Connecticut, Estados Unidos. Las fuerzas de la reacción han logrado mantener separadas a las fuerzas progresistas para así impedir que tengan intereses sectoriales o grupales y que trabajen estrechamente unidos. Son los afroamericanos, las mujeres, los latinoamericanos, los musulmanes, los judíos, una docena de partidos socialistas, de agrupaciones pacifistas, del ala liberal del partido demócrata, de los ambientalistas, de los sindicatos, y un inmenso etcétera decenas de millones de votantes, que de unirse contra el verdadero enemigo, el capitalismo en su fase imperialista, podrían disminuir mucho su poder y más tarde derrotarlo. La Unidad de las atomizadas fuerzas progresistas estadunidenses traería cambios de la mayor importancia para el mundo entero.
Utilizo en el título la palabra “tribalismo” en vez de “sectarismo” porque esta última tiene más restricción dentro de lo estrictamente político. Pero la verdad es que en Estados Unidos la expresión práctica de la política está relacionada con el racismo, la brutalidad policial, la discriminación de género o por preferencias sexuales, la aceptación o no de las armas o el aborto. Si usted está activa y explícitamente contra el racismo, defiende el derecho de las mujeres a decidir si procrean o no, en contra de las armas y de la brutalidad policiaca, en contra de la política de sanciones a otros países, desea que reduzcan el presupuesto militar y que esos recursos se usen para la educación, la salud pública y el enfrentamiento al cambio climático, y en general está en contra de la desigualdad, le informo con completa certidumbre que usted es un “izquierdista”, al menos para los patrones de la sociedad estadunidense.
Dentro del campo de la demografía, por primera vez en la historia de Estados Unidos, los estadunidenses blancos se enfrentan a la perspectiva de convertirse en una minoría en su “propio país”.
Si bien es posible que muchos en las metrópolis multiculturales de Estados Unidos aplaudan el “oscurecimiento racial de Estados Unidos” como un bienvenido paso para alejarnos de la “supremacía blanca”, es bastante seguro decir que un gran número de blancos estadunidenses están más preocupados por este fenómeno, lo admitan o no. De manera reveladora, un estudio de 2012 mostró que más de la mitad de los estadunidenses blancos cree que reemplazaron a los negros como las “principales víctimas de la discriminación”.
Mientras tanto, el cambio demográfico ha hecho poco para disipar las preocupaciones de las minorías al respecto. Una encuesta reciente encontró que el 43 por ciento de los estadunidenses negros no cree que Estados Unidos haga los cambios necesarios para otorgarles a los negros los mismos derechos. Los delitos de odio aumentaron un 20 por ciento desde 2016.
Cuando los grupos, sean políticos, raciales, de género, entre otros, se sienten amenazados, se refugian en el tribalismo. Cuando los grupos se sienten maltratados y faltados al respeto, cierran filas y se vuelven más insulares, más defensivos, más paranoicos, más “nosotros contra ellos”. Esto es cierto para la izquierda en Estados Unidos hoy.
Hace 50 años, la retórica pro derechos civiles, los liberales de la era de la Gran Sociedad, estaba enmarcada en el lenguaje de la unidad nacional y la igualdad de oportunidades. En su discurso más famoso, el doctor Martin Luther King júnior proclamó: “Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaración de Independencia, estaban firmando un pagaré del que todos los estadunidenses serían herederos. Esta nota era una promesa de que a todos los hombres, sí, tanto a los hombres negros como a los blancos, se les garantizarían los derechos inalienables de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Los ideales de Luther King, los ideales de la izquierda estadunidense que capturaron la imaginación y los corazones del pueblo y condujeron a un cambio limitado pero real, trascendían las divisiones grupales y exigieron un Estados Unidos en el que el color de la piel no importara.
Los principales movimientos filosóficos liberales de esa época eran igualmente ciegos a los grupos y de carácter universalista. La enormemente influyente “Teoría de la Justicia” de John Rawls, publicada en 1971, invitaba a las personas a decidir sobre los principios básicos de su sociedad sin tener en cuenta la “raza, género, afiliación religiosa o riqueza”.
