Lima, Perú. Por las tardes dibuja con tiza en la acera de una calle céntrica de la capital peruana. Algunos transeúntes depositan monedas por su trabajo en un recipiente azul. Se mantiene en silencio antes las preguntas de IPS, pero un cercano vendedor de helados comenta que se llama Pedro, que tiene 11 años y que cada día traza el suelo unas 4 horas.
Pedro, que por temor o timidez decide no contestar, es parte de los niños, niñas y adolescentes que entre los 5 y 17 años de edad se encuentran en situación de trabajo infantil en Perú, un fenómeno que creció durante los años de la pandemia por el incremento de la pobreza, que al 2021 afectó a la cuarta parte de la población.
Según cifras oficiales, los niños, niñas y adolescentes inmersos en el trabajo infantil suman 870 mil a nivel nacional, unos 210 mil más respecto al 2019, indica en entrevista con IPS Isaac Ruiz, trabajador social y directivo del no gubernamental Centro de Estudios Sociales y Publicaciones (Cesip).
La institución tiene 46 años de labor, enfocada en la promoción del ejercicio de derechos de la niñez y adolescencia.
Ruiz explica que para definir el trabajo infantil se deben separar dos conceptos. El primero, referido a las actividades económicas que la población entre 5 y 17 años realiza apoyando a sus familias por un pago o no, como trabajador dependiente para terceros, o por cuenta propia.
Y el segundo, el trabajo que vulnera sus derechos y que debe ser erradicado, y que está contemplado en las normas nacionales según los estándares internacionales de derechos humanos establecidos en la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y otros organismos.
De hecho, la OIT califica el trabajo infantil como una violación de los derechos humanos fundamentales, que perjudica el desarrollo de los niños, pudiendo conducir a daños físicos o psicológicos que les durarán toda la vida. El trabajo infantil califica el trabajo nocivo para el desarrollo físico y mental de los niños.
Por el contrario, no es trabajo infantil, según el organismo, cuando niños o adolescentes participan en actividades estimulantes, tareas voluntarias u ocupaciones que no afectan su salud y su desarrollo personal, ni interfieren con su educación. Por ejemplo, ayudar a los padres en el hogar o ganarse un dinero con algunas tareas.
“Por cada año de educación que pierde un niño o una niña, también pierde entre 10 y 20 por ciento de ingresos en su vida adulta, se reproduce la pobreza”, explica Isaac Ruiz.
La edad mínima para trabajar en Perú es de 14 años. Se tipifica como trabajo infantil cuando se realiza por debajo de ese rango, cuando es peligroso por su propia naturaleza o por las condiciones en que se realiza, y cuando la jornada excede el límite establecido legalmente que es de 24 horas a la semana si tiene 14 años, y de 36 cuando tiene de 15 a 17 años.
Son peores formas de trabajo infantil cuando personas adultas utilizan niñas, niños y adolescentes para actividades delictivas o se les explota comercial o sexualmente.
De acuerdo con cifras del oficial Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), 1 millón 752 mil niñas, niños y adolescentes se encontraban trabajando al 2021. Esa cantidad era 2.6 por ciento superior al porcentaje prepandemia de 25 por ciento registrado en 2019.
De ese universo, 13.7 por ciento está realizando actividades peligrosas: 870 mil menores entre 5 y 17 años en riesgo para su salud física, mental y su integridad.
En este país sudamericano, con una población estimada en 33 millones 35 mil 304 habitantes, las niñas, niños y adolescentes de ese rango de edad representan el 19 por ciento, alrededor de 6 millones 400 mil, según datos del INEI.
“No todas las actividades económicas que realizan niños y adolescentes son erradicables. Si tienen un rol formativo, por ejemplo ayudando en un negocio familiar una hora al día o fines de semana, y van a la escuela, tienen tiempo para sus tareas, para socializar, para recrearse, probablemente estarán aprendiendo sobre el negocio”, afirma Ruiz.
Pero, añade, “la situación cambia cuando se convierte en trabajo infantil, cuando las actividades se tornan peligrosas”.
“Es cuando están por encima de sus capacidades físicas, emocionales, mentales cuando les toma demasiado tiempo y compite negativamente con la educación, las tareas escolares y con la posibilidad de recrearse”, remarca.
Pone como ejemplo el vender en las calles entre los automóviles, recolectar residuos en los basurales, cargar bultos en los mercados, hacer trabajo doméstico, estar en minas o actividades agrícolas expuestos a sustancias tóxicas perjudiciales para su salud.
