En este espacio habíamos señalado que la confrontación real del nuevo gobierno y su llamada “Cuarta Transformación” no sería con los grandes empresarios. Tampoco sería entre poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial). Ni siquiera entre partidos. Sí habrá temas importantes de disputa, como el de las canonjías a las que se aferran ministros y otros funcionarios de la casta dorada; los recursos con los que se mantenían clientelas electorales, o la elección de lugares donde sí y donde no habrá negocios para el gran capital. Y claro, la lucha por el poder.
Habrá incluso escándalos y acusaciones entre estos actores. Pero sus diferencias, por muy profundas que sean, son sistémicas. Podrán pisar la cárcel algunos personajes y ser destituidos y sometidos a proceso otros, pero los bloques hegemónicos sabrán ponerse de acuerdo porque coinciden en lo fundamental.
La confrontación real será, dijimos entonces, con los actores antisistémicos, en específico, la izquierda social que no está representada en el sistema de partidos.
La parada militar del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el pasado 31 de diciembre en La Realidad, Chiapas, vino a confirmar que estamos ante la más alta probabilidad de que se reactiven las hostilidades entre el Ejército Mexicano y el EZLN desde aquella traición y andanada contra los zapatistas ordenada por Ernesto Zedillo en 1995. Estaríamos también ante la mayor crisis política de entonces a la fecha.
El zapatismo ha sabido interpretar los mensajes del nuevo gobierno y ha decidido mostrar su cara militar. En esta ocasión dejó de lado los comunicados, los análisis, los festivales culturales, los cuentos-metáforas y la música. De manera pacífica y sin armas, el EZLN desplegó a su 21 División de Infantería, que colmó la plaza del Caracol Madre de los Caracoles Mar de Nuestros Sueños. Esos miles de milicianos marchando a paso de maniobra fueron más elocuentes que los discursos que después vinieron.
Lo zapatistas dejaron boquiabiertos a quienes se empeñaron –y empeñan– en decir que son un movimiento acabado, sin apoyo y sin capacidad alguna de respuesta. Quienes hemos seguido –de cerca, de lejos, atentos– al movimiento indígena, sabemos que lo que han construido las comunidades zapatistas difícilmente podrá ser echado atrás. Lo que mostró ese día fue una organización fuerte, de personas dignas y sanas que no piden limosna.
La feroz campaña contra el EZLN en medios de comunicación y redes sociales –calumnias incluidas– es realmente insustancial: que si no habían criticado a los gobiernos anteriores (cuando cualquiera puede ingresar a enlacezapatista.org donde está el registro de cada comunicado y actividad por fecha); que si son una creación de Salinas; que si critican a López Obrador por envidia… Sí, de ese nivel es la interpelación masiva a los zapatistas. Paradójicamente, algunos de los más feroces críticos del zapatismo son los que aplaudieron a Peña Nieto por su “vocación democrática” demostrada al dejar que asumiera López Obrador la Presidencia de la República.
Lo cierto es que el EZLN y, con él, el Congreso Nacional Indígena (CNI) se oponen a lo que se han opuesto siempre: al despojo a los pueblos indios y al desprecio a los derechos y la cultura indígena.
¿A poco porque ahora lo proponga López Obrador, los zapatistas tienen que aceptar megaproyectos como el del Tren Maya, el corredor transístmico o la (su)plantación de árboles maderables y frutales en tierras comunales, que abren al gran capital regiones en las que los grandes empresarios no han podido establecer aún mecanismos de espolio? ¿Es válido que se opongan si los propone Porfirio Díaz, Fox, Calderón o Peña Nieto, pero hay que aceptarlos si quien lo propone es el de la “Cuarta Transformación”?
Para el gran capital, el sexenio de López Obrador habrá valido la pena sólo con que le entregue lo que no pudieron hacer ni Porfirio Díaz, ni Salinas, ni Zedillo, ni Fox, ni Peña Nieto. Son los mismos proyectos. Los últimos gobiernos no tuvieron la legitimidad ni la autoridad moral para lograr un despojo de tales magnitudes ante el movimiento indígena organizado. Andrés Manuel cree que sí lo tiene y, esgrimiendo sus 30 millones de votos y el discurso de ser un gobierno de “izquierda”, echará mano de todo el poder del Estado para imponer estos proyectos. De ahí la alerta dada por los zapatistas.
En una de las conferencias de López Obrador con la prensa, tuve la oportunidad de preguntarle si su gobierno pensaba cumplir los Acuerdos de San Andrés y reformar el Artículo 27 de la Constitución para revertir la reforma que hizo Carlos Salinas de Gortari. Elevar a nivel constitucional el respeto a los derechos y la cultura indígenas y detener la privatización de los ejidos y tierras comunales han sido demandas de campesinos, comunidades y la izquierda social desde hace décadas. El presidente evitó responder. Dio la vuelta a la pregunta con la promesa de que por la tarde, en Oaxaca, daría a conocer toda la política que su gobierno aplicará para “apoyar” a los pueblos indígenas.
Esa tarde anunció, desde la región donde ikoots, binni záa y o’depüt han resistido por más de 1 siglo la puesta en marcha de un corredor transístmico, que los indígenas tendrán que aceptar ese proyecto, así como el Tren Maya y la siembra de árboles frutales y maderables. A cambio, tendrán “apoyos” y “trabajo”. Ni una palabra de los Acuerdos de San Andrés o de reformar el Artículo 27 constitucional. Su agenda “indígena” es muy distinta.
Lo que quedó claro con el despliegue militar del EZLN el 31 de diciembre pasado es que López Obrador no va a encontrar en los zapatistas y los integrantes del CNI al indígena que se arrodilla. Va a encontrar al que le mira de frente, de pie, y en tsotsil, yoreme, nahua, maya peninsular, na’saavi y otras 60 lenguas le dirá: No.
Zósimo Camacho
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