São Paulo, Brasil. El filósofo Immanuel Kant escribió La crítica de la razón pura (1781) y La crítica de la razón práctica (1788). En 1983, otro alemán, Peter Sloterdijk, publicó La crítica de la razón cínica. Hoy sería oportuna una obra titulada La crítica cínica de la política de la antipolítica.
Los cínicos constituían una tendencia filosófica en el siglo IV antes de Cristo. Se caracterizaban por su total desprecio a las cosas materiales. Andaban desnudos, sin preocupaciones por cubrirse el cuerpo. Como hacían en público sus necesidades fisiológicas, los llamaron “cínicos” del griego kynimós que significa “como un perro”. Con el tiempo, el epíteto adquirió el significado de “desfachatado”. Lo que se aplica a varios políticos actuales como Trump, Bolsonaro o Milei.
¿Qué tienen en común los políticos cínicos? Propagan fake news, se proclaman antipolíticos, se visten con las pieles del neoliberalismo, privatizan hasta el oxígeno que respiramos, odian la democracia y exaltan el uso de las armas. Y, sin embargo, atraen multitudes y ganan elecciones… ¿Cómo explicarlo?
Existe una vasta bibliografía destinada a responder esta pregunta: Cómo mueren las democracias de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt; El futuro de la democracia de Norberto Bobbio; Poliarquía: participación y oposición de Robert Dahl, y muchos otros textos.
Creo que una de las causas del descrédito de la democracia y del surgimiento neofascista de la política de la antipolítica es el alcance de las redes digitales. Esas redes le pusieron fin a la hegemonía de los grandes vehículos de comunicación. Y, al quebrar los vínculos de colectividad, “privatizaron” la opinión pública. Ahora lo que interesa es la opinión que circula en la burbuja de mi tribu digital.
Estrechada mi visión del mundo, exacerbado el individualismo, diluidos los hechos en narrativas incongruentes, ridiculizados los valores éticos y fragmentado el discurso racional… ¡Ha llegado la hora de reinventar la rueda!
Si las utopías libertarias –como la sociedad socialista– fueron enterradas por el muro de Berlín, si la democracia liberal no es capaz de detener las fuerzas de izquierda que osan disputar y –a veces– ganar elecciones, entonces no queda otra alternativa que instalar la antipolítica: lo histriónico, lo circense, lo borderline. Todo bajo la tutela del cesarismo, o sea, de las fuerzas policiales y militares.
En ese contexto de irracionalización de la política, la lógica le cede su lugar a lo emocional, en la línea de lo que Freud describió en Psicoterapia de la histeria. Esa reducción del discurso articulado a la vociferación desenfrenada –llena de odio y agresiva– hace que la reflexión sea sustituida por el impulso, como el provocado por los recursos de la publicidad, la cual nos inducen a consumir sin reflexionar.
Y al abdicar de la razón aflora la emoción. Esta última es vulnerable –en especial– al discurso religioso que induce a los fieles a la “servidumbre voluntaria”, dispuestos a inclinarse ante el surgimiento apocalíptico del avatar.
Los electores de la política de la antipolítica creen saber lo que no quieren, actúan por reacción, pero no tienen claridad acerca de lo que quieren. Si en el período de Margaret Thatcher se enfatizó en la privatización del patrimonio público, y en la era de Trump, en la “privatización” de las fuerzas de seguridad del Estado, el incentivo al libre comercio de armas, el paramilitarismo y la proliferación de clubes de tiro, hoy el énfasis recae sobre la “privatización” de los vínculos sociales por las burbujas identitarias y semánticas, cuyos signos instauran tribus refractarias a cualquier propuesta de diálogo y horizonte de utopía.
Hay quien se pregunta cómo explicar que Trump y Bolsonaro, cuyos gobiernos beligerantes fracasaron también –desde el punto de vista administrativo– cuentan aún con tantos seguidores. Ocurre que la masa que los apoya carece de analistas políticos. No se orienta por el noticiero de los grandes medios, ni abraza una propuesta política de futuro. Es anticomunista, antidemocrática, antiaborto…
Es neofascista. El fascismo defiende la estatización de las fuerzas productivas; el neofascismo, su privatización. Y para esa masa, la religión funciona como “opio del pueblo”, pues venera la autoridad legitimada por líderes religiosos, abomina la pobreza, considera que la prosperidad competitiva es una dádiva divina, y exalta la meritocracia.
Si Lampedusa creó la máxima de que es necesario que todo cambie para que todo siga igual, ahora la política de la antipolítica establece que es necesario que todo cambie para cambiar todo lo que insiste en seguir igual.
Frente a la antipolítica –que cuenta con el respaldo de las plataformas digitales movilizadas en un amplio trabajo de deseducación política– sólo hay un antídoto: una intensa educación política capaz de despertar la conciencia crítica, reatar el hilo conductor de la conciencia histórica e inducir al compromiso con la conquista de una sociedad que sustituya la primacía del capital por los derechos humanos y de la naturaleza.
Frei Betto/Prensa Latina*
*Escritor brasileño y fraile dominico; teólogo de la liberación; educador popular y autor de varios libros
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