Has de saber que puedo descifrar el sentido no ya de los poemas que se han escrito, ¡sino de los que aún están por escribir!
Humpty Dumpty
Luego de 3 años de yerros en materia de política económica, de planeación e interpretación de los arcanos, Luis Videgaray, Agustín Carstens y los profesionales de la industria de los deportivos pronósticos económicos son más dignos de punzante burla que de conmovida conmiseración.
Como sibilas délficas, hace tiempo hubieran sido expulsados del templo ante su fracasada reputación en la nigromancia económica.
Cada vez les resulta más difícil emular a Humpty Dumpty: “Cuando yo empleo una palabra, significa lo que yo quiero que signifique…, ¡ni más ni menos!… La cuestión está en saber quién manda aquí… ¡si ellas o yo!”.
Mientras observaba cómo el gato de Cheshire desaparecía desde la cola hasta la sonrisa, quedando ésta un tiempo suspendida en el espacio, Alicia pensaba: “Vaya […] he visto muchas veces un gato sin sonrisa, ¡pero una sonrisa sin gato! ¡Es lo más raro que me ha pasado en mi vida!”.
Hasta 2014, en tanto cosechaba reforma tras reforma estructural aprobada por los legisladores, era común ver a un Videgaray con una anchurosa sonrisa, prometiendo paraísos de crecimiento, empleo, bienestar, y haciendo cuentas alegres de los pingües beneficios personales que le redituaban en sus ambiciones presidenciales. Ahora se le mira nervioso, con la sonrisa trastocada en mueca, o deambulando sin ellas, entre los escombros del edificio económico peñista que se derrumba a su alrededor.
Si las cosas no responden a su nombre –en la lógica del sentido del filósofo Gilles Deleuze–: ¿qué les impide perder su nombre? ¿Qué permanecería entonces, excepto lo arbitrario de las designaciones a las que nada responde, y el vacío de los indicadores o designantes formales, desprovistos unos y otros de sentido?
Desde el inicio del sexenio del priísmo, con el retraso del gasto público, merced a que Videgaray estaba más preocupado por la aprobación de las contrarreformas neoliberales, las metas de crecimiento, empleo y bienestar perdieron su contenido. Entre la segunda mitad de 2014 y todo 2015 se convertirán en conceptos vacuos. En lo que resta del gobierno quedarán como vocablos utilizados arbitrariamente que a nada responden, en contraste con los indicadores económicos que evolucionan por el sendero contrario.
La sonrisa de Videgaray se desvanecerá como la del gato de Cheshire, y no quedará más que el amargo recuerdo.
Desdichadamente, a menudo el destino tiene el hábito de no dejar que se elijan sus finales. Sobre todo cuando se deja a su suerte, como hacen Videgaray y Carstens con la economía mexicana y su población. No existe la política económica. No hay planeación. No hay medidas contingentes. No existe el gobierno. El país va a la deriva. No hay futuro, más que el conocido desde 1983: la mediocridad estancada productivamente. La pobreza y miseria, malamente encubiertas con la manipulación estadística. La zozobra social agravada por la inseguridad y el descontento, merced a la cínica corrupción de las elites –recuérdese el desenlace esperado de la historia de las casas de Enrique Peña, su consorte y Videgaray (para eso pusieron a Virgilio Andrade de alcahuete en la Secretaría de la Función Pública de México)– ante la ausencia del estado de derecho, los escándalos de los hombres de presa beneficiados turbiamente por el gobierno en turno (Higa, OHL y demás), y el insolente mayor endurecimiento del sistema político que sólo le deja la rebelión a los descontentos como opción de cambio ante el fracaso institucional de los partidos y el régimen electoral.
Videgaray y Carstens sólo atinan a recetar sucedáneos tardíos y las mismas terapias desgastadas e inútiles de siempre, igualmente extemporáneas.
Fuera de control, el dólar estadunidense se escapa como un globo aerostático, impulsado por el vendaval de papales (divisas y papeles bursátiles y gubernamentales) provocado por los inversionistas financieros. Su reverso es el peso mexicano, que se hunde aparatosamente en un remolino.
