Ésta es la historia de una sociedad que se hunde. Que mientras se va hundiendo no para de decir: “Hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien. Lo importante no es la caída, sino el aterrizaje”
Mathieu Kassovitz, La haine (El odio)
No hay democracia sin protesta. Toda protesta es política. Toda protesta importa. Protestar es un derecho, reprimir es un delito
Roberto Gargarella, constitucionalista y sociólogo argentino
La señora Navanethem Pillay, mejor conocida internacionalmente como Navi Pillay, de origen sudafricano y con un doctorado en leyes obtenido en la rancia y aristocrática Universidad de Harvard, es considerada como una seria y tesonera defensora de los derechos civiles, como los sindicales, los de la infancia, los de la mujer, los de los presos o las víctimas de la tortura, por mencionar algunos de ellos; además de que fue una luchadora en contra del racismo en su país. Sus impecables credenciales, sin embargo, nunca afectaron su estado de ánimo y su gusto literario por el humor negro, digno de maestros en la materia como Ambrose Bierce, autor de los deliciosos libros El club de los parricidas y El diccionario del diablo, entre otros, mismo que Pillay trata de emular desde su puesto de alta comisionada para los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas, que ocupa desde 2008. Al cabo, alguna vez escribió Friedrich Nietzsche: “el hombre sufre tan terriblemente en el mundo que se ha visto obligado a inventar la risa”. Aunque ésta a menudo sea corrosiva.
El punzante humor negro de Navi quedó de manifiesto con su felicitación a la Suprema Corte de Justicia de la Nación de México, luego de que las Naciones Unidas, organismo con quien la señora comparte su frivolidad por lo serio y su seriedad por lo frívolo, le concediera el premio de Derechos Humanos 2013, el primero otorgado a un tribunal. Según Navi Pillay, el galardón a esa institución –que en México es, paradójicamente, mejor conocida como la Cortade Justicia o de la Suprema Injusticia– es más que merecido, en virtud de que su “trabajo, sus decisiones en [materia] de jurisdicción militar, [por] el interés superior del niño, los derechos de los pueblos indígenas, la prohibición de la tortura y la libertad de expresión, ha[n] sido crucial[es] para promover el desarrollo, implementación [sic] y protección de los derechos humanos en México”. Y porque “los jueces, a todos los niveles, son garantes” de los mismos. En un exceso de lirismo, la señora añadió su “esperanza de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación [mexicana] continuará aplicando los más altos estándares de protección de los derechos humanos”.
El premio de las Naciones Unidas y la jerigonza de compromiso de la alta comisionada fueron una especie de sarcasmo injurioso para algunos mexicanos. Son como el eco de las últimas palabras emitidas en 1936 por el escritor antirrepublicano español Pedro Muñoz Seca ante el pelotón de fusilamiento republicano: “Me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades. Podéis quitarme la hacienda, mis tierras, mi riqueza, incluso podéis quitarme, como vais a hacer, la vida, pero hay una cosa que no me podéis quitar… Y es el miedo que tengo”.
La mordaz y ocurrente estrellita en la frente de la “bien portada” Corte y la ingeniosa soflama de la señora Navi llegan en el momento más inoportuno para los mexicanos y el más oportuno para las minorías dominantes: justo cuando se ensancha y se profundiza el abismo y las tensiones entre las llamadas “sociedad civil” y “clase política”; cuando los conflictos de clase se tornan ríspidos, irresolubles, y el malestar, el descontento y la protesta social se deslizan por la pendiente de la confrontación pacífica hacia el enfrentamiento violento.
Son como un balde de agua fría para los sectores de la sociedad que se desprenden del paralizante miedo y desafían a la derecha y a la llamada “izquierda” gobernantes, en particular a la administración capitalina, en defensa de sus intereses y sus derechos económicos, sociales y políticos que son meticulosamente cercenados por éstos últimos.
Representan un trágico respaldo a unos gobernantes que atentan en contra de los derechos sociales básicos –el derecho a un empleo estable y digno, un salario remunerativo, las prestaciones sociales (jubilación, seguridad social), la vivienda, la educación laica y gratuita, o la cultura, la seguridad alimentaria– y los políticos –el derecho al disenso, la libertad de manifestación, de crítica y expresión–. Esos derechos civiles consagrados por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 16 de diciembre de 1966 y que entró en vigencia el 3 de enero de 1976 como parte de la Carta Internacional de Derechos Humanos, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de los cuales México es signatario, son destruidos y disminuidos por las contrarreformas económicas neoliberales, los cambios en las leyes penales y contra el terrorismo, equiparándolos con los delitos comunes.
