El demoledor ensayo periodístico de Lilia Aguilar Gil (Reforma, 7 de octubre de 2016) es una siembra más –mientras llega la cosecha– de cientos de miles de semillas que están cayendo sobre la nación con sus 120 millones de mexicanos. La mitad o más de ellos en la pobreza; otros tantos en el desempleo llamado informalidad; más de 10 millones de indígenas discriminados, encarcelados y sobreviviendo en la miseria; millones de niños ayudando a sus padres en labores inhumanas; y jóvenes desertando de la escuela en todos sus niveles, y sin completar su formación aún cuando logran un lugar en instituciones superiores, a pesar de los tramposos exámenes de admisión, para enviarlos como mano de obra barata, dentro y fuera del país; millones de enfermos desatendidos en los servicios públicos de salud, y los pocos que alcanzan medicamentos para amortiguar los dolores, tienen que regresar una y otra vez realizando trámites para entretenerlos; y se han acumulado, desde el golpista y sangriento salinismo a la fecha, más de 1 millón de homicidios, secuestros, desapariciones forzadas y feminicidios, consecuencia de la inseguridad sangrienta.
En un análisis excelentemente fundamentado y sintetizado, Lilia Aguilar Gil examina la dramática realidad mexicana que ha arrastrado sus males –a mi parecer– al menos los últimos 40 o 50 años, tras el afianzamiento en la política económica pública y privada del devastador neoliberalismo (David Harvey, Breve historia del neoliberalismo; Héctor Guillén Romo, La contrarrevolución neoliberal en México; y de Immanuel Wallerstein, Capitalismo histórico y movimientos antisistémicos). Y nos muestra con hechos que muchas cosas que están pasando si tomamos en cuenta “la casa blanca, Malinalco, Miami, OHL, Ayotzinapa, Tlatlaya, Apatzingán, Tetelcingo, el Chapo, la tesis, la crisis económica, el precio del petróleo, la cotización del dólar, la invitación a Trump, las reformas ineficaces… pintan no sólo a la administración, también a una clase política desacreditada. Bastaría concluir que corrupción, frivolidad, incapacidad para manejar la crisis y violación a los derechos humanos son su sello”.
Muchas cosas están pasando en el país que dirige a Peña y su facción: el “Renuncia ya”, porque ya no hay presidente y la nave estatal va a la deriva, en tanto aumentan los hechos de motín a bordo por la inconformidad, el descontento, la pobreza, el desempleo, la concentración de la riqueza en no más de 1 mil Slim. Y la corrupción e impunidad. ¿No pasa nada? “¡Y sin embargo se mueve!” Sí, están pasando cosas tras la siembra de los malos gobiernos: de los presidentes y los desgobernadores que, con el peñismo, alcanzaron el desafío social y político de echarlos del poder del Estado mediante una revuelta nacional que bien puede rayar en una revolución que concluya en la decantada Constitución de 1910-1917, desobedecida por tantas contrarreformas.
Parece que éste es “el país donde no pasa nada”. Y si esta crisis general es una oportunidad para tomar decisiones, estamos caminando con las Lilias Aguilar Gil, los padres de los 43 de Ayotzinapa y de los niños de la guardería ABC, y todos aquellos que buscan a sus familiares en las fosas clandestinas para deshacernos de “un gobierno contrario a los principios que ella (la Constitución) sanciona”; para, recobrando la soberanía nacional “alterar o modificar la forma de nuestro gobierno” (Artículos 39 y 136). Pero éste es el país donde sí están pasando muchas cosas.
Y entre especulaciones y deseos se dice que no concluirán su sexenio y que en última instancia correrán la misma suerte de los Duarte, los Medina, los Borge, los Padrés, los Graco, etcétera. Pero por encima de eso está el presente e inmediato futuro de la nación que, a pesar de todo, sigue remando para evitar que la nave estatal naufrague por los intencionales errores del peñismo y sus políticas para arrasar con la educación gratuita, laica y nacionalista por la imposición de Aurelio Nuño y Enrique Peña para casi eliminar desde la niñez el “¡atrévete a pensar!”, formando ciudadanos serviles en lugar de críticos e inconformes para exigir que las democracias (directa y representativa) resuelvan con más democracia las demandas de la nación.
Que empresarios y capitalistas exhiban sus ambiciones ultraderechistas y presionen para que el peñismo –ya en camino al golpismo militar, para “entregarle el poder presidencial a un priísta de su bando” (E1 Financiero, 24 de agosto de 2016)–, de una vez por todas jale el gatillo contra las oposiciones que brotan por todo el país (Francisco Cruz, Félix Santana y Miguel Ángel Alvarado, La guerra que nos ocultan, editorial Planeta). Que Peña sea un plagiario cuando estuvo en la dizque universidad del Opus Dei (la Panamericana); que se haya escondido en un sanitario para huir de las críticas estudiantiles; que tenga sospechosas donaciones y su esposa reciba favores de empresarios; que meta las patas con sus decisiones por las que ya debería estar sentado ante el juicio político.
Nada de eso es tan importante como lo que están haciendo con el pueblo que trabaja, sufre y resiste los embates de la pavorosa inseguridad que dejan funcionar los peñistas, para tenerlo a raya y seguir robando como la otra cara de la delincuencia organizada: narcos y peñistas son lo mismo, en un pacto de cada quien lo que se robe. Somos los mexicanos los que estamos en cuestión. Y la única opción es canalizar el descontento popular en una revuelta apuntando a la continuación de la Revolución inconclusa de 1910-1917, interrumpida por la contrarrevolución de Miguel Alemán a Peña. Que Peña renuncie o lo obliguen a irse tras su cuarto y último informe-show a puerta cerrada –como la privatización de otro acto público–, no deja de ser importante; pero no como la crisis que ha dejado, resumida shakesperianamente en: “una nueva tempestad comienza a surgir y el Estado va marchando día por día a su ruina… ¡oh, tiempos de