Thierry Meyssan/Red Voltaire
Damasco, Siria. La reunión del Consejo de Cooperación del Golfo que tuvo lugar el 14 de mayo en Camp David, Estados Unidos, fue la última etapa antes de la firma, el 30 de junio próximo, del acuerdo negociado entre Washington y Teherán.
Públicamente, las monarquías del Golfo no podían hacer otra cosa que expresar satisfacción por un regreso a la paz. Pero, al igual que todos los protagonistas de la región, esas monarquías estaban preguntándose quién saldrá perdiendo con la aplicación de las cláusulas secretas del acuerdo y querían anticiparse a la nueva distribución del juego regional.
El presidente estadunidense, Barack Obama, se negó a firmar un tratado que garantice el mantenimiento de los actuales regímenes. Por su parte, las delegaciones de las monarquías del Golfo se negaron a firmar un texto que no garantice la perennidad de sus Estados. Finalmente, Estados Unidos les concedió la categoría de “aliados importantes no miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte [OTAN]” y “aceptó”… venderles una astronómica cantidad de armas.
Washington ha alimentado durante años el mito de que la República Islámica de Irán quiere dotarse del arma nuclear, derrocar todos los regímenes árabes y exterminar la población israelí. Pero en marzo de 2013, el presidente Barack Obama y el guía de la Revolución Iraní, Ali Khamenei, nombraron emisarios para emprender conversaciones secretas en Omán.
Al cabo de 2 años de negociaciones bilaterales, Washington y Teherán se pusieron de acuerdo para desbloquear las conversaciones multilaterales del llamado Grupo 5+1. Ahora todo el mundo reconoce que Irán no está interesado, desde 1988, en conseguir la bomba atómica, aunque prosiguió algunas investigaciones sobre el uso militar de las técnicas civiles en materia de energía nuclear. El 30 de junio, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas y Alemania deberían, por fin, levantar el embargo contra Irán. De ser así, Estados Unidos restituiría inmediatamente un 25 por ciento de los fondos iraníes bloqueados, es decir, 50 mil millones de dólares. Ese mismo día, Washington y Teherán se repartirían el Oriente Medio ampliado mediante una especie de nuevo Sykes-Picot, algo así como un Yalta regional.
¿Cuáles pudieran ser las cláusulas de esa distribución?
El papel de los intelectuales es tratar de comprender –y explicar– el mundo que nos rodea. Ante esta situación, ese papel es tratar de pronosticar cómo será la región después del acuerdo.
Pero nadie se arriesga a expresar su opinión. En primer lugar, porque son altas las posibilidades de equivocarse. Y también porque, cualesquiera que sean las hipótesis formuladas, lo más seguro es que todas provocarán la cólera de ambos bandos, ya que la lógica de este tipo de acuerdo consiste en dar un vuelco radical a estrategias anteriores y, por consiguiente, en traicionar a algunos aliados, algo que nadie puede reconocer públicamente.
Como me considero a mí mismo una persona libre que lucha por determinados principios y no por serle simpático a alguien, me arriesgaré aquí a plantear algunas hipótesis. Y dado que sólo dispongo de la información accesible a todo el mundo, invito a los demás a meditar sobre lo siguiente:
Para hacerla aceptable a los ojos de la opinión pública, la firma del acuerdo tiene que traducirse en un cese del fuego lo más amplio posible, lo cual implica la división de la región en zonas de influencia. Al mismo tiempo, el acuerdo debe alcanzar los dos objetivos estratégicos de Estados Unidos: garantizar simultáneamente la seguridad de Israel y el control de los recursos energéticos. Irán tendría, por tanto, que admitir que las monarquías del Golfo, el reino de Jordania y eventualmente el de Marruecos formen una Fuerza Común Árabe, bajo los auspicios de la Liga Árabe pero bajo el mando militar de Israel. Por su parte, Estados Unidos aceptaría que Irak, Siria y Líbano fuesen “estabilizados” por Irán.
Como en todo acuerdo clásico de repartición, se trata de priorizar la estabilidad a expensas del cambio, es decir, admitir que las fronteras sólo pueden “rediseñarse” recurriendo a la negociación y no a la fuerza. Así que Estados Unidos tendría que abandonar la estrategia del caos que ha venido aplicando desde 2001. Por su parte, Irán tendría que renunciar a exportar su revolución.
Rusia, que sería la única potencia capaz de hacer fracasar ese acuerdo, no intervendría porque ha preferido replegarse hacia el espacio exsoviético. Mientras tanto, China verá con dolor como su aliado iraní se le escapa de entre las manos mientras que Estados Unidos sigue desarrollando su dispositivo militar en Extremo Oriente.
Ya en este momento es posible anticipar las eventuales consecuencias de esas hipótesis, entre ellas:
La caída del gobierno de Netanyahu y su reemplazo por una coalición que cumpla –con 18 años de retraso– los acuerdos de Oslo.
El reconocimiento mundial del Estado palestino y, al mismo tiempo, por parte del Fatah y de Hamás, el abandono del derecho inalienable del pueblo palestino al regreso a su tierra, concesión que se haría a cambio de una discreta compensación financiera.
La salida de Hassan Nasrallah y de Saad Hariri de la vida política.
La paz en Siria, pero sin la posibilidad de explotar el gas para financiar su reconstrucción.
Este cese del fuego dejará a Washington y Teherán las manos libres para actuar a su antojo dentro de sus respectivas zonas de influencia, aunque dando por sentado que Irán no será considerado par, sino vasallo de Estados Unidos. Irán tendría así la posibilidad de imponer sus hombres en los gobiernos de Irak, Siria y Líbano. Por su parte, Washington tratará de derrocar una tras otra cada una de las monarquías del Golfo, exceptuando la de Catar, y de reemplazarlas por la Hermandad Musulmana.
Thierry Meyssan/Red Voltaire
[Sección: Línea Global]
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