Constituyen un apoyo inusitado de un organismo que se supone que vela por el derecho internacional y que premia a los poderes Ejecutivo y Legislativo mexicanos que, en lugar de someterse a la Constitución y al imperio de las leyes, son los primeros en mancillarlos y pisotearlos, que actúan impunemente y se colocan en la ilegalidad al violentar el estado de derecho ante la ausencia de mecanismos de supervisión, sanción y destitución. Que criminalizan y reprimen la protesta social.
Simboliza un lamentable patrocinio a un Poder Judicial, desde la Suprema Corte hasta el Ministerio Público, que en lugar de asumir su papel de cancerberos del orden constitucional, de contrapeso de los otros poderes del Estado y de impartidor de la justicia, salvo la honrosa excepción de algunos de sus miembros como Genaro Góngora Pimentel, Juventino Castro y Castro y algunos cuantos jueces, se ha convertido en un siervo y en un cómplice corrompido, ciego, mudo y sordo, como el simio, ante los abusos y las tentaciones despóticas de los príncipes en turno, de los congresistas que legislan arbitraria e ilegalmente, de los dueños del poder real, la oligarquía y los capitalistas.
La actuación y el sometimiento del Poder Judicial se deben a varias razones. Una de ellas es que, a diferencia del Ejecutivo y el Legislativo, que en la mascarada democrática son favorecidos por los electores, los miembros del Poder Judicial no están sujetos a la elección ni a la remoción populares. Los ministros de la Corte son elegidos por el Ejecutivo en turno y a él le deben su cargo. Sometido al príncipe, el Senado sólo los ratifica. El resto son calificados dentro de la misma estructura judicial.
Como dice el constitucionalista Roberto Gargarella en su trabajo El derecho frente a la protesta social: “No los elegimos, ni removemos y tampoco podemos reprochar en cuanto al camino que eligen para fundar sus opiniones. Este Poder que no controlamos tiene (porque se ha autoarrogado esta capacidad) la posibilidad de decir la última palabra sobre todas las cuestiones constitucionales. El Poder Judicial decide sobre todas las cuestiones importantes a las que nos enfrentamos, desde privatizaciones, hasta el divorcio, el aborto, los alcances de nuestra libertad de expresión, cómo pensar la democracia, cómo actuar frente a la protesta social. Éste es justamente el poder que tenemos: menos posibilidades institucionales de controlar. Está compuesto por gente con un perfil particular, para bien o para mal; máxime los jueces que ocupan los lugares más importantes: la mayoría son hombres, católicos, de ideología conservadora, de clase media alta”.
Sus argumentaciones jurídicas, añade Gargarella, que deberían representar el escalón más alto en materia de discusión pública, se caracterizan por sus formalismos y formulismos, su debilidad y simplismo teórico y argumentativo, por su pobreza, clasismo, prejuicios e ignorancia. “Esto se nota en las decisiones que toman las más altas instancias judiciales. Basta leer esos fallos para darse cuenta de la ausencia de argumentos, de la falta de esfuerzo por ser claros, por ser persuasivos, para hacernos entender cómo es que piensan los derechos. Basta leer esos fallos, también, para darnos cuenta de la brutalidad con la que muchos jueces piensan la idea de democracia, la tosquedad con la que se acercan a la idea de Constitución” (“No hay democracia sin protesta. Las razones de la queja”, entrevista realizada por Esteban Rodríguez en 2012).
En ese sentido, agrega Gargarella, “todos tenemos el deber cívico de someter a la crítica más radical –en el sentido más interesante de la palabra– muchas de las decisiones judiciales que hoy toman nuestros jueces. Pero creo que nuestro deber cívico va más allá. Es un deber empezar a pensar críticamente el modo en que hemos organizado el poder, en que poco a poco hemos ido perdiendo control y decisión sobre las cuestiones que más nos importan, en que sigilosamente se nos ha expropiado la capacidad de decidir sobre cómo es que queremos vivir juntos”.
El silencio del Poder Judicial ante la conculcación de los derechos señalados, de la libertad de expresión y manifestación, del disenso, de la criminalización de la protesta social, no sólo es ostensible y vergonzante, se ha convertido en cómplice de sus promotores de los poderes Ejecutivo y Legislativo.
