Damasco, Siria. El conflicto que enfrenta a Estados Unidos con Rusia y China se desarrolla en dos frentes: por un lado, Washington busca un chivo expiatorio para hacerlo responsable de la guerra contra Siria, mientras que Moscú –que ya vinculó la cuestión siria con el tema yemenita– trata de agregarles el tema de Ucrania.
Para salir de esta situación con la frente alta, Estados Unidos tiene que atribuir la responsabilidad de sus crímenes a alguno de sus aliados. Y tiene 3 posibilidades: endilgarle la culpa a Turquía, a Arabia Saudita o a las dos juntas. Turquía está presente en Siria y en Ucrania, pero no en Yemen; mientras que Arabia Saudita está presente en Siria y Yemen, pero no en Ucrania.
Disponemos ahora de información verificada sobre lo que realmente sucedió en Turquía el pasado 15 de julio, y esa información nos obliga a revisar nuestro juicio inicial.
En primer lugar, era evidente que poner la dirección de las hordas yihadistas en manos de Turquía después del atentado que sacó del juego al príncipe saudita Bandar ben Sultán no podía traer otra cosa que problemas. En efecto, Bandar era un intermediario obediente, pero Erdogan seguía su propia estrategia, tendiente a la creación de un Décimo séptimo imperio turco-mongol, lo cual lo llevaría a utilizar los yihadistas en misiones diferentes a lo previsto en Washington.
Además, Estados Unidos no podía dejar de castigar al presidente turco Erdogan por acercar su país a Rusia en el plano económico, a pesar de ser Turquía un país miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
En fin, en plena crisis alrededor del poder mundial, el presidente turco Erdogan se convertía en chivo expiatorio ideal para salir de la crisis siria.
Desde un punto de vista estadunidense, el problema no es Turquía, indispensable como aliado regional, ni el MIT (los servicios secretos turcos) de Hakan Fidan, quien organiza el movimiento yihadista en todo el mundo, sino Recep Tayyip Erdogan.
Por consiguiente, la National Endowment for Democracy (NED) trató primeramente, en agosto de 2013, de llevar a cabo una revolución de color organizando manifestaciones en el parque Gezi de Estambul. Esa operación fracasó o Washington cambió de idea.
Se decidió entonces derrocar a los islamistas del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por su sigla en turco) a través de las urnas. La estadunidense Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) organizó la transformación del Partido Democrático de los Pueblos (HDP, por su sigla en turco) en un verdadero partido de las minorías y preparó a la vez una alianza entre esa formación política turca y los socialistas del Partido Republicano del Pueblo (CHP, por su sigla en tuco). El HDP adoptó un programa muy abierto de defensa de las minorías étnicas (los kurdos) y de las minorías sociales (feministas y homosexuales) e incluyó el tema ecológico. El CHP fue reorganizado, tanto para disimular el hecho que los alevitas estaban excesivamente representados en el seno de ese partido como para promover la candidatura del expresidente de la Corte Suprema. Pero, aunque el AKP perdió las elecciones en julio de 2015, no fue posible concretar la alianza entre el CHP y el HDP. Así que hubo que realizar nuevas elecciones legislativas en noviembre de 2015, elecciones que Recep Tayyip Erdogan “arregló” descaradamente.
Washington decidió entonces proceder a la eliminación física de Erdogan. Entre noviembre de 2015 y julio de 2016 hubo tres intentos de asesinato contra Erdogan. Contrariamente a lo que se dijo, la operación del 15 de julio de 2016 no era una intentona golpista sino una operación para liquidar solamente al presidente turco. La CIA había utilizado los vínculos industriales y militares turco-estadunidenses para reclutar dentro de la fuerza aérea turca un pequeño equipo que se encargaría de eliminar al presidente durante sus vacaciones. Pero ese equipo fue traicionado por varios oficiales islamistas (estos últimos constituyen casi un 25 por ciento de las fuerzas armadas turcas) y el presidente fue advertido una hora antes de la llegada del comando que iba a encargarse de él. Erdogan fue trasladado a Estambul, bajo la protección de militares leales a su régimen. Conscientes de las previsibles consecuencias de su fracaso, los conspiradores iniciaron un golpe de Estado sin preparación previa y en momentos en que todavía existía una intensa circulación de personas en Estambul. Por supuesto, fracasaron.
