Elva Mendoza / Primera parte
En el país no se conoce a plenitud cuántos sitios arqueológicos existen. Hasta mayo de 2011 el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) tenía registro de 43 mil 855 sitios arqueológicos, pero el número crece conforme avanzan los métodos para reconocer monumentos.
De los más de 40 mil sitios bajo custodia y resguardo del INAH, únicamente 181 se encuentran abiertos al público, lo que representa menos del 1 por ciento, entre ellos Teotihuacán en el Estado de México, Monte Albán en Oaxaca, El Tajín en Veracruz y Chichén Itzá en Yucatán.
Para Bolfy Cottom, antropólogo e investigador de la Dirección de Estudios Históricos del INAH; Iván Franco y Cuauhtémoc Velasco, investigadores del Instituto, y Felipe Echenique, secretario general del Sindicato Nacional de Académicos del INAH, el número de sitios registrados habría que multiplicarlo por 100, pues –de acuerdo con los expertos– la nación, en su totalidad, es una gran zona arqueológica. “El tamaño de la sociedad prehispánica es mucho más grande de lo que nadie se pudo haber imaginado”, dice Velasco.
Entre las ciudades más antiguas se encuentran Teotihuacán, Monte Albán, El Tajín y Chichén Itzá. Las cuatro forman parte de la región llamada Mesoamérica: delimitada en el sur por la desembocadura del río Motagua, en Honduras, hasta el Golfo de Nicoya, en Costa Rica; y en el norte por los ríos Pánuco y el Sinaloa.
Mesoamérica es una de las seis regiones en el planeta donde surgieron civilizaciones originarias que se constituyeron a partir de su propio proceso y sin recibir influencia de otras sociedades.
Las culturas y civilizaciones originarias que se formaron y desarrollaron en los seis sitios del orbe –India, China, Mesopotamia, Egipto, Mesoamérica y los Andes– generaron un conocimiento científico, político, religioso; desarrollaron la escritura, el calendario, las artes, su propio estilo urbanístico, de organización social, y erigieron los monumentos que hoy no solamente desafían el paso del tiempo, sino también la especulación, la urbanización y el saqueo.
De los más de 40 mil sitios arqueológicos que el INAH tiene bajo su custodia, únicamente Tula, en Hidalgo, es propiedad de la Federación, el resto presenta diversos regímenes de tenencia de la tierra, ya sea de carácter estatal, municipal, ejidal, comunal o privado, según datos de la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados, de la LX Legislatura, contenidos en la exposición de motivos para aprobar el Fondo Arqueológico, por 300 millones de pesos anuales.
Rubén Escartín, subdirector del Registro de Monumentos Arqueológicos Inmuebles del INAH, en entrevista con Contralínea reconoce que el Instituto carece de un estudio detallado que especifique cuál es el régimen de propiedad de las tierras sobre las que se encuentran los monumentos arqueológicos del país.
Aunque se encuentran protegidos por la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, sin importar el régimen de propiedad donde éstos se encuentren, Bolfy Cottom, explica que jurídicamente lo que la ley protege por declaratoria es el monumento en sí, no las tierras donde se encuentran. En ese sentido, la ley únicamente limita los derechos de los propietarios sobre los usos que le pueden dar a la tierra.
Iván Franco, también doctor en ciencia política, refiere que la propiedad privada en tierras con monumentos arqueológicos comenzó a configurarse desde la llegada de los españoles a América; sin embargo, aclara que en la actualidad las trasnacionales y los estados tienen un interés específico en poseer extensiones de tierra en zonas arqueológicas como parte de un concepto turístico de ganancia.
Aunque los gobiernos estatales como parte de la federación tienen facultad de comprar tierras en zonas arqueológicas, expertos en el tema se han opuesto a la compra venta entre particulares y gobiernos estatales: “Se dejan al capricho del gobernante en turno”, considera Sergio Gómez.
Castrejón, por su patre, reconoce la importancia de regular la compra de tierras, pues de no hacerlo, dice, se expone al patrimonio “a todo tipo de cosas”.
Echenique, más contundente, señala que permitir la compraventa de lugares con valor arqueológico entre particulares y de éstos con gobierno estatales “significa dejar a los sitios a merced de especuladores inmobiliarios y desarrolladores de espacios turísticos”.
Lo ideal, para Bolfy Cottom, sería que el estado tuviera la capacidad de comprar terrenos, expropiar e indemnizar. “Pero eso es lo ideal, no lo real”, dice el investigador y subraya que el problema al que se enfrenta el Estado es el valor de las tierras, pues se han prestado a la especulación. “Se dan cuenta que tienen una mina de oro y le quieren sacar provecho”.