En lugar de asumir dignamente su papel de valladar del estado de derecho, de vigilar y limitar los abusos del poder, el Poder Judicial se ha convertido “en el brazo jurídico armado del poder político”, como dice Gargarella en su trabajo Carta abierta sobre la intolerancia.
Los ejemplos sobre la leguleya y retorcida aplicación de las leyes son incontables. Algunos de ellos son los casos de la arbitraria detención de Ignacio del Valle Medina, quien fuera el líder más destacado de la rebelión civil de San Salvador Atenco (2001-2006), Estado de México, y de otros 10 atenquenses; la detención de Alberto Patishtán, profesor indígena tzotzil encarcelado durante 13 años luego de un sucio proceso penal (Patishtán fue indultado en 2013 por Enrique Peña Nieto, el responsable de la violación de los derechos de los atenquenses y que actualmente gobierna impunemente a México); las ominosas detenciones de Jorge Mario González García, quien llevó a cabo una huelga de hambre de más de 50 días, y de Alejandro Piña Bautista, sentenciado a 5 años 9 meses de prisión, a raíz de la movilización estudiantil del pasado 2 de octubre; la injuria en contra de estos últimos debe ser endosada a Miguel Ángel Mancera, de invisible color de izquierda rosácea mexicana, quien se comporta como policía antes que como jefe de gobierno de la capital.
Otro caso especial es el de Miguel Badillo, director de la revista Contralínea, y a otros trabajadores y colaboradores de esta revista por añadidura, debido a su irreductible decisión por ejercer un periodismo serio, independiente, crítico; por dar voz a los sin voz, los mancillados y excluidos por el sistema; por jugar un papel alegre de contrapoder. Todos padecen las presiones del poder económico-político en contra de la libertad de expresión sin doblegarse. Una verdadera cacería penal instrumentada por el grupo Zeta, propiedad de la familia Zaragoza, y el Poder Judicial, por la simple osadía de documentar la supuesta corrupción existente entre ese grupo y los funcionarios de Petróleos Mexicanos; entre el poder político y el económico.
Esos y otros casos guardan varios rasgos en común: la defensa de los intereses sociales y el ejercicio de su derecho a la protesta ante la arbitrariedad, los abusos y la impunidad del poder, la fabricación de delitos, la venalidad del Poder Judicial, la criminalización de la disidencia y el descontento.
Con la desprotección legal ante los abusos del poder, las mayorías pagan el tributo de la vida cortesana, el derroche presupuestal, el poder político y el enriquecimiento insultante de las autoridades judiciales, a veces mal habidas.
John Locke, calificado como el padre del liberalismo, señalaba en sus Tratados sobre el gobierno civil que cuando el gobierno se comprometía a respetar los derechos individuales, el pueblo tendía a reconocer y a honrar tales esfuerzos; estaba dispuesto a sufrir antes que comprometerse con las acciones de rebeldía contra el gobierno. Thomas Jefferson sugería, en sus Escritos políticos, restringir el uso de los aparatos represivos del Estado en contra de los “violadores” del derecho a partir de razones asociadas con el valor público. Sostenía que era necesario mantener al gobierno bajo la crítica permanente y que los representantes sintieran el peso de la responsabilidad que estaba a su cargo.
Pero cuando no sucede así, llega la era de la resistencia y la búsqueda del cambio.
Dijo Locke: “el hombre o gobierno que ha perdido la confianza de su pueblo carece del derecho de gobernarlo”. El corolario es lógico: el derecho del pueblo a la rebelión, a deponer a un gobierno cuando éste haya dejado de gestionar los asuntos públicos de acuerdo con el interés de los ciudadanos.
Ésa fue la historia de Abdala Bucaram (1997), en Ecuador; Raúl Cubas Grau (1999), en Paraguay; Alberto Fujimori, en Perú, y Jamil Mahuad, en Ecuador (ambos en 2000); Gonzalo Sánchez de Lozada (2003), en Bolivia; o de los cinco presidentes argentinos que se esfumaron en 13 días, entre finales de 2001 y principios de 2002, tras la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa.
Ése fue el costo que pagaron los gobiernos despóticos y neoliberales cuando los pueblos decidieron ejercer su derecho a la resistencia.
Carlos Salinas y Felipe Calderón sobrevivieron a sus sendos golpes de Estado “técnicos”. ¿Pasará lo mismo con el actual presidente?