El objetivo de la subsiguiente represión no era sólo arrestar a los autores del intento de asesinato, ni tampoco a los militares que se unieron al golpe de Estado improvisado sino más bien a todos los proestadunidenses: primeramente, a los laicos kemalistas y luego a los islamistas seguidores de Fethullah Gulen. En total, más de 70 mil personas fueron puestas bajo investigación y hasta hubo que liberar presos comunes para tener dónde encarcelar a los proestadunidenses.
La manía de grandeza del presidente Erdogan y su aparatoso Palacio Blanco, su manipulación de las elecciones y la represión que ha desatado contra todo el que no esté totalmente de acuerdo con él lo convierten en chivo expiatorio ideal de los errores cometidos en Siria. Sin embargo, el hecho que haya logrado sobrevivir a una revolución de color y cuatro intentos de asesinato hace pensar que no será posible sacarlo del juego rápidamente.
Para Estados Unidos, Arabia Saudita es tan indispensable como Turquía, por tres razones: primeramente, por sus reservas de petróleo, de volumen y calidad excepcionales –aunque lo que le interesa a Washington ya no es consumir ese petróleo sino sólo controlar su venta–; por los enormes volúmenes de dinero que maneja el reino (pero sus ingresos han sufrido una caída del 70 por ciento) y que permitían financiar operaciones secretas sin control del Congreso estadunidense; y, finalmente, por el control que ejerce sobre las fuentes del yihadismo.
En efecto, desde 1962 y la creación de la Liga Islamista Mundial, Riad financia, por cuenta de la CIA, la Hermandad Musulmana y la cofradía de los Naqchbandis, las dos cofradías de donde provienen todos los cuadros yihadistas del mundo.
Pero el carácter anacrónico de Arabia Saudita, propiedad privada de una familia de príncipes que nada tiene que ver con los principios comúnmente reconocidos de la libertad de expresión y la libertad religiosa, exige cambios radicales.
Debido a ello, la CIA organizó, en enero de 2015, la sucesión del rey Abdallah. La noche misma del fallecimiento del soberano, la mayoría de los incapaces fueron apartados de sus cargos y el país fue enteramente reorganizado siguiendo un plan previo. En este momento, el poder se halla repartido entre tres clanes principales: el rey Salman (y su querido hijo el príncipe Mohamed), el hijo del príncipe Nayef (el otro príncipe Mohamed) y el hijo del difunto rey (el príncipe Mutaib, comandante de la Guardia Nacional).
En la práctica, el rey Salman –de 81 años– permite que su hijo, el dinámico príncipe Mohamed –de 31 años– gobierne por él. Y este príncipe Mohamed incrementó la injerencia saudita en Siria, luego emprendió la guerra contra Yemen. En el plano interno, ha iniciado un amplio programa de reformas económicas y de carácter societal enmarcadas en su llamada “Visión para 2030”.
Pero los resultados se hacen esperar. El reino saudita se ha empantanado en Siria y en Yemen y esta última guerra incluso le está costando más caro de lo que esperaba debido a las incursiones de los hutis en territorio saudita y las derrotas que han logrado infligir al ejército de Riad.
En el plano económico, las reservas petroleras están llegando a su fin y la derrota en Yemen impide a los sauditas la explotación de lo que se ha dado en llamar la “Cuarta Parte Vacía”, o sea la región que abarca parte de los dos países. Cierto es que la caída de los precios del petróleo ha permitido a Arabia Saudita eliminar a varios de sus competidores, pero también ha agotado el tesoro del reino, que ahora se ve obligado a buscar préstamos en los mercados internacionales.