Por lo tanto, aunque la izquierda siempre estuvo preocupada por la opresión de las minorías y los derechos de los grupos desfavorecidos, los ideales dominantes en este período tendían a ser cosmopolitas, y pedían trascender no sólo las barreras étnicas, raciales y de género, sino incluso fronteras nacionales.
Después del colapso de la Unión Soviética y el campo socialista, en medio de una enorme confusión y desaliento, un nuevo movimiento comenzó a desarrollarse en la izquierda estadunidense en las décadas de finales de 1980 y de los 1990, un movimiento que enfatizaba la conciencia de grupo, y la “identidad” y reivindicaciones grupales que no se extendían a otros que también sufrían explotación y discriminación. Muchos en la izquierda se habían dado cuenta de que los conservadores estaban utilizando el “daltonismo” para oponerse a las políticas destinadas a corregir desigualdades históricas y discriminaciones raciales y de otro tipo, persistentes e intrínsecas de la sociedad capitalista.
Muchos también comenzaron a notar que las principales figuras liberales en Estados Unidos, ya sea en el sistema judicial, en el gobierno o la intelectualidad, eran predominantemente hombres blancos y que la mano invisible del mercado, neutral y ciega a los grupos, no estaba haciendo mucho para corregir desequilibrios de larga data, vinculados a las sociedades clasistas; las preocupaciones económicas anticapitalistas comenzaron a quedar relegadas a un nuevo modo de entender la opresión, nació la política de “identidad”, que es una forma pseudo ideológica de decir “sálvese quien pueda”.
Pero la política de “identidad”, con su retórica basada en los objetivos de los grupos por separado, no se convirtió inicialmente en la posición pública del Partido Demócrata. En la Convención Nacional Demócrata de 2004 en Boston, Barack Obama declaró célebremente: “No existe un Estados Unidos negro y un Estados Unidos blanco, un Estados Unidos latino y un Estados Unidos asiático; están los Estados Unidos de América”. Casi 2 décadas después, estamos muy lejos del Estados Unidos que Obama trataba de verbalizar (aunque no estoy muy convencido de que creyera mucho en ello).
Para la izquierda de hoy, la ceguera a la “identidad” grupal es el pecado supremo, porque enmascara la realidad de las jerarquías grupales y la opresión en Estados Unidos. Es el principal obstáculo a la imprescindible unidad de las izquierdas y fuerzas progresista de todo tipo. Le abre el camino a líderes egocéntricos y voluntaristas, que solo quieren ser “jefes” a como dé lugar.
Es un hecho que los blancos, y específicamente los machos protestantes blancos, dominaron Estados Unidos durante la mayor parte de su historia, a menudo de manera violenta, y que este legado persiste. La obstinada tenacidad de la desigualdad racial a raíz de la presidencia supuestamente “post-racial” de Barack Obama ha dejado a muchos jóvenes progresistas muy desilusionados con las convicciones de progreso racial que eran populares entre los liberales hace apenas unos años.
Para la izquierda, la política de “identidad” ha sido durante mucho tiempo un medio para confrontar los aspectos más desagradables y negativos de la historia y la sociedad estadunidenses. Pero en los últimos años, ya sea por su creciente fuerza o por su creciente frustración por la falta de progreso, la izquierda ha insistido más en la “identidad”. Un cambio en el tono, la retórica y la lógica ha alejado la política de la inclusión de todos, que siempre había sido la consigna de la izquierda, hacia la exclusión y la división. Como resultado, muchos en la izquierda se han vuelto en contra de la persuasión universalista (por ejemplo, All Lives Matter), viéndola como un intento de borrar la especificidad de la experiencia y la opresión de cada una de las minorías históricamente marginadas.
La nueva exclusividad es en parte epistemológica, afirmando que los miembros de un grupo externo no pueden compartir el conocimiento que poseen los miembros del grupo interno (“No puedes entender X porque eres blanco”; “No puedes entender Y porque no eres una mujer”; “No puedes hablar de Z porque no eres homosexual”). La idea de “apropiación cultural” insiste, entre otras cosas: “Estos son los símbolos, tradiciones, patrimonio de nuestro grupo y los miembros del exogrupo no tienen derecho a ellos”.
