Ayotzinapa, Tixtla, Guerrero. ¿Qué haría usted si su hijo estuviera desaparecido? ¿Qué haría si se lo hubieran llevado en el contexto de una masacre? ¿Qué haría si los responsables del crimen fueran justamente los encargados de proveer seguridad a la población? ¿Qué haría si los medios de comunicación difundieran reiteradamente la versión de que el cuerpo de su hijo yace calcinado en una fosa clandestina?
Para los padres de los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala, Guerrero, éstas no son preguntas al aire. Son incertidumbres que nos los abandonan y que, cada día, a partir del 27 de septiembre pasado, los consumen, con toda la literalidad de la palabra.
Fastidiados de atender a los medios de comunicación; sin saber siquiera si la persona al otro lado del micrófono o de la cámara actúa de buena fe o es incluso enviada del gobierno, los padres de familia se vuelven reticentes. “No queremos más entrevistas”, resuelven.
Ante la intervención de un miembro del Comité Ejecutivo Estudiantil de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Fernando, un hombre cuya mirada ya no es de aquí, accede a compartir la tragedia familiar que ahora se ha tornado colectiva. Su hijo no es sólo “uno de los 43”; su nombre es Carlos Lorenzo Hernández Muñoz, un joven que este 11 de octubre cumplirá 19 años de edad.
Fernando apenas pronuncia lo indispensable. Con frases cortas y secas simplifica al ser que él y su esposa dieron vida: originario de Huajintepec, en la Costa Chica de Guerrero, alumno de primer grado, alegre, trabajador, sin vicios, amante del futbol. La economía de su lenguaje no es para nada un acto de descortesía. Es más bien manifestación de hartazgo y desesperación; nunca de desesperanza.
Pese al hallazgo de diversas fosas clandestinas en las que se presume que pudieran estar los restos de los jóvenes normalistas, Fernando asevera: “No son. Ellos están vivos. Tenemos la esperanza de que están vivos”.
El hombre, campesino de toda la vida, se frota los brazos; sentado sobre una silla de madera, mece su cuerpo de atrás hacia adelante; durante el relato, sus ojos permanecen más tiempo cerrados que abiertos. Aun así, las palabras empiezan a tomar ritmo.
Refiere que el gran anhelo de su hijo es ser alguien en la vida, en la sociedad. Tener una vida diferente a la de él, que hasta la fecha debe de trabajar el campo de sol a sol. “¿A poco los pobres no tienen derecho a estudiar? Duele porque los asesinan por estudiar. No hay palabras para expresar el dolor”.
—¿Por qué su hijo decidió estudiar precisamente para ser maestro? –se le pregunta.
—Desde que mi hijo estaba en la prepa (bachillerato), él decía que quería ser maestro porque no le gustaba otra carrera. Él sabía que era difícil estudiar, pero decía que cuando uno anhela algo, siempre lo alcanza.
A escasas 6 semanas del inicio del ciclo escolar, los primeros aprendizajes de Carlos empezaron a rendir frutos. La última vez que vio su papá, éste lo notó más “abierto” e interesado por los libros. A Carlos le gustan mucho los homenajes que se hacen en la escuela y se interesa por la vida de personajes como Lucio Cabañas y el Che Guevara, refiere su progenitor.
A decir de Fernando, lo que ocurre en Guerrero, la corrupción e impunidad por parte de gobernantes como Ángel Aguirre Rivero y José Luis Abarca, es una vergüenza. En ese sentido, advierte: “El gobernador tiene los días contados”.
Indica, asimismo, que los padres de familia no van a dejar de luchar por la presentación con vida de sus hijos y por el castigo de los culpables de los hechos violentos del 26 y 27 de septiembre pasados.
Desde que supo de la desaparición de su hijo, Fernando se trasladó a la Normal Rural de Ayotzinapa, lugar donde pernocta desde entonces. Su esposa, sin embargo, no pudo acompañarlo pues la noticia la enfermó. “A pesar de todo me doy ánimos y me los dan mis mismos compañeros, siempre con la fe de que nuestros hijos están vivos”, comenta el campesino.
Los primos futbolistas
Yoni, alumno de cuarto año de la Normal de Ayotzinapa, es primo de Carlos. Los jóvenes se conocen desde hace ya varios años, pero fue apenas en este contexto que Yoni se enteró del parentesco. Algunas de sus tías empezaron a llamarle por teléfono para preguntarle por su primo desaparecido; él cayó en cuenta.
El Frijol, como le apodan a Carlos por el color tostado de su piel, es tranquilo, no fuma, no toma, no tiene vicios, es dedicado y responsable. Así lo describe Yoni.
Los primos comparten la misma pasión: el futbol. Se conocieron jugando futbol cuando Yoni estudiaba el bachillerato en Huajintepec. En la Normal, Carlos suplió a su primo como portero de la selección de Ayotzinapa. “Apenas empezaba a porterear. Llevaba ya dos partidos. Los otros chavos lo vieron jugar y, como les gustó, lo dejaron seguir en el equipo”, comenta.
Yoni también duda que los restos de sus compañeros, entre ellos el de su primo, se encuentren en las fosas clandestinas localizadas. Más aún porque ahí fueron hallados dos cadáveres femeninos. Aun así, en medio de la esperanza de reencontrarse con su primo, quizá de compartir con él una cascarita, dice sentirse desesperado ante la falta de respuestas oficiales.
La vuelta con bien de sus compañeros y justicia, eso es lo que Yoni exige. Además de una “explicación del porqué llegaron a agredirnos de esa manera; el porqué de esa agresividad, si no estábamos haciendo nada malo”.
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