A mediados de junio pasado, algunos analistas del sector privado estimaban que la paridad en el mercado libre rondaría poco más de los 16-16.2 pesos por dólar, a medida que se acercara la reunión de la Reserva Federal del 17 de septiembre. En aquel mes era de 15.44 pesos por dólar. Así pensaba, por ejemplo, Mario Copca, de MetAnálisis. Gabriela Siller, de Banco Base, decía que el peso tenía una subvaluación de 17 por ciento con relación al dólar, y que el tipo de cambio de equilibrio era de 12.8 pesos por dólar, aunque, por razones de mercado, difícilmente éste regresará a 14 pesos (Cnnexpansion, 17 de junio de 2015).
Lo curioso es que por esas fechas el banco central estimaba que el índice de tipo de cambio real respecto con 111 países registraba una sobrevaluación de alrededor de 20 por ciento, por lo que su valor de equilibrio debería de ser del orden de 18.5 pesos por dólar.
Si se quisiera ofrecer un margen de protección cambiaria a la producción nacional para evitar la competencia desventajosa de las importaciones, abaratadas por una paridad menor a los 18 pesos por dólar, y beneficiar a las exportaciones, de un 10 por ciento, por ejemplo, entonces el precio de la moneda estadunidense debería ser de al menos 20 pesos.
La paridad de 12.8 pesos por dólar sirve para bajar la inflación, por medio de las compras externas subsidiadas a bajo precio. Pero representan la ruina para la producción local. En parte, ello explica el estancamiento económico crónico, el deterioro de las cuentas externas y la dependencia del financiamiento internacional (deuda e inversión extranjera directa y de cartera).
La política económica que privilegia el control de la inflación (3 por ciento, +/- 1 punto porcentual), con una paridad sobrevaluada, se convierte en la principal enemiga del crecimiento económico sostenido, basado en el mercado interno, el empleo formal, la mejoría de los salarios reales y el bienestar.
El 20 de agosto, Siller dijo que el tipo de cambio llegará hasta los 17.5 pesos por dólar entre septiembre y el 16 de diciembre (las dos últimas reuniones del año de la Reserva Federal) y luego tenderá a descender, sin descartar presiones moderadas sobre la inflación. Siller añadió que el banco central podría frenar la depreciación cambiaria con aumento de su tasa de interés de referencia, pero la debilidad de la economía se lo impide. Dicha alza se dará después que la Reserva eleve sus tasas (El Excélsior, 20 de agosto de 2015).
Dos días después, la paridad en el mercado minorista llegó a los 17.28 pesos por dólar. En el mayorista se ubicó en los 16.98 pesos por dólar: 32 por ciento más respecto de su nivel del 1 de junio de 2014 (14.84 pesos por dólar), o 15 por ciento por encima de su tasa registrada al cierre de 2014 (14.72 pesos por dólar).
Cuando la Reserva decida aumentar sus tasas, la paridad podría elevarse a 18 pesos por dólar, o a 20 pesos por dólar.
Carece de importancia su nivel de depreciación que se alcance y al que regresará después. Da lo mismo en un régimen de “libre flotación”.
Al menos eso se desprende de las declaraciones de los responsables de la política económica, cuya medida cambiaria ante la volatilidad de la moneda se reduce a arrojarles unos cuantos dólares a quienes los necesitan, ya sea por razones productivas, por compromisos financieros contraídos, o por simple especulación.
En todo caso, la devaluación del peso es “culpa de otros”, según dijo Videgaray en una reunión de priístas el pasado 22 de agosto.
Además, agregó el secretario de Hacienda, México (sic) no defiende nivel “particular del peso frente al dólar” con la venta de la moneda estadunidense. Sólo se busca asegurar la liquidez del mercado cambiario.
La protección de la moneda es una entelequia. Es “una reminiscencia de otra época –dijo Videgaray–, cuando el tipo de cambio era fijo. Se interviene hoy en el mercado cambiario para asegurar la liquidez del mercado, que funcione bien, que funcione ordenado”.