Aunque la ley vigente en materia de expropiación establece como causa de utilidad pública la conservación de los monumentos arqueológicos y pese a que tanto el gobierno federal como los gobiernos locales han expropiado pueblos enteros para la construcción de presas, carreteras y explotación de minas, las autoridades se han negado a la expropiación de tierras en zonas arqueológicas.
El vocero del INAH reconoce que, en efecto, la expropiación es aplicable por tratarse de zonas arqueológicas; pero “el tema es acreditar el interés público”. Aclara que el Instituto busca equidad judicial entre los intereses públicos y los particulares.
Frente a la urgencia de resolver el problema de la tenencia de la tierra en los sitios arqueológicos del país, la Cámara de Diputados aprobó un Fondo Arqueológico por 300 millones de pesos anuales en 2009.
El Fondo Arqueológico, en voz del exdiputado Suárez del Real, se promovió con la intención de resolver el conflicto en Chichén Itzá. “Un caso paradigmático donde una zona arqueológica que es patrimonio de la nación y de la humanidad está en los terrenos de un particular (la familia Barbachano)”.
De acuerdo con el vocero del INAH, Julio Castrejón, el fondo no era necesario. Así, los 300 millones de pesos que recibe año con año la dependencia son utilizados para financiar los proyectos seleccionados por el Comité Técnico del Fideicomiso.
Este año, dicho Comité contempla financiar 25 proyectos, de los cuales apenas dos se enfocan a la adquisición de predios: la compra de 13 parcelas en la parte posterior de la pirámide del Sol en Teotihuacán, Estado de México, y la compra de parcelas en el ejido de Chalcatzingo, Morelos.
Frente a la falta de interés y de recursos por parte del gobierno federal, la Secretaría de Educación Pública y los funcionarios del INAH –aún cuando darle certeza jurídica a las tierras es uno de los objetivos del Programa Nacional de Cultura 2007-2012–, en 2010 el gobierno de Yucatán compró, a través del Patronato Cultur, 82 hectáreas de la zona arqueológica de Chichén Itzá a Hans Jurgen Thies Barbachano.
Sergio Gómez, arqueólogo del INAH, aclara que la compra de tierras debe fomentarse no para que el Instituto se quede con ellas; sino para asegurar conjuntamente con sus pobladores la protección del bien nacional. “Que los actuales dueños sigan ocupando los terrenos y los trabajen con las formas tradicionales que no dañan los vestigios. Es importante que la gente siga con el sentido de pertenencia de la tierra. Que se conviertan en los vigilantes del patrimonio”.
El impulso al llamado turismo cultural o turismo arqueológico en el país, establecido en el Programa Nacional de Cultura del gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, ha llevado a los sitios arqueológicos a ser sedes de proyectos turísticos de trasnacionales, y escenario y foro para espectáculos.
El Programa del gobierno calderonista, establece como primer objetivo la promoción y consolidación de los mercados de turismo cultural existentes y el impulso de nuevas rutas e itinerarios turísticos en México. De acuerdo con éste,el turismo motivado por la cultura en México representa apenas el 5.5 por ciento de los viajeros nacionales y el 3 por ciento de los internacionales.
En consecuencia, plantea la necesidad de “hacer del turismo cultural un factor decisivo de progreso y de desarrollo económico y social, así como una actividad estratégica que genere tantos beneficios como el turismo de sol y playa, fortalezca los valores e identidad de las comunidades de destino, y proteja y ponga en valor el patrimonio cultural de cada una de las localidades de la nación”.
Pese a que la Ley General de Bienes Nacionales y la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos establecen que las zonas y monumentos arqueológicos son bienes nacionales de uso común y de dominio público adscritos al sistema educativo nacional (“por ser un instrumento de conocimiento de la historia y, por lo tanto, fuera de los circuitos de comercio, sin que persona alguna o asociación pueda lucrar con ellos”), están entrando, como escenarios mercantiles masivos a un orden global elitista, dice Iván Franco en su libro ¿Quiénes lucran con el patrimonio cultural en México?, presentado el pasado 7 de julio.
No obstante, de acuerdo con Felipe Echenique, secretario del Sindicato Nacional de Académicos del INAH, durante los últimos 30 años, los ejecutivos federales y estatales, fuera de toda normatividad, han permitido la explotación comercial de zonas y monumentos arqueológicos como Chichén Itzá, El Tajín, Uxmal, Tulum, con lo que se han beneficiado particulares sin que ello se traduzca en un beneficio social o en beneficios para las zonas de los monumentos.
