Zihuatanejo, Guerrero. “No vamos a descansar hasta verlos con vida, que estén presentes… Verlos de cerca, de frente y decirles lo mucho que los queremos”. Éstas son las palabras de Melitón Ortega, un padre de familia incompleto.
Mauricio Ortega Valerio, su hijo, no está. Nada se sabe de él. Ni siquiera había llegado a la madurez cuando fue extirpado de la tierra de campesinos que lo vio germinar. Un arranque violento. “El extermino de los pobres”.
Alumno de primer grado de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, Mauricio, cuidador de chivos, ingresó a esta escuela para evitarse el sufrimiento familiar: la dura vida del campo; las cicatrices que deja la pobreza. Ser maestro como la vía para afrontar la carencia, el desempleo, el destino familiar.
Sus padres le sembraron este deseo. “Cuando éramos chamaquitos a nosotros siempre nos decían los maestros que éramos el futuro de este pueblo, quienes gobernarían, se organizarían y decidirían cómo quieren vivir. Y esa lección nosotros se la pasamos a él. Le decíamos: ‘Cuando tú egreses de ahí [de Ayotzinapa] vas a ser un ciudadano con buenos modales que oriente al pueblo para que ya no viva con tanta injusticia’”, dice Melitón.
Mauricio, el muchacho con el don de convocatoria, era el único de entre cuatro hermanos que empezaba a trazarse este camino. Logró acceder a la Normal de Ayotzinapa. Aprobó el examen de conocimientos, uno de los filtros de ingreso. Su cuna indígena le sumó puntos.
Los postulados de la Revolución Mexicana se cristalizaban en Mauricio, originario de Monte Alegre, municipio de Malinaltepec. El hijo de un campesino que cultiva café, de un indígena me’phaa; en sus manos juveniles, la posibilidad de ser profesionista.
Pero la noche del 26 de septiembre vino la tragedia. Mauricio no fue el único al que los policías treparon por la fuerza a las patrullas pagadas con dinero del pueblo. Otros 42 alumnos de Ayotzinapa corrieron con la misma suerte. Los jóvenes fueron a Iguala a hacer una colecta para el sostenimiento de su escuela, actividad que bien podría evitarse si el gobierno les otorgara los recursos suficientes para educarse. Los policías los recibieron a balazos. Mataron a tres; hirieron de gravedad a tres; desaparecieron a 43.
Artesano de la madera, oficio que aprendió del tío que lo albergó en Ayutla cuando cursaba la secundaria y el bachillerato, Mauricio fue uno de los muchachos desaparecidos. Desaparición forzada, un delito de lesa humanidad acuñado por la Alemania nazi.
Apenas 2 meses atrás, el sueño de una familia empezaba a concretarse. Que le iba muy bien en la escuela; que ya empezaba a salir a las comunidades; que se había inscrito en el área de educación artística, eso fue lo que Mauricio les contó a sus padres durante su última visita al hogar, 1 semana antes de los hechos de Iguala.
A casi 2 meses de ausencia, Melitón envía este mensaje a su hijo. El mensaje es en plural. Es para los 43 jóvenes desaparecidos forzadamente a los que este hombre considera ya como a sus hijos. Quiere que sepan que “los estamos buscando, que estamos luchando por ellos todo el tiempo: de día y de noche, y hasta las últimas consecuencias, hasta que aparezcan con vida”.
Detrás de esos rasgos duros, de indígena, sentencia: “Es mejor que aparezcan con vida; porque si no, vamos a actuar en contra del gobierno mexicano”.
La masacre y desaparición forzada de alumnos de Ayotzinapa llevó a la unidad popular. Un pueblo amalgamado por la tragedia humana. Una hermandad que las nuevas generaciones jamás habían respirado.
Con la flama de la insurgencia plantada en el corazón, los estudiantes normalistas y los familiares de los muchachos detenidos-desaparecidos partieron de Ayotzinapa, en tres grupos, en lo que denominaron la Brigada Nacional por la Presentación con Vida de los 43 Normalistas de Ayotzinapa Desaparecidos.
El objetivo de la actividad: brindar información y recabar propuestas para la elaboración de un plan unificado de lucha y de acción.
Julio César Ramírez Nava es el joven que a raíz de la noche trágica de Iguala fue encontrado muerto y desollado. El rostro despellejado, las cuencas de los ojos vaciadas, el cuerpo inerte arrojado a la vía pública. En un acto de memoria, la tercera de las brigadas que inició recorrido el pasado 15 de noviembre fue bautizada con su nombre.
El contingente, inicialmente a bordo de dos autobuses, hizo parada en siete puntos de Guerrero (Tlapa, San Luis Acatlán, Ayutla, Tecoanapa, Zihuatanejo, Atoyac y Acapulco) antes de arribar a la Ciudad de México.
A su paso, la comunidad Ayotzinapa recibió todo tipo de muestras de afecto: consignas, dinero, víveres, alimentos, abrazos, sonrisas, aplausos, cantos, danzas… Sacerdotes, maestros, indígenas, jubilados, ancianos, comerciantes, amas de casa, estudiantes, niños, policías comunitarios se congregaron en los espacios públicos para aguardar su llegada y, después, marchar a su lado.