Arabia Saudita nunca ha sido tan poderosa y a la vez tan frágil. La represión política alcanzó su apogeo con la decapitación del jefe de la oposición, el jeque Al-Nimr. La rebelión va más allá de la minoría chiíta y se extiende también a las provincias sunitas del oeste.
En el plano internacional, la coalición árabe es ciertamente impresionante, pero hace agua por todas partes desde que Egipto se retiró de ella. El público acercamiento de Arabia Saudita a Israel en contra de Irán escandaliza al mundo árabe y musulmán. Más que ser una alianza más, el acercamiento entre Riad y Tel Aviv demuestra el pánico que embarga a la familia real, hoy objeto del odio de todos.
Visto desde Washington, ha llegado el momento de escoger a los elementos que sería conveniente salvar en Arabia Saudita y deshacerse de los demás. La simple lógica indicaría un regreso la anterior repartición del poder entre el clan de los Sudairis –pero sin el príncipe Mohamed ben Salman, quien ya demostró su incapacidad– y los Chammar –la tribu del difunto rey Abdallah.
Tanto para Washington como para los súbditos sauditas, lo mejor sería que falleciera el rey Salman. Su hijo Mohamed se vería entonces apartado del poder, que iría a manos del otro príncipe Mohamed (el hijo de Nayef), mientras que el príncipe Mutaib se mantendría en el puesto que actualmente ocupa, a la cabeza de la Guardia Nacional.
En Arabia Saudita, al igual que en Turquía y en otros países aliados de Estados Unidos, la CIA trata de mantener las cosas como están. Y para ello se limita a organizar por debajo de la mesa intentos de cambios de dirigentes, pero sin tocar las estructuras. El carácter puramente cosmético de esas modificaciones facilita que su trabajo se mantenga en la sombra.
Rusia logró establecer una conexión entre los campos de batalla de Siria y Yemen. Su despliegue militar en el Levante es público desde hace 1 año, pero también está presente desde hace 3 meses –de manera no oficial– en Yemen, donde participa activamente en los combates.
Al negociar simultáneamente el alto al fuego en Alepo y otro alto al fuego en Yemen, Rusia obligó a Estados Unidos a vincular ambos teatros de operaciones. En esos dos países, las fuerzas rusas muestran su superioridad en materia de guerra convencional ante los aliados de Washington, evitando la confrontación directa con el Pentágono. Con esa finta, Moscú evita tener que implicarse en Irak, a pesar de sus antecedentes históricos en ese tercer país.
Sin embargo, la disputa entre los dos grandes se origina fundamentalmente en el corte de las dos rutas de la seda, primero en Siria y después en Ucrania. Lógicamente, Moscú trata por eso de vincular los dos asuntos en sus negociaciones con Washington. Esto resulta muy lógico, sobre todo teniendo en cuenta que la propia CIA ya creó un vínculo entre los dos campos de batalla a través de Turquía.
Al viajar a Berlín, el 19 de octubre, el presidente ruso Vladimir Putin y su ministro de Exteriores Serguei Lavrov tenían intenciones de convencer a Alemania y Francia, fuera de la presencia de Estados Unidos, de vincular estos temas. Así que extendieron la tregua en Siria a cambio del cese del bloqueo de los acuerdos de Minsk por parte de Ucrania, un trato que no dejará de irritar a Washington, que hará todo lo que esté en sus manos para sabotearlo.
Por supuesto, al final Berlín y Londres acabarán alineándose detrás de su amo de la OTAN. Pero, desde el punto de vista de Moscú más vale un conflicto congelado que una derrota (tanto en Ucrania como en Transnistria, por ejemplo).
Además, todo lo que afecte la unidad de la OTAN acerca el fin de la supremacía estadunidense.
Thierry MeyssanRed/Voltaire
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: INTERNACIONAL]
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