Esa misma historia ya la había dicho Luis Madrazo, titular de la Unidad de Planeación Económica de la Hacienda Pública, de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, a finales de julio, cuando la divisa en ventanilla llegaba a 16.77 pesos y se anunció el aumento de la subasta de dólares de 52 millones a 200 millones de dólares sin precio mínimo, y la de precio mínimo, por 200 millones de dólares, se mantendría sin cambio. Videgaray agregó que es “para proteger la estabilidad y el bolsillo de los mexicanos ante factores externos”. Carstens contó la misma fábula y añadió que hará todo lo posible para evitar que la depreciación del peso afecte a la inflación.
Cabe preguntarse: ¿qué estabilidad se protege y de qué ajuste ordenado se habla?
Anteriormente se señalaron los datos de la depreciación del peso frente al dólar que evidencian que la protección es una fábula, al igual que el ajuste ordenado. Lo que sí queda claro es que dicha relación depende de los demandantes de esa moneda.
Simple anécdota: cuando se inició el nuevo ciclo de priísmo, resucitado con el peñismo, la paridad era, en promedio, de 13.07 pesos por dólar, al cierre de noviembre de 2012, y en agosto, de 16.34 pesos por dólar, lo que representa una devaluación nominal de 25 por ciento. Si se mide al final del periodo, la paridad se elevó de 12.93 pesos por dólar a 14.42 pesos por dólar en la apertura del 24 de agosto, lo que implicaba una pérdida de 35 por ciento.
Según Bloomberg, el peso mexicano ocupa el octavo lugar entre las monedas más vapuleadas del mundo. Después de los pesos colombiano y chileno, del rublo ruso y bielorruso, del franco congoleño, del real brasileño y del ringgit malayo, “la moneda de México –agrega Bloomberg– ha seguido en un tobogán en medio del temor de las naciones en desarrollo de una desaceleración económica y mientras el aumento de rendimiento de los bonos a corto plazo en Estados Unidos atrae a los inversores internacionales. La administración del presidente Enrique Peña Nieto también está luchando con la caída de los precios del petróleo y la producción de crudo” (Sin embargo, 20 de agosto de 2015).
¿Qué importa?
Que el peso se defienda solo. Como pueda. Y que los demandantes de dólares recurran a su especialista cada vez que la paridad supere la llamada “barrera sicológica”, que tengan que pagar unos cuantos centavos más por esa moneda y sientan que su bolsillo es más escuálido, por culpa de los “factores externos”.
La mayoría de los mexicanos no tienen esa tribulación, porque no requiere dólares y aún los precios de los bienes y servicios no se contaminan. Si resienten una mayor inflación es un “fenómeno sicológico”. Los que puedan pagarlo, que recurran a su analista de cabecera para que puedan dormir tranquilos.
Si ocurriera una amenaza inflacionaria, Agustín Carstens –gobernador del Banco de México– prometió que hará todo lo posible para evitarlo.
¿Cómo? Por medio del aumento de la tasa objetivo del banco central. Todo se resolverá sin mayores complicaciones sociales. Siempre y cuando se cumplan al menos tres condiciones:
1) Que los productores no trasladen a los precios finales el aumento del dólar, dada la dependencia de las importaciones, y decidan asumir los costos. Es decir, que los conviertan en pérdidas o menores ganancias. 2) Que se carezca de algún crédito, porque los acreedores elevarán sus réditos junto con el del Banco de México. Así, los deudores tendrán que pagar más intereses. A menos que la banca y otros prestamistas decidan asumir sus minusvalías, una menor diferencia entre las tasas de interés activas y pasivas, es decir, sus márgenes financieros. c) Que la población reduzca voluntariamente su consumo. Si no lo hace, los mayores réditos o las secuelas de la depreciación cambiaria se lo impondrán forzadamente debido a sus ingresos fijos.
¿Por qué el banco central no ha elevado los réditos para ayudar a contener las presiones cambiarias?
Dos factores explican su decisión de no aumentar la tasa objetivo que afecta las operaciones de fondeo interbancario a 1 día. Su alza obligará a los bancos a elevar los réditos que les cobran a los usuarios, aún cuando ha señalado que lo hará cuando se presenten las presiones inflacionarias o la Reserva Federal eleve su tasa de referencia. Ellos están señalados en su Informe trimestral de la política monetaria, correspondiente a abril-junio de 2015.