Las bases sociales de la rebelión, escribió el sociólogo político estadunidense Barrington Moore, descansan en la injusticia. En aquel momento en que el rey ha fallado en sus obligaciones, su relación con los súbditos se ha roto, el contrato social ha llegado a su fin temporal y las emociones humanas más potentes pueden derribar tronos. “La forma de crítica verdaderamente subversiva empieza cuando la gente pregunta si una función social específica debe necesariamente ser desempeñada, y si los reyes, sacerdotes, capitalistas y los burócratas revolucionarios son algo sin lo cual la sociedad no puede vivir”.
En una situación de esa naturaleza es cuando la sociedad resiste, desafía y busca cambiar el orden establecido.
El descontento y la protesta social en México, con sus acciones violentas, no surgen de la nada. Es una consecuente respuesta, natural e inevitable, e incluso válida y saludable para una sociedad con aspiraciones republicanas, democráticas, ante las políticas antisociales y despóticas de los grupos dominantes ante su desdén, abuso y desprecio por el daño que le causan a las mayorías, ante la ausencia de mecanismos legales que permitan canalizar pacífica e institucionalmente los conflictos.
Los últimos seis gobiernos despóticos y neoliberales, entre ellos el de Enrique Peña Nieto, no han hecho más que violentar los derechos civiles de los mexicanos. Y una vez cerradas todas las puertas legales e institucionales, a la sociedad no le queda más que derribar al antiguo régimen despótico, como enseñaron los jacobinos, encabezados por Robespierre, los comuneros de París, Marx y Engels, Lenin o Fidel Castro, entre muchos otros.
El ascenso al gobierno de Peña Nieto –por medios ilegales– y la brutal represión instrumentada por Calderón, Peña, Marcelo Ebrad y Mancera desde el 1 de diciembre de 2012 en contra de quienes se opusieron a esa anomalía, agravaron el malestar de la población nutrido por la “guerra” declarada por Felipe Calderón en contra del narco que sirvió para reprimir y asesinar a sus opositores; su golpe de Estado ejercido en contra del Sindicato Mexicano de Electricistas o la contrarreforma neoliberal laboral con sello calderonista-peñista.
En lugar de tratar de atemperar los conflictos sociales, Peña los ha agudizado con su contrarreforma neoliberal educativa que tiene a los maestros en ebullición, su miscelánea fiscal, la neoporforista reelección de senadores, diputados federales y locales y alcaldes, sin mecanismos de sanción, el paso previo a la reelección presidencial; la reprivatización energética (petrolera y eléctrica), la represión de sus opositores y la descarada violación del proceso legislativo por el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional y el mercenario Partido Verde Ecologista de México encabezada por Manlio Fabio Beltrones (ensuciado por el asesinato de Luis Donaldo Colosio) y Emilio Gamboa (manchado por la pederastia), y la solución diazordadista a la protesta social.
Y la Corte, regenteada por Juan Silva Meza, está muda, ciega y sorda ante los abusos de sus pares y los gritos furiosos y de dolor de los descontentos reprimidos. Disfrutan de su absurdo premio.
La efervescencia social es consecuencia del neoliberalismo y el despotismo del sistema, ahora liderado por Peña Nieto. Puede estarse o no de acuerdo con los furiosos métodos destructivos empleados por los grupos anarquistas que colorean las manifestaciones desde el 1 de diciembre de 2012. Lo que no se les puede negar es la legitimidad de las causas que los orillaron a caminar por ese sendero. La principal crítica a sus silvestres acciones es que ellas han servido al gobierno federal y el capitalino para justificar la represión en contra de los demás descontentos, y que en nada contribuyen a un cambio poscapitalista.
En todo caso, como dijera Lenin, que veía con recelo a los anarquistas y los terroristas, “la revolución no se lleva a cabo con guantes de seda”.