Para gran parte de la izquierda actual, cualquiera que hable a favor de la ceguera grupal está del otro lado, indiferente o incluso culpable de la opresión. Para algunos, cualquiera que no reconozca abiertamente y denuncie en voz alta la “supremacía blanca” en Estados Unidos, es un racista, o un partidario de la desigualdad. Simplificación gravísima que nos aleja de sectores populares que necesitan ser convencidos y no obviados.
Cuando el gran líder liberal Bernie Sanders les dijo a sus seguidores: “No es suficiente que alguien diga: ‘Oye, soy latina, vota por mí’”, Quentin James, líder de los esfuerzos de divulgación de Hillary Clinton para las personas de color, replicó que los “comentarios de Sanders sobre la política de identidad sugieren que él también puede ser un supremacista blanco”. Esta ridícula acusación contra Sanders, un antifascista de toda su vida, es una manifestación de tribalismo y sectarismo en su más pura expresión.
Una vez que la política de “identidad” cobra impulso, inevitablemente se subdivide, dando lugar a identidades grupales en constante proliferación que exigen reconocimiento social. Hoy en día, hay un vocabulario de identidad en constante expansión en la izquierda. Facebook ahora enumera más de 50 designaciones de género entre las que los usuarios pueden elegir, desde “genderqueer” hasta “intersexual” y “pangénero”. Me da mareo.
Tomemos el acrónimo LGBTQ. Originalmente LGB, las variantes a lo largo de los años han ido desde GLBT hasta LGBTI y LGBTQQIAAP a medida que la terminología preferida cambió y los grupos de identidad se pelearon sobre quién debería incluirse y quién es el primero y el más discriminado.
Debido a que la Izquierda del presente siempre está tratando de dejar atrás a la Izquierda anterior, el resultado puede ser una competencia que a menudo fragmenta a los progresistas y los enfrenta entre sí. Aunque presumiblemente la inclusión sigue siendo el objetivo final, la izquierda contemporánea es deliberadamente excluyente.
Durante una protesta de Black Lives Matter celebrada en Filadelfia, un líder de la protesta anunció que “esta es una marcha de resistencia negra y parda”, y pidió a los blancos que habían ido a apoyarlos que “tomen su lugar en la parte trasera de esta marcha”. No quiero caer en el cliché, pero no me sorprendería que la CIA (u otra de sus hermanos gemelos) controlara a ese “líder”.
La guerra contra la “apropiación cultural” tiene sus raíces en la creencia de que los grupos tienen derechos exclusivos sobre sus propias historias, símbolos y tradiciones. Por lo tanto, muchos en la izquierda hoy en día considerarían como un acto ofensivo y repudiable para un hombre blanco heterosexual escribir una novela con una latina lesbiana como el personaje principal. ¡No tienes derecho a hacerlo, dirían indignados!
Las transgresiones se denuncian a diario en las redes sociales; nadie es inmune. Beyoncé fue criticada decenas de miles de veces por usar lo que parecía un traje de novia indio tradicional; Amy Schumer, a su vez, fue criticada por hacer una parodia de “Formation” de Beyoncé, una canción sobre la experiencia de la mujer negra. Los estudiantes de Oberlin se quejaron de un proveedor de alimentos que ignoraba “la línea entre la diversidad culinaria y la apropiación cultural al modificar las recetas sin respetar las cocinas de ciertos países asiáticos”. Y un artículo de opinión de un estudiante de la Universidad Estatal de Luisiana afirmó que las mujeres blancas que se peinan las cejas para que parezcan más gruesas, como “muchas mujeres étnicas”, eran “un excelente ejemplo de la apropiación cultural en este país”. Desviación total del objetivo principal del movimiento progresista, que es luchar y en algún momento acabar con la explotación del hombre por el hombre y con la desigualdad.