Uno es que en 2015 “se ha logrado alcanzar la convergencia [de la inflación] al objetivo permanente de 3 por ciento. La inflación alcanzó niveles mínimos históricos y se mantiene por debajo de la referida meta, donde se anticipa que permanezca durante el resto del año.
Los datos de los precios confirman esa afirmación. En julio, las tasas anualizadas de los precios al consumidor y de la canasta básica fueron de 2.7 por ciento y de 2 por ciento, respectivamente. En el mismo mes de 2014 habían sido 4.1 y 5 por ciento.
Los precios de las importaciones en los meses de junio de 2014 y 2015 fueron de 1.5 y -3.8 por ciento, lo que indica que, estadísticamente, aún no hay efectos negativos del deterioro de la paridad. Lo anterior se debe, en parte, a la caída de los precios internacionales de las materias primas.
Pero sobre todo, y ése es el segundo aspecto anotado por el Banco de México, no existen hasta el momento presiones inflacionarias porque la demanda interna registra una tendencia “de crecimiento moderada”; porque el ritmo del crecimiento económico “es bajo”.
Pero este señalamiento no es más que un eufemismo para decir que el país sufre una importante desaceleración que amenaza con una recesión hacia finales del año ante la agudización de la violencia de los mercados financieros internacionales y de la incertidumbre interna y externa.
Los bajos réditos suelen favorecer a la demanda, la inversión, el traslado de las inversiones del mercado de dinero al bursátil.
Sin embargo, el crecimiento no refleja los efectos benéficos de la tasa objetivo que desde el 6 de junio de 2014 se mantiene fija en 3 por ciento (si se descuenta la inflación es de cero por ciento e incluso negativa realmente), su nivel más bajo desde la creación de este instrumento, en enero de 2008. Ello se debe a que el costo del crédito bancario y financiero es alto. La baja demanda interna (consumo e inversión pública y privada) y las bajas exportaciones obstaculizan el crecimiento.
La volatilidad cambiaria, el desplome de las ventas externas y la crisis petrolera, la más grave desde la década de 1980 (a mediados de agosto el precio de la mezcla mexicana de exportación se ubicó en 36.24 dólares por barril, su nivel más bajo desde el máximo histórico de junio de 2014, cuando fue de 98.78 dólares por barril, lo que representa una pérdida de 36.24 dólares o 63 por ciento de su valor nominal), junto con la débil demanda y el recorte del gasto público en 2015, evidencia que la culpa de la desaceleración económica no es exclusiva de “otros”. También es compartida por los peñistas.
El crecimiento no es bajo como dice Carstens y ni siquiera queda el consuelo de Videgaray, quien dice que es uno de los mejores internacionalmente.
Esas ocurrencias no logran ocultar que, por un lado, la economía se desploma por tercer año consecutivo, o cuarto si se suma 2016, de acuerdo con las metas estimadas originalmente; y por otro, que a los titulares de Hacienda y el Banco de México simplemente no se les dio eso que se llama planeación económica y, difícilmente aprenderán algo al respecto, aunque sea tardíamente, en lo que resta del peñismo, con el objeto de evitar que este gobierno sea el peor desde Miguel de la Madrid.
El deporte de los pronósticos económicos no es el fuerte de Videgaray ni de Carstens, más bien son patéticos.
La Secretaría de Hacienda propuso una tasa crecimiento de 3.5 por ciento para 2013 y 2014, y ésta fue de 1.4 por ciento y 2.1 por ciento, en cada caso. En 2013 recortó cuatro veces la estimación. En 2014 lo hizo dos veces.
En los Criterios de política económica de 2014 aventuró dos metas para 2015 y 2016. Una sin las reformas estructurales y otra con ellas: 3.8 por ciento y 4.7 por ciento para el primer año citado; y 3.7 por ciento y 4.9 por ciento para el otro (ver cuadro 1).
En los Criterios de 2015, empero, se hizo el primer ajuste a la baja: 3.7 por ciento, aunque se mantuvo sin cambios el objetivo de 2016. Desdichadamente, como se sabe, se atravesó la incertidumbre financiera, los bajos precios del crudo y el recorte del gasto público: 124.3 mil millones de pesos (mmdp), el 0.7 por ciento del producto interno bruto (PIB) para el tercer año peñista, y 135 mmdp en 2016, al que, sin duda, se le agregará una poda más salvaje con el llamado presupuesto base cero.