Corresponde al Estado agilizar el diseño y aplicación de la política pública de erradicación del trabajo infantil, plantea.
“Por cada año de educación que pierde un niño o una niña, también pierde entre 10 y 20 por ciento de ingresos en su vida adulta, se reproduce la pobreza”, insiste. Indica que esta situación debe ser corregida y evitar que sigan siendo la población que el sistema deja atrás en sus oportunidades y derechos.
Juan Daniel Caroyanqui tiene 15 años de edad y desde los 7 años trabaja en la bodega (pequeña tienda) que funciona en su vivienda, ubicada en el asentamiento de Huachipa, en las afueras de la capital, con una población estimada en 32 mil habitantes, en su gran mayoría migrante que se han ido instalando en el área ganándole terreno a los cerros.
Su mamá, María Huamaní, llegó a Lima a los 10 años desde el central y altoandino departamento de Ayacucho, huyendo del terrorismo que mató a su madre y su padre. Huérfana, fue criada por unos tíos. Con el tiempo se conoció con quien sería su esposo y formaría una familia. Para ambos el trabajo es la base del progreso.
“Yo empecé a los 7 años en la tienda, con tareas sencillas, memorizando los precios de los productos. Después gané experiencia y aprendía a tratar con los clientes y ahora ya me quedo en las tardes cuando salgo del colegio”, relata a IPS en un parque cerca a su casa.
Caroyanqui cursa el cuarto año de secundaria, que culminará en 2023, y su meta entonces es estudiar biología en la universidad. Su ilusión es viajar por el país, le gusta mucho la naturaleza y sueña con descubrir alguna especie desconocida y revalorizar la biodiversidad de Perú.
De sus 15 años, 8 los ha pasado tras al mostrador de la tienda donde vende víveres y artículos de papelería, desde las 2:00 de la tarde hasta el cierre del local. Dice que serán unas 7 horas diarias. Estas suman 49 a la semana, así que Caroyanqui está en una situación de trabajo infantil.
Sin embargo, para su familia, el trabajo es el motor de progreso. Su abuela paterna, también migrante y residente en Huachipa, tiene un huerto donde cosecha hortalizas que vende en el mercado mayorista. Él va los miércoles a ayudarla cargando los pesados atados.
“Mi abuelita dice que trabajando vences a la pobreza y consigues tus sueños, pero yo estoy pensando lo contrario, creo que mejor se la puede vencer estudiando”, asegura.
Tiene claro que como buen hijo debe responder al pedido de apoyo de su mamá: “Tengo que ayudarla porque me necesita y porque la amo”. Pero también reconoce que pasar toda su infancia y adolescencia trabajando lo ha privado de concentrarse en sus tareas, de salir a jugar con sus amigos, de recrearse.
Se levanta cada día a las seis de la mañana, se alista para ir al colegio ahora que este año retornaron las clases presenciales, desayuna y va a estudiar. Regresa a las 13:30, almuerza y a las 14:00 ya está en la tienda. Su madre lo deja a cargo de la atención muchas veces pues ella debe realizar otros trabajos.
Si tuviera hijos, no repetiría su historia. “Fomentaría que sean responsables pero no los haría trabajar, promovería que estudien para así salir de la pobreza”, reafirma.
Margoth Vásquez también vive en Huachipa, tiene 17 años y concede la entrevista a IPS en la casa de una amiga de su mamá. La suya la quiere remodelar con lo que gane como enfermera, su sueño es estudiar para ello.
En la pandemia se vio en la necesidad de trabajar para comprar lo que necesitaba y pagar una deuda. Su papá que no vive con ella ni le pasa un céntimo de pensión, le regaló una cómoda por su cumpleaños que no canceló. Ella tuvo que hacerlo.
Aceptó cuidar a un bebé de 8 meses y lo hacía desde las 6:30 de la mañana hasta las 19:00 horas de lunes a sábado. Se quedaba a cargo de su atención, debía mantenerlo limpio, prepararle su comida, alimentarlo y asear la casa. Trabajaba más de 72 horas semanales por un pago equivalente a unos 150 dólares al mes.
Estuvo año y medio en el trabajo, resultó muy estresante para ella pues no encontraba tiempo para hacer sus tareas y enviarlas a sus profesores, pues entonces las clases eran de forma digital debido a la pandemia. Este año culmina el colegio y en el siguiente postulará a estudiar Enfermería.
“Yo quiero apoyar a mi abuela que es la que me ha criado, cuidarla, casarme, tener mis hijos… tener calidad de vida”, reflexiona.
Mariela Jara/Inter Press Service (IPS)
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