No todos en la izquierda estadunidense están contentos con la dirección que ha tomado la política de “identidad”. Muchos están consternados por el enfoque en la apropiación cultural. Como dijo un estudiante de derecho mexicano-estadunidense: “Si nos permitimos estar insultados con un disfraz de Beyoncé, ¿cómo podríamos manejar el trauma de un aviso de desalojo o que la policía nos apalee brutalmente?” Es un hecho doloroso que nuestros enemigos de clase nos hayan convencido que peleemos más entre nosotros por trivialidades que contra la sociedad clasista.
Los liberales han gritado “que viene el lobo” demasiadas veces. Cuando apareció Donald Trump, el verdadero lobo, nadie le hizo caso. Y ahora, poco tiempo después, en el 2023, muchos grupos progresistas siguen ignorándose (o incluso peleando) los unos con los otros, a pesar de que las fuerzas locales del fascismo están cada vez más unidas y convenciendo a millones de ingenuos de que Estados Unidos está amenazado por enemigos externos, comunistas rusos o chinos, iraníes o norcoreanos, cubanos o venezolanos, envidiosos que quieren destruir al país. Y el caso de Ucrania les ha venido como anillo al dedo para obstaculizar una vez más la necesaria unidad del movimiento progresista. Han logrado vender la idea dentro de amplios sectores del progresismo que el conflicto de Ucrania comenzó en febrero del 2022, con la Operación Militar Especial rusa. El enemigo de clase, el 1 por ciento que gana tanto o más que el resto de la humanidad, quiere que enfaticemos más en aquellas cosas que nos separan que en las muchísimo más importantes que nos unen. ¡No podemos permitirles que lo consigan! ¡Sería abrirle de par en par la puerta al fascismo absoluto!
¿Qué es la “Izquierda estadunidense” de hoy? El concepto de “Izquierda” política o social, como todas las demás cosas de este mundo, varía con el tiempo. No hay fin de la Historia, a la Fukuyama, y por ende no hay fin de los componentes de la Historia y de la dinámica social.
No debemos olvidar que “los hombres se parecen más a su época que a sus padres”. Las condiciones políticas y sociales de hoy en Estados Unidos son muy diferentes a las de la época de la Guerra de Vietnam (o de la Guerra Fría I en general), de después de la Segunda Guerra Mundial y ni digamos que las existentes durante la Gran Depresión.
Las principales organizaciones de la “izquierda” actual en Estados Unidos son: el Partido Verde, el Partido Comunista, el Partido por el Socialismo y la Liberación, el Partido Socialista de los Trabajadores, el Partido Socialista y el Partido de Solidaridad Estadunidense.
Ninguno de estos partidos ha logrado nunca tener un representante o un senador en el Congreso de Estados Unidos, aunque si tienen influencia social, sobre todo a nivel local.
-Socialistas Democráticos de América (DSA, por su sigla en inglés). Son el mayor grupo de izquierda de los Estados Unidos, con casi 100 mil miembros y varios millones de simpatizantes. Tienen cinco representantes en la Cámara de Representantes del Congreso de Washington DC (Alexandria Ocasio-Cortez, Rashida Tlaib, Cory Bush, Jamaal Jackson y Greg Casar), 50 representantes en los Congresos de los estados (llamados asambleas generales) y 106 miembros en los gobiernos locales. A diferencia de las otras organizaciones arriba mencionadas, DSA tiene muchos miembros jóvenes e incluso un ala juvenil organizada (Jóvenes Socialistas Democráticos de América).
-Existe una gran cantidad de grupos no partidistas, sino de activismo social, pacifismo, feminismo, anti racismo (destacadamente BLM o Black Lives Matter), luchas por los derechos de las minorías, LGTBQ, etcétera.
-Una nota de interés: a pesar de que esas organizaciones presentan numerosas diferencias entre sí, todas ellas apoyan generosamente la causa de Cuba y la lucha contra el Bloqueo.
Cuando era candidato presidencial, Donald Trump hizo un famoso llamado a “un bloqueo total y completo de los musulmanes que ingresan a Estados Unidos”, describió a los inmigrantes mexicanos ilegales como “violadores y asesinos” y se refirió despectivamente a un juez federal nacido en Indiana como “mexicano”, acusando al juez de tener “un conflicto de intereses inherente” que lo hace incapaz de presidir una demanda contra Trump.
