes locales– las instituciones electorales para sistematizar la información que garantizara un apoyo efectivo a candidatos específicos. Un informe del Departamento Administrativo de Seguridad indica que las AUC, junto con funcionarios que trabajaban en la Oficina Nacional de Registro en la ciudad de Santa Marta, en la Costa Atlántica, “coordinaron todos los temas electorales en 2002”.
Aún más, las AUC solicitaron un programa de cómputo para ordenar la lista de nombres de las personas de todas las estaciones de voto en las provincias de César, Guajira y Magdalena, “cuando colaboraron para Jorge 40”. Esos compromisos de apoyo lograron un “gigantesco fraude electoral”. Al final del día de la elección, los jueces de esas estaciones estaban seguros de que el mayor porcentaje de votos en la municipalidad se registró con el nombre del candidato de Jorge 40”.
Esa visión de las redes permite a los investigadores asegurar que, en la actual etapa que vive México, donde los cárteles están en pugna por las mejores porciones del mercado, rutas y territorios más seguros, la violencia se exacerbará. Esa lucha interna los distrae de su siguiente e inminente paso: atacar al Estado para diseñar sus instituciones a la medida de sus intereses. Entretanto, se redefinen las alianzas y territorios entre los cárteles con funcionarios, empresarios y otros actores sociales.
Lo que sí funcionó en Colombia
La Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía General fueron un contrapeso al proceso de Captura del Estado. A través de la jurisprudencia de la Corte Suprema, se imputó por delitos de lesa humanidad a algunos paramilitares que asolaron territorios y ejecutaron a decenas de miles de colombianos. Sin embargo, la mayoría de los jefes responsables de esas redes han sido extraditados a Estados Unidos, lugar donde se les juzga por diferentes delitos, no por el de lesa humanidad. Por esa razón, se reclama a ese país que una vez que purguen su condena, los extradite a Colombia.
“Que acate ese fallo. Que se cumpla, y que tanto paramilitares, empresarios, políticos como militares sean juzgados debidamente por crímenes de lesa humanidad. Sólo así habremos dado un paso muy importante no para eliminar el problema, pero por lo menos para que por estas vías que conocemos no vuelva a reproducirse. Sin embargo, las raíces de este problema siguen vivas todavía”, comenta Luis Jorge Garay, también ingeniero industrial director del Proceso Nacional de Verificación de los Derechos Humanos, Sociales y Económicos de la población desplazada por la violencia en su país y graduado en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, en las Universidades de Oxford y Cambridge.
Cómo capturar un Estado
Generalmente, los análisis tradicionales de Captura del Estado omiten los escenarios donde participan los grupos ilegales y utilizan la violencia o sobornos. En Colombia y México se han encontrado estas formas embrionarias de ese proceso:
1. El interés por capturar el Estado no proviene exclusivamente de grupos ilegales, pues existen muchos grupos legales deseosos de manipular las instituciones a favor de sus intereses
2. La motivación para capturar el Estado no sólo es de naturaleza económica. Para cualquier grupo ilegal, su interés no se limita a convertirse en más rico, sino también en utilizar la riqueza como un medio para disminuir su exposición criminal
3. El soborno no es el único método para consumar la Captura del Estado. Los grupos ilegales saben cómo emplear la tecnología de la violencia.
Se fortalece el discurso contra las FARC
El sitio electrónico del gobierno de Colombia anuncia que, conforme al Programa de Atención Humanitaria al Desmovilizado, durante agosto de este año se desmovilizaron individualmente 217 miembros de “grupos armados al margen de la ley”. Ese informe revela que 135 personas de ese total pertenecían a la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia que decidieron desmovilizarse de esta forma: 182, ante unidades de las Fuerzas Militares y de Policía; 19, al Departamento Administrativo de Seguridad; 15, al LCBF, y uno, a la Defensoría del Pueblo. Entre las 217 personas, figuran 68 mujeres y 26 menores de edad. El departamento que registró el mayor número de entregas fue Cundinamarca, con 34, seguido de Antioquía, con 29, y Meta, con 19. Las demás deserciones ocurrieron en otras regiones del país en menor cifra.
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