Las industrias culturales, agrega Franco, conciben a la cultura y los bienes culturales no como bienes integrados a los procesos educativos, sino como recursos capaces de detonar la economía de una región determinada.
Ante esto, Sergio Gómez asegura que los investigadores y expertos no se oponen al turismo, sino al sentido con el que las autoridades acercan a la gente al patrimonio. “Las zonas deben cumplir un sentido social y educativo”.
El investigador del INAH Iván Franco explica que a partir del siglo XXI los sitios con valores y legados naturales y culturales se han convertido en negocios muy rentables para empresas multinacionales.
En el país, hasta la fecha no se cuenta con datos precisos de la derrama económica derivada del turismo cultural.
Bolfy Cottom, investigador del INAH adscrito a la Dirección de Estudios Históricos, lamenta que tanto el INAH, como las autoridades federales y estatales, sigan criterios mercantilistas cuando se trata del patrimonio cultural. “Los monumentos son útiles en la medida en que se usen para un turismo descarnado, en la medida en que implican generación de divisas”, reprueba.
Al lucrar con los espacios, funcionarios y empresarios privatizan de facto los bienes públicos. Y al convertirlos en escenario, los descontextualizan y los manipulan ideológicamente, atentando contra su dignidad, agrega Cottom.
Para el INAH, en voz de Julio Castrejón, el problema “es complejo”. Aunque reconoce que las zonas arqueológicas no son lugares para hacer conciertos, asegura que no pueden negarse a hacerlos. Explica que los gobiernos estatales envían sus solicitudes y se aprueban porque muchas comunidades pobres viven del turismo.
Lo que está ocurriendo, a decir del investigador Cuauhtémoc Velasco, es que “la orientación comercial-turística, apoyada por grandes capitales, obliga al Instituto a deformar sus objetivos y sus intenciones”.
Arqueólogos, antropólogos e historiadores han documentado el proceso de urbanización sobre Teotihuacán, El Tajín, Monte Albán y Chichén Itzá. Desde hace décadas, pueblos y colonias se han asentado sobre zonas con vestigios y han equipado con carreteras, drenajes e infraestructura su entorno sin que autoridad alguna pueda garantizar la protección de la zona.
La urbanización desmedida sobre las zonas arqueológicas y los sitios con vestigios genera destrucción y saqueo. Se trata de pérdidas irreparables al conocimiento y al patrimonio mexicano.
Aunque la estrategia 4.1 del Programa Nacional de Cultura, contenido en el Plan Nacional de Desarrollo, establece la necesidad de contar con una vinculación efectiva de la Ley Federal de Zonas y Monumentos con leyes generales y federales que inciden en la conservación del patrimonio cultural –específicamente en los ordenamientos sobre desarrollo urbano–, los gobiernos locales continúan autorizando planes de desarrollo en zonas con vestigios arqueológicos. Incluso usan los espacios, aparentemente “vacíos”, para entregarlos a organizaciones con fines políticos.
Al respecto, Bolfy Cottom explica que la urbanización de las zonas arqueológicas es resultado de “una multiplicidad de factores” y que no se resuelven sólo con la ley de protección: “mientras no se resuelva el problema de pobreza, de empleo, de un lugar dónde vivir, la presión va a seguir existiendo. Y probablemente crezca de una manera considerable, porque no se resuelven problemas estructurales”.
Humberto Bravo Álvarez, jefe de la sección de Contaminación Ambiental del Centro de Ciencias de la Atmósfera, de la Universidad Nacional Autónoma de México, ha estudiado el impacto del clima sobre sitios con valor patrimonial.
A partir del análisis de la lluvia sobre la zona arqueológica de El Tajín, el especialista documentó que la precipitación ácida en el sitio genera la pérdida de 10 micras por año (una micra es equivalente a la milésima parte de un milímetro). Advierte que de no tomarse las medidas preventivas necesarias en 100 años podrían desaparecer los jeroglíficos, patrimonio cultural del país.
Como resultado del análisis en otras zonas arqueológicas, Bravo Álvarez y su equipo sostienen que la arquitectura maya es la más amenazada por este fenómeno, puesto que los materiales con que se construyeron las estructuras se conforman de roca caliza, la cual se disuelve con la lluvia ácida.
El investigador subraya que de continuar el crecimiento industrial acelerado, el crecimiento de la urbanización y la falta de planeación urbana, los monumentos podrían verse aún más afectados.
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