Argumentar que Trump usó la política de “identidad” para ganar la Casa Blanca es una verdad de Perogrullo. Pero los sentimientos de “nosotros contra ellos”, antimusulmanes y antiinmigrantes fueron el pan de cada día para la mayoría de los conservadores en las campañas electorales de 2016 y 2020. El envilecido senador Marco Rubio comparó la guerra contra el Islam con la “guerra contra los nazis” de Estados Unidos, e incluso republicanos relativamente “moderados” como Jeb Bush abogaron por una prueba religiosa para permitir la entrada preferencial de refugiados cristianos al país.
También estamos viendo en la derecha, particularmente en la extrema derecha, un tribalismo político dirigido contra las minorías percibidas como “demasiado exitosas”. Por ejemplo, Steve Bannon, exestratega jefe de la Casa Blanca de Trump y amiguito de Jair Bolsonaro, se ha quejado de que las “escuelas de ingeniería de Estados Unidos están llenas de personas del sur y este de Asia… Han venido aquí para tomar estos trabajos”, mientras que los estadunidenses “pueden” obtener títulos de ingeniería… y no conseguir un trabajo”.
Esto nos lleva a la característica más llamativa del tribalismo político derechista actual: la política de identidad blanca que se ha movilizado en torno a la idea de los blancos como un grupo discriminado y en peligro de extinción. Fuente esencial del fascismo local.
En parte, este desarrollo lleva adelante una larga tradición de tribalismo blanco en Estados Unidos. Pero la política de “identidad blanca” también ha recibido un tremendo impulso reciente de la izquierda, cuyas incesantes reprimendas, vergüenzas e intimidaciones podrían haber hecho más daño que bien.
Básico pero efectivo. Los supremacistas blancos presentan a un negro (y de origen cubano) como su líder, los neonazis dan el frente con un judío. Los medios canallas se encargan del resto.
Un votante de Trump afirmó que “tal vez estoy tan harto de que me llamen intolerante y racista, que mi ira hacia la izquierda autoritaria me ha empujado a apoyar a este hombre con graves defectos”. “El partido Demócrata”, dijo Bill Maher, “hizo que el trabajador blanco sintiera que sus problemas no son reales porque está ‘explicando’ y verificando su privilegio. Ya sabes, si tu vida es miserable, tus problemas son reales”. Cuando los negros culpan a los blancos de hoy por la esclavitud o piden reparaciones, muchos estadunidenses blancos consideran que están siendo atacados por los pecados de otras generaciones, y que eso no es justo.
Así como la política de “identidad” excluyente de la izquierda es irónica a la luz de las demandas necesarias de que la izquierda sea inclusiva, también lo es el surgimiento de una política de identidad “blanca” en la derecha.
En esencia, el problema es simple pero fundamental. Mientras que a los afroamericanos, los asiáticoamericanos, los hispanoamericanos, los judíos estadunidenses y a muchos otros se les permite –de hecho, se les alienta– a sentir solidaridad y enorgullecerse de su identidad racial o étnica, a los estadunidenses blancos se les ha dicho durante las últimas décadas que nunca deben. Pero sólo hace un siglo, cuando la inmigración era mayoritariamente europea, se mantenía el mismo patrón: tenerlos separados y que los italianos, irlandeses, polacos o judíos estuvieran enfrentados entre sí.
La gente quiere ver a su propia tribu como excepcional, como algo de lo que estar profundamente orgulloso; de eso se trata el instinto tribal. Durante décadas, se ha alentado a las personas que no son blancas en los Estados Unidos a complacer sus instintos tribales de esta manera, como los blancos extremistas del KKK también lo hicieron.
El instinto tribal no es tan fácil de reprimir. Como dijo Hua Hsu, el profesor de Vassar, en un ensayo atlántico llamado ¿El fin de la América blanca? el “resultado es un orgullo racial que no se atreve a pronunciar su nombre y que, en cambio, se define a sí mismo a través de señales culturales”. ¿O quizás prestándose a ser manipulados por el fascismo emergente?