¿Qué queda del crecimiento y el empleo? Nada, más que la nostalgia de lo que no fue el peñismo.
Como en 2013 y 2014, el banco central ha reducido en cuatro ocasiones sus pronósticos para 2015 y 2016. Entre sus informes trimestrales de julio-septiembre de 2014 y abril-junio de 2015, la tasa de crecimiento para este año ha bajado de 3-4 por ciento a 1.7-2.5 por ciento. La de 2016 de 3.2-4.2 por ciento a 2.5-3.5 por ciento (ver gráfica 1).
Nadie deberá sorprenderse si en los dos informes restantes del año las metas bajan aún más.
Hacienda ha hecho lo mismo. En sus Precriterios 2016, de marzo, estima un PIB de 3.2-4.2 por ciento para 2015 y de 3.3-4.3 por ciento para 2016. Después lo reducen a 2.2-3.2 por ciento y en agosto a 2-2.8 por ciento (ver gráfica 2).
Por añadidura, también se han abatido las expectativas de los empleos formales que pensaban crearse.
El banco central revaluó sus cálculos de 620-720 mil, en 2015, a 560-600 mil. Para 2016 de 640-740 mil a 600-700 mil. Anualmente México requiere 1.5 millones de nuevas plazas para ocupar a los que buscan un empleo por primera vez. Pero alrededor de la mitad de ellos no encontrará nada, lo que agudizará la inseguridad.
El problema es aún más grave, debido a la incertidumbre que envuelve a las contrarreformas estructurales: la de las telecomunicaciones, la financiera, la energética, la fiscal, la laboral.
De ellas, la energética era la más importante. Con las reformas se esperaba que en 2015 el crecimiento fuera 0.9 puntos porcentuales mayor al que se registraría sin ellas (3.7 por ciento). Así llegaría a 4.7 por ciento. Los energéticos proporcionarían 0.3 puntos porcentuales.
Para 2018 se proyectó un PIB de 3.5 por ciento sin reformas y otro de 5.3 por ciento con ellas. De la diferencia, 1.9 puntos porcentuales, se esperaba que los energéticos contribuyeran con 1.1 puntos porcentuales, el 58 por ciento del total (ver gráfica 3). Pero se desplomaron estructuralmente los precios petroleros y con ellos las ilusiones.
Diversos analistas estiman que las cotizaciones no volverán a elevarse por arriba de los 100 dólares por barril en lo que resta de la actual década.
De los 18 mil millones de dólares, de dólares esperados con la primera subasta petrolera reprivatizadora (Ronda Uno), apenas llegarán 2.6 mil millones de dólares.
Los recursos que se obtengan de las subsecuentes subastas no aportarán los cuantiosos capitales esperados, debido a la crisis petrolera.
La quimera peñista se quedó sin sustento financiero, en plena crisis fiscal del Estado. Se quedó sin pies ni manos. Es un cuerpo inerte e inútil.
Cundo mucho podrá esperarse un crecimiento medio de 2-3 por ciento para 2017-2018.
Sexenalmente, la tasa del PIB peñista difícilmente superará el 2.3 por ciento.
Pero mientras se cumple el desastre, los peñistas se quedaron sin fundamentos para el diseño de la política económica de 2016, que sustituirá a los Precriterios que nacieron muertos.
Ese documento –elaborado por la Secretaría de Hacienda– estimaba una paridad media de 14.5 pesos por dólar. Ahora no se sabe cuál será.
El precio medio del crudo de exportación se calculó en 55 dólares por barril. Hasta el 24 de agosto promedió 46.17 dólares por barril. En el día citado cayó a 33.71 dólares por barril.
Los 20 dólares por barril ya no parecen una exageración.
¿Sobre qué bases planear?
El alza de los réditos estadunidenses y de los mexicanos terminará por estropear todo. Así, el cuadro económico pasará de sombrío a siniestro.
Marcos Chávez M*
*Analista económico
[CAPITALES]
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