“¡Ánimo! ¡Estamos con ustedes! ¡No se desanimen! ¡Échenle ganas!” Palabras de aliento selladas con apapachos.
En Tlapa de Comonfort, los sacerdotes oficiaron una misa por la presentación con vida de los muchachos. Las pintorescas calles se cimbraron al compás de nuevas consignas, fruto del ingenio y la rabia colectivos: “Justicia, justicIa, para los estudiantes; la cárcel, la cárcel, para los gobernantes”; “Gobierno, gobierno, gobierno incompetente, que se lleven a tus hijos para que veas lo que se siente”; “Aquí está su pueblo, aquí está su gente, entrega a los muchachos, pinche presidente”; “Nos faltan 43 y sobra Peña Nieto”.
Los policías comunitarios vigilaron el andar de los caminantes, una vez que arribaron a San Luis Acatlán, la tierra de Genaro Vázquez Rojas, luchador social y guerrillero que en su formación de maestro pasó por las aulas de la Normal de Ayotzinapa. Concluido el recorrido, vino la tertulia de tortas y pozole. Esa noche la caravana pernoctó ahí, en la casa de cultura del pueblo dispuesta para tal fin. “Le pido a Dios que les quite el cansancio, que tengan buen viaje y que pronto se haga justicia”, las palabras de hasta pronto en voz de un profesor del lugar.
El 17 de noviembre, el pueblo de Ayutla ya esperaba a los normalistas y a los padres de familia. En la plaza principal, ubicada entre el ayuntamiento y un mercado popular, todo estaba listo para su llegada: el templete, las sillas, el trovador, el acto de danza regional, los infantes de entre 8 y 10 años de edad que dirigían las consignas.
La estancia ahí fue breve más no por descortesía, sino por itinerario. Ese mismo día se agendó la visita a Tecoanapa, hecho consumado unas horas después. Antes, a la altura de Buenavista, un bloqueo en la carretera sorprendió a los asistentes de la caravana. Unas 100 personas con cartulinas de colores en las manos les cerraban el paso con el objetivo de brindarles aliento, agua de sabores y galletas de coco. Una mujer encorvada, de cabellos blancos, se dirigió a ellos con el rostro gangrenado de indignación: “Estamos con ustedes, los muchachos desaparecidos podrían ser mis nietos”.
Al cierre de esta edición, la contingentes pernoctaban ya en el ayuntamiento de Zihuatanejo, de donde partiría la siguiente marcha con un mitin de colofón. Un camión más formaba parte de la caravana. Ahí viajaba un grupo de pobladores de Tecoanapa, quE decidió acompañar a los normalistas y padres de familia hasta el último punto del trayecto: el zócalo de la Ciudad de México.
A decir de Melitón Ortega, quien en asamblea fue designado presidente del comité de padres de familia de los 43 estudiantes desaparecidos, en estos encuentros es oportuno el llanto. Llorar en colectivo: compartir el dolor que inunda la mente y el corazón de un pueblo ultrajado.
“Usted me verá muy fuerte, sin preocupación, pero yo me pongo a llorar con los padres de familia, con el pueblo. Me contagian y lo hacemos sin pena. Nosotros lloramos con nuestro pueblo, pero ante el gobierno no vamos a llorar. No nos ponemos sentimentales en una reunión con las autoridades; al contrario, ahí soltamos nuestro coraje. En cambio, con el pueblo sí compartimos los sentimientos y de ahí obtenemos la fuerza con la que hoy nos mantenemos”, pronuncia.
El hombre –bigote, piel canela, estructura corpulenta– agrega: “El hecho de ser indígenas no quiere decir que seamos víctimas de esta agresión tan brutal. Nos parece que los gobiernos ya no quieren ver a los pobres en este país. Para el gobierno tener estudiantes pobres en este mundo es un estorbo. Sin embargo, también nosotros tenemos nuestro derecho: necesitamos una educación, vivir dignamente. Nadie tiene por qué eliminarnos”.
La “revolución del milenio” podría estar iniciando. El pueblo, sacudido por la desaparición forzada y tumultuaria de 43 de sus hijos y el asesinato de otros tres, despierta. El despertar emana, lamentablemente, de un hecho del tal calaña. Así es la historia. La revolución de 1910 estuvo precedida de masacres como la de los hermanos Serdán.
Para Giovani Torres Salgado, sobrino de Nestora Salgado –comandanta de la policía comunitaria de Olinalá, presa política en un penal de alta seguridad– ha llegado el momento de hacer un cambio de raíz y no conformarse con la caída de un alcalde o de un gobernador.
El joven con botas y sombrero considera que Ayotzinapa no es problema de Guerrero, sino de todo el país, por lo que llama a la población a no ser ajena al dolor del otro. “Debemos unirnos y apoyar porque estamos en el mismo barco todos y necesitamos luchar para que haya un cambio verdadero”.
En el mismo sentido se pronuncia Eder González Salgado, también sobrino de Nestora: “El paso a seguir es organizarse y buscar algo mejor que le convenga a la población y no sólo a unos cuantos, que son los del gobierno. Organizarse, unirnos a este movimiento y no quedarnos en las casas diciendo que ya hay otros apoyando”.
Flor Goche, @flor_contra
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