En combinación con la profunda transformación demográfica que está teniendo lugar en Estados Unidos, este impulso reprimido por parte de muchos estadunidenses blancos de sentir solidaridad y orgullo por su identidad de grupo y sus privilegios históricos que no quieren compartir con los demás, ha creado un conjunto especialmente tenso de dinámicas tribales en Estados Unidos hoy.
Justo un día después de las elecciones de 2020, un exintegrante de Never Trumper explicó su cambio de opinión (votó por Trump): “Mi hija en edad universitaria constantemente escucha hablar del privilegio blanco y la identidad racial, de dormitorios separados para razas separadas (en algún lugar del cielo, Martin Luther King agacha la cabeza y llora)… Odio la política de identidad, pero cuando todo se trata de política de identidad, ¿la izquierda está realmente sorprendida de que ayer martes millones de estadunidenses blancos… votaron como ‘blancos’? Si quieres política de ‘identidad’, política de ‘identidad’ es lo que obtendrás”.
Una mayor Unidad de las fuerzas progresistas es enormemente necesaria para las elecciones general de 2024 y parar el golpe fascista que se cierne.
Con pocas excepciones, los principales líderes republicanos están destruyendo sistemáticamente la retórica “democracia” estadunidense con el claro objetivo de reemplazarla con autoritarismo de hombre fuerte, una versión nueva y estadunidense de lo que Benito Mussolini llamó fascismo.
En este momento se están moviendo gradualmente para controlar los hilos del poder: infiltrándose en los departamentos de policía y las filas de las Fuerzas Armadas; asumiendo las juntas escolares locales; despidiendo a directores y maestros que defienden la democracia multirracial y multicultural mientras prohíben libros que contienen ideas tan “peligrosas”; demonizando a las personas homosexuales y prohibiendo los espectáculos que incluyen trasvestismo; reestructurando los distritos electorales a lo largo y ancho del país, para que favorezcan, independientemente de cómo vote la gente, a los republicanos; cambiaando las leyes electorales para dificultar que los habitantes de las ciudades, los presos y otros grupos voten; construyendo estructuras mediáticas que apoyarán la toma de poder autoritaria cuando suceda; organizando milicias paramilitares armadas, con conexiones secundarias con la policía local; creaando organizaciones legales para desinfectar y racionalizar el fin de la democracia desordenada; radicalizando a los estadunidenses promedio a través de las redes sociales y una red cada vez mayor de programas de radio y podcasts de extrema derecha; difundiendo teorías de conspiración antisemitas sobre demócratas y judíos usando el silbato para perros de ‘George Soros’; incendiando la sede del Partido Demócrata de Texas en Austin y amenazando con que si no dejan de intentar que los demócratas sean elegidos, lo peor vendrá.
Hemos visto esta película antes.
Fue “el otro 11 de septiembre”. Todo parecía normal hasta que el general Augusto Pinochet declaró que asumía el gobierno de Chile el 11 de septiembre de 1973.
El gobierno chileno había funcionado democráticamente desde 1923, el más largo de América del Sur, pero Pinochet (con la ayuda de la administración de Richard Nixon) ya se había infiltrado y obtenido la lealtad de la policía, el Ejército y los paramilitares civiles, crianza de los últimos años.
Así que cuando llegó al palacio presidencial y declaró que asumía, nadie salió en defensa del presidente electo, Salvador Allende. La policía ya era leal a Pinochet, incluida la policía que defendía la capital de esa nación.
Allende y alrededor de 30 simpatizantes ocuparon el palacio durante unas horas, dieron un breve discurso de radio nacional y luego le pusieron una pistola en la cabeza y terminaron con su presidencia.
Poco a poco, luego de repente.
Cuando los chilenos salieron a las calles, Pinochet los barrió y los retuvo en el estadio nacional, donde decenas de miles fueron torturados, asesinados o simplemente desaparecidos. Una de las tácticas favoritas de su Ejército era arrojar a los “liberales” desde helicópteros sobre el océano para matarlos, una práctica celebrada hoy por las milicias derechistas en todo Estados Unidos.
