Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros
Groucho Marx, Adivinando el porvenir
Entre 1997 y 2016, 23 partidos políticos, de los cuales nueve aún sobreviven, recibieron 72 mil millones de pesos reales del presupuesto público.
En el pasado reciente, esos organismos políticos se decían adversarios a muerte, se combatían; sin embargo, en aras de mantener y ganar espacios políticos y cuotas de poder y presupuestales, en algunas regiones del país los partidos conviven, negocian, cogobiernan, se intercambian militantes y funcionarios. Allende la frontera estatal, se confrontan y denuncian sus venalidades.
Sin embargo, esos institutos políticos no son los más escrupulosos en momento de rendir cuentas en el manejo de sus recursos partidistas, como se quejan amarga e inútilmente la Auditoría Superior de la Federación (ASF) y el Instituto Nacional Electoral (INE), cuya placidez se ve anualmente perturbada cuando, por ley, se ven obligados a revisar sus reportes contables. Pero eso no impide que los partidos políticos continúen con el gasto de dinero público, pues desde las cámaras se ofrecen a sí mismos las licencias necesarias para operar opacamente lo que ellos mismos se asignaron.
El irresistible afrodisiaco del poder, que ha transformado a la elite política en una casta (tribus) divina, casi intocable. Enquistada en las estructuras burocráticas del sistema político, a las que se aferran con manos, uñas y dientes. Con derecho hereditario, si se considera las nuevas camadas y cuyo único mérito es ser retoño de Emilio Gamboa, Rosario Robles, Arturo Núñez, Manlio Fabio Beltrones o Martha Sahagún, por ejemplo. Ese es el origen de su representatividad.
Sin embargo, en cada proceso electoral, el INE, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) y la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (Fepade) tratan de desenmarañar, de descifrar el origen de los recursos declarados por los partidos, en efectivo y en especie, cuyo monto suele superar el establecido legalmente, y que son aportados por los llamados “poderes fácticos”, entre ellos los oligárquicos, como forma de asegurar la derrota de algunos candidatos y de asegurar el triunfo de quienes velarán por sus intereses. En la contraprestación, ambos miembros de la ecuación terminan ganando.
Pareciera más bien una verdadera estructura del “crimen organizado”, que se pierde en las sombras de la ilegalidad y que, por desgracia, por impotencia, incompetencia, negligencia o complicidad, ha transformado al INE, al TEPJF y a la Fepade en “lavanderías” institucionales del dinero sucio.
Entre 2000 y 2016, según datos de la Secretaría de Hacienda, el presupuesto real total del INE aumentó 49 por ciento, al pasar de 8.4 mil millones de pesos a 12.6 mil millones de pesos. El acumulado fue por 166.8 mil millones, 9.8 mil millones en promedio anual.
La parte correspondiente a los partidos, en cambio, decreció 9 por ciento. En promedio anual recibieron 3.4 mil millones de pesos, lo que acumula un total por 58 mil millones. El resto de los 166.8 mil millones, se drenó a la estructura burocrática del INE: 108 mil millones, 6.4 mil milones cada año. En esos años su presupuesto aumentó 93 por ciento.
Pero el financiamiento de los partidos es engañoso, a decir de Luis Carlos Ugalde, extitular del Instituto Federal Electoral, en su trabajo ¿Por qué más democracia significa más corrupción?, de febrero de 2015.
Ugalde señala que un “enorme” volumen de “financiamiento paralelo no se reporta a la autoridad electoral”, por el hecho de que es ilegal.
“Las campañas se fondean con desvío de recursos públicos y con aportaciones ilegales de otras fuentes: contratistas que quieren asegurar negocios con el nuevo gobernador o el nuevo alcalde; constructores que quieren ganar licitaciones de obra pública a modo; hoteleros, antreros o comerciantes que quieren permisos de uso de suelo, concesiones, otros permisos. Un aportador no infrecuente, lo sabemos ahora, es el crimen organizado”.
Durante las campañas, agrega, los partidos “llevan un sistema de contabilidad doble: uno para entregarlo al Instituto Nacional Electoral o el instituto local, donde se cuida de no rebasar el tope legal de campaña; otro donde se asientan los gastos reales. Con frecuencia también hay bodegas dobles: una para mostrar a los auditores electorales y otra donde se almacenan todos los materiales de campaña”.
De acuerdo con un estudio coordinado por Integralia y el Centro de Estudios Espinosa Yglesias, las campañas cuestan varias veces más que los topes que la ley establece: “por cada peso de financiamiento público que se gasta en una campaña, hay tres pesos que se ven ni se reportan. Se trata de un sistema de simulación que asemeja a un iceberg: sólo se ve la punta, pero la mayor parte de lo que se gasta ocurre debajo de la mesa mediante sistemas de una economía de trueque: dinero en bolsas de papel, pagos en efectivo, triangulaciones que no pasan por el sistema bancario”, sostiene Ugalde.
“El mayor efecto de este sistema de financiamiento paralelo es la enorme corrupción que está gestando: cada gobernador o alcalde ‘importante’ que llega a la silla, debe a sus patrocinadores varios cientos de millones que debe pagar. Si fue dinero público que donó el gobierno del estado u otro gobierno, no se paga en efectivo, pero sí con impunidad o con otro tipo de favores políticos, lo cual puede resultar más caro en términos sociales. Pero si es dinero de particulares, se les debe pagar con obra pública, contratos o tomando dinero de la caja”.
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: ECONÓMICO]
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