Nuestro sistema presidencialista a la antigua requiere una reforma del Estado, si éste, jurídica-políticamente, es una estructura de medios legales y fines con los más variados contenidos (políticos, económicos, culturales, sociales, etcétera). Esos medios jurídicos y un haz de fines precedidos por la Constitución histórica (que reformó a la de 1857 al triunfo de la Revolución, vigente desde 1917, con más de 500 reformas y contrarreformas), sometidos a severas crisis, porque ya no se gobierna en beneficio del pueblo, exigen decisiones de fondo y forma para adecuarlos a las necesidades actuales. El ejercicio del poder presidencial, desde 1968 –el sangriento diazordacismo–, se ha ido decantando para resolver problemas, que acabaron de colmar, con sangrienta violencia que aterroriza a la sociedad en general, las dos fallidas alternancias foxcalderonistas.
Del golpismo militar de Díaz Ordaz al militarismo de Calderón (1968-2010), a tal grado es la crisis general, que una de las soluciones a nuestros problemas empieza por provocar un sacudimiento institucional del tamaño, cuantitativo y cualitativo, para hacer efectiva la renuncia (por causa grave: la probada incompetencia política) del presidente de la república, acorralado en Los Pinos, mientras la inseguridad, con su violencia de narcos y militares deja un promedio de 50 o 60 homicidios diarios, arrojando, en los cuatro años del calderonismo (con cifras arregladas a conveniencia presidencial), más de ¡28 mil víctimas! Colombianizado el país, por auge del narcotráfico, semeja ser otro Irak o Afganistán. Mientras la sola respuesta militar y policiaca (ambos profundamente corrompidos, junto con funcionarios de todo nivel) ha hecho de Calderón un peor Álvaro Uribe.
Mientras las deserciones de soldados y policías están a la orden del día, porque ingresan al bando de los sicarios o de plano renuncian a involucrarse como víctimas y victimarios en el baño de sangre y cadáveres, no sabemos hasta cuándo los mandos intermedios del Ejército, la Armada Naval y la Fuerza Aérea obligarán a los altos mandos, generales y almirantes, a rebelarse contra su jefe nato, un Calderón que ya no puede con la doble cara del presidencialismo: ser jefe de Estado y jefe de gobierno, más el cúmulo de facultades y obligaciones dispersas en la misma Constitución y sus kilos y acaso toneladas de códigos, decretos, órdenes y reglamentos, telaraña del presidencialismo neoporfirista de Carranza a Calderón donde, cada sexenio, los inquilinos de Los Pinos son moscas atrapadas en sus abusos para suplir el cumplimiento de sus tareas que se vuelven ineficacias. Y que dañan la democratización republicana y estrangulan el mercado nacional viciado por los embates del neoliberalismo económico (Loïc Wacquant, Castigar a los pobres. El gobierno neoliberal de la inseguridad social, editorial Gedisa).
Los problemas que enfrentan los mexicanos empobrecidos, desempleados o mal pagados; jóvenes sin escuelas y pervertida la educación pública por las complicidades –ahora del calderonismo con la corrupta dueña del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado, de la Lotería Nacional, del Partido Nueva Alianza, del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación– son un listado interminable. Para colmo, la violencia de gobernantes y narcotraficantes cobra la vida de inocentes. Es el precio de una guerra donde la delincuencia lleva la delantera y desafía la soberanía popular, la autoridad gubernamental y tiene en la mira al Estado para tratar de arrebatarle la supremacía como imperio de la ley e imponer la violencia criminal.
Necesitamos sacudir el árbol constitucional para que caigan las manzanas podridas. Una de éstas, el presidencialismo a la mexicana, para injertarle reformas semiparlamentarias: plantar retoños para un jefe de gobierno y un jefe de Estado, con titulares diferentes democráticamente electos. Y una reducción de representantes en el Congreso para que sea cada vez más un parlamento ante el cual, de secretarios del despacho, viren a ministros responsables parlamentariamente. Para eso hay que proceder a otro sacudimiento político. La renuncia por causa grave de Calderón y la designación de un presidente sustituto que conduzca el nacimiento de un congreso constituyente para reformar la Constitución de 1917 serían una auténtica conmemoración de su centenario, puesto que es el cerebro y corazón de la Revolución que la engendró.
Calderón debe irse, no por su propio pie, puesto que ha demostrado que es incapaz hasta de dar ese paso… ¡que lo legitimaría retroactivamente! Pero como no hay otra manera de deshacerse de quienes, con sus tentáculos de corrupción, abusos, incapacidades, complicidades, incumplimiento de sus obligaciones e impunidades, se aferran a los goces del poder público, la alternativa es el derramamiento de sangre por la violencia o echarlos conforme a lo dispuesto constitucionalmente.
Y constitucional e institucionalmente nuestra ley fundamental, sin una ley reglamentaria, contempla lo que procede si, como no es el caso, en la Presidencia de la República estuviera incluso una medianía, un politicastro “persuadido de que hay momentos en los que uno debe decir(se) la verdad” (Robert Penn Warren, Todos los hombres del rey, editorial Anagrama). A Calderón y los panistas, como escribió Humberto Musacchio, les ha llegado la hora de que se vayan. “No son meros deseos, es un imperativo social… para que el Congreso proceda a integrar un gobierno de amplia coalición que rescate el país” (Siempre!, 8 de agosto de 2010).
El artículo 86 de nuestra ley fundamental dice: “El cargo de presidente de la República sólo es renunciable por causa grave, que calificará el Congreso de la Unión, ante el cual se presentará la renuncia”.
Si Calderón presentara su renuncia al rendir su Cuarto informe de mal gobierno, el Congreso estará en sesiones y “designará al presidente sustituto que deberá concluir el periodo”. La nación y sus instituciones, empezando por el Estado que es y representa a todo el orden jurídico-político, necesitan un sacudimiento como el que vivieron la sociedad y el gobierno entre el 3 y 4 de septiembre de 1932, cuando el Calderón de entonces, mutatis mutandis, Pascual Ortiz Rubio, alias Nopalito (por baboso, en el sentido de tonto, incompetente, inútil), fue obligado a renunciar, y con un mínimo de responsabilidad, supo que había llegado la hora de irse. La petición implícita en las críticas a su gobierno fallido y explícito en el “si no pueden, renuncien” es que Calderón no pudo y debe irse para resolver con decisiones políticas y económicas la crisis nacional. O la nación estallará en más derramamiento de sangre para destituirlo.
cepedaneri@prodigy.net.mx
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