En 2012, Eugenio Raúl Zaffaroni, juez de la Corte Suprema de Justicia argentina, señaló “que la justicia no es un terreno para resolver los conflictos sociales […]. La protesta social y la desobediencia civil, como formas de reclamo, como una vía no institucional, son un derecho constitucional […]. Esos derechos a la protesta en general, es un derecho que no entra en el ejercicio legítimo de un derecho como causa de justificación sino que directamente está exento de toda posibilidad de tipificación o prohibición penal como cualquier ejercicio de un derecho. Las primeras manifestaciones de protesta social inorgánicas pueden sufrir la intervención de exaltados y la consabida infiltración táctica de provocadores orientada a justificar la represión. La protesta social más o menos organizada no conoce por completo la táctica de la no violencia y, como consecuencia, incurre en ocasiones en los errores que conspiran contra sus propios fines, pues neutraliza la publicidad que busca. De cualquier manera es necesario precisar que estas pocas contradicciones –como con frecuencia sucede frente a reclamos de derechos sociales– suelen ser magnificadas al extremo por quienes deslegitiman los reclamos y propugnan la represión indiscriminada de cualquier protesta social, pese a que la magnitud de la violencia contradictoriamente practicada no sea ni remotamente comparable con el grado de las violencias a las que históricamente se ha sometido a quienes protestaron, las que, como es público y notorio, se han traducido en múltiples homicidios y todo género a arbitrariedades y maltratos” (Criminalización de la protesta social).
Gargarella afirma que “toda protesta es política. Toda protesta importa. Toda protesta debe ser tomada en serio por el gobierno, para repensar los alcances de las propias políticas, mucho más cuando la protesta tiene un carácter masivo. En el núcleo esencial de los derechos de la democracia está el derecho a protestar, el derecho a criticar al poder público y privado. No hay democracia sin protesta, sin posibilidad de disentir, de expresar las demandas. Sin protesta la democracia no puede subsistir”. En un sistema institucional donde se delega la toma de decisiones, agrega: “Lo mínimo que podemos hacer es preservarnos el derecho de criticar a aquellos en los que hemos delegado todo. Mucho de lo más importante de nuestras vidas está en manos de otros. Por eso es que me parece importante reclamar el derecho a la protesta como un derecho esencial. De allí que lo podamos llamar el ‘primer derecho’. Si se cancela ese derecho los demás pueden caer”.
Uno de los argumentos más escuchados, que se utilizan para criminalizar, que aportan el consentimiento social para que el gobierno decida la criminalización de la protesta es: “el derecho de uno termina donde empiezan los de los demás.” Esa consigna es ridícula, sostiene Gargarella, “es una frase que no dice absolutamente nada. Alguien que quiera defender la protesta podría decir lo mismo: ‘coincido, sus derechos terminan donde comienzan los míos, entonces por qué usted no respeta mis derechos sociales’. Cuando se la piensa desde la Constitución la idea es exactamente la contraria, o sea [sic], qué nivel de protección requieren ciertos derechos y ciertos sectores que carecen de ellos, qué derechos queremos priorizar, cómo queremos vivir juntos. Desde la Constitución se busca proteger la libertad de expresión, el derecho a protestar, la crítica de la minoría. Desde el Código Penal lo que se busca es pensar sobre los niveles adecuados del reproche y la represión estatal. La justicia tiene margen para situarse de una manera totalmente distinta, pero no lo hace. Si los jueces se preocuparan por estudiar teoría de la democracia, teoría de los derechos, teoría de la interpretación constitucional, teoría de la justicia, fácilmente llegarían a conclusiones opuestas a las que hoy llegan”.
La criminalización de la protesta social no es más que una manifestación del autoritarismo. ¿Cómo la han enfrentado los gobiernos neoliberales mexicanos? A través de su criminalización, la represión, la infiltración, la provocación, la detención, el encarcelamiento, el asesinato, a menudo fabricando delitos ridículos aceptados por jueces venales. Con cambios en las normas penales que llegan al ridículo para equipararla con el terrorismo, tal y como acaban de hacer los diputados de los partidos Revolucionario Institucional, Acción Nacional y Verde Ecologista, que aprobaron una ley que busca acotar las manifestaciones en la capital, reducirlas al horario de 11:00 a 18:00 horas, ubicarlas en vías secundarias y condicionarlas al otorgamiento de un permiso oficial.
La criminalización de la protesta ha sido un proceso en el que participa la Suprema Corte, que en septiembre de 2013 determinó poner un freno a la aplicación plena de los tratados internacionales suscritos por México cuando sean contrarios a la Constitución. Con ello aspira a amputar la posibilidad de los mexicanos a recurrir a los foros internacionales cuando sus derechos humanos son pisoteados en México.
En esa perspectiva neoliberal y autoritaria, a la población sólo se le deja la salida de la violencia para defender sus intereses sociales básicos y sus derechos políticos.
*Economista
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Contralínea 367 / Domingo 6 – 12 de enero de 2014
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