La oposición política democrática de Pinochet perdió todo su poder y pasó a la clandestinidad. Pasarían 17 años antes de que algo parecido a la democracia volviera a Chile, un proceso que todavía se está recuperando.
Si Mike Pence hubiera seguido el plan de Trump de imitar las elecciones de 1876 e instalar como presidente al tipo que perdió tanto el voto popular como el electoral, Estados Unidos sería un país muy, muy diferente hoy.
Poco a poco, luego de repente.
Trump había proclamado previamente su deseo de cambiar las leyes de difamación y calumnias de la nación para poder demandar o encarcelar a sus oponentes políticos y a los medios que se opusieron a él; si hubiera tenido éxito el 6 de enero, eso ya habría sucedido, y la gente como yo (y tal vez usted) estaría en la cárcel.
Haciéndose eco de una de las primeras leyes de Pinochet de 1973, un legislador estatal republicano en Florida acaba de proponer una normativa para requerir que los blogueros y escritores se registren en el estado si tienen la intención de criticar a cualquier funcionario electo. Si Trump hubiera tenido éxito, hoy todos estaríamos viviendo bajo leyes similares.
Trump había prometido previamente a sus partidarios violentos que los perdonaría y se haría cargo de sus honorarios legales; si se hubiera aferrado a la Casa Blanca, ahora cientos de Kyle Rittenhouse se habrían “defendido” contra los negros, “Antifa” y “comunistas liberales” sin consecuencias.
Si los republicanos tuvieran una mayoría lo suficientemente grande en el Congreso, estaría en marcha una convención constitucional como la que los multimillonarios de derecha han estado promoviendo y ensayando anualmente en Washington, DC, para reescribir nuestro documento fundacional. El derecho de todos los estadunidenses al voto, la separación de la Iglesia y el Estado, los derechos civiles, las protecciones de la libertad de expresión y de reunión, el derecho al debido proceso y la igualdad de protección ante la ley, incluso la oscura Cláusula de Emolumentos estarían en el punto de mira.
Las corporaciones afines a Trump llevarían a cabo purgas políticas que recordarían el “temor rojo” y la “lista negra” republicana de la década de 1950 en todo el país a medida que se examinaban las cuentas de las redes sociales en busca de evidencia de inclinaciones “izquierdistas”; Johnny McEntee comenzó ese proceso cuando era “vicepresidente” de Trump y estaba despidiendo a personas en el poder ejecutivo por “gustar” de publicaciones de artistas “izquierdistas” como Taylor Swift.
El proceso que Trump inició en Portland y Seattle en el verano de 2020 de camionetas sin distintivos y policías federales parecidos a soldados de asalto sin parches de identificación que secuestraban a personas en las calles se habría expandido a todo el país; decenas de miles estarían bajo custodia sin cargos.
Las prisiones privadas se expandirían para albergar a los cientos de miles de personas arrestadas por protestar en las calles o por hablar en las redes sociales. Sin embargo, para la mayoría de los estadounidenses que votaron por los republicanos o eran completamente apolíticos, la vida continuaría con normalidad (al igual que en los primeros años de la toma de posesión de Chile, Rusia y Hungría, o Italia, Alemania y España en la década de 1930).
Políticos progresistas de alto perfil habrían sido asesinados o habrían sobrevivido a intentos de asesinato; la policía y el FBI, sin embargo, no habrían tenido ni idea de sus asesinos (o cómplices) como lo fueron unas 10 mil personas que planeaban asaltar el Capitolio y asesinar al vicepresidente y presidente de la Cámara el 6 de enero.
El Partido Demócrata habría sido etiquetado como agresor y subversivo por los medios de comunicación de derecha; sus filas ahora se habrían desvanecido tan rápido como lo hicieron los partidos alineados con los sindicatos en Italia y Alemania en la década de 1930 o los socialistas de Allende en Chile en 1973.
Primero, el aborto sería criminalizado en todo el país, luego el control de la natalidad, luego las mujeres en los negocios y la política se encontrarían bajo un ataque constante en los medios de comunicación y en el lugar de trabajo. El dominio de los hombres blancos ahora estaría cerca de recuperar el estatus que tenía en 1972 cuando las mujeres no podían abortar legalmente, firmar algunos contratos o incluso obtener una tarjeta de crédito sin la firma de un padre o esposo.
Las salas de redacción de todo el país ya estarían desprovistas de liberales y, en consecuencia, los editoriales en apoyo del “nuevo patriotismo” proclamado por el Partido Republicano; los fondos de cobertura encabezados por multimillonarios de derecha, que hoy en día poseen más de la mitad de todos los periódicos del país, se apoderarían del resto de los medios como lo hicieron los amigos oligarcas de Viktor Orbán en Hungría.
Cada vez que ocurre este tipo de golpes, la gente de la nación está conmocionada y sorprendida. No tenían idea de cuán lejos habían ido las cosas. Incluso sucedió de esa manera con la Revolución Americana y la Guerra Civil.
Poco a poco, luego de repente.
Los partidarios de Trump hoy piden abiertamente el fin de la democracia, la prohibición de libros y las ejecuciones públicas de los políticos demócratas. El líder de los republicanos en la Cámara de Representantes se negó incluso a reprender al representante Paul Gosar por celebrar abiertamente su fantasía de asesinar a la representante Alexandria Ocasio-Cortez.
Un exjefe multimillonario de The Carlyle Group sin experiencia política, quien se postuló en una plataforma de auditoría de las elecciones de 2020 y no mucho más, ganó el cargo de gobernador de Virginia al difundir la mentira racista y desnuda de que los demócratas en ese estado estaban adoctrinando a los niños blancos para que se sintieran avergonzados del color de su piel; ni un solo republicano electo y solo unos pocos en los medios lo llamaron.
Cuando Franklin D Roosevelt se enfrentó al movimiento fascista “Estados Unidos primero” dentro del Partido Republicano, entró en guerra política con ellos y con la Corte Suprema que los respaldaba.
“Me odian”, gritó entre vítores, “y agradezco su odio!”.
El presidente Joseph Biden parece pensar que puede negociar con estas personas que quieren rehacer Estados Unidos a la imagen de Pinochet (con el mismo tipo de asesores neoliberales de la Escuela de Chicago que ayudaron a Pinochet a convertir a Chile en una pesadilla autocrática).
Él está equivocado.
Están construyendo su poder y sus organizaciones ahora mismo; los grupos paramilitares armados se están expandiendo por todo el país a medida que el Partido Republicano se ha radicalizado tanto que incluso proclaman a Liz Cheney como su enemiga.
Las propiedades mediáticas propiedad de multimillonarios como Fox “News” y la radio de discursos de odio difunden mentiras descaradas a sus televidentes y oyentes, todo para ganar dinero y consolidar su poder político, sin pérdida de audiencia.
Y están llenando nuestras cortes con ideólogos derechistas jóvenes e incondicionales.
Los republicanos se están preparando abiertamente para una segunda Guerra Civil y piden un “divorcio nacional”.
Reuters hizo un informe importante e impactante sobre cómo las fuerzas policiales, presumiblemente simpatizantes de los elementos neofascistas locales, se niegan incluso a investigar las amenazas de muerte contra funcionarios electorales y políticos demócratas.
En Michigan, un grupo de milicianos casi secuestró y mató al gobernador de ese estado; fueron detenidos por un informante que convirtió la evidencia de los estados. La semana pasada se encontró otro grupo que planeaba asesinar a la fiscal general abiertamente lesbiana de ese estado.
Mientras tanto, en todas las redes sociales, se corre la voz: “La tormenta está sobre nosotros”.
El 6 de enero fue un ensayo; ahora están planeando 2024. Los golpes de Estado se desarrollan hasta un punto de inflexión explosivo, y de repente aparecen como un hecho consumado.
A menos que los detengamos en el proceso; esta puede ser nuestra última oportunidad.
José R. Oro*, colaborador de Prensa Latina
*Ingeniero cubano residente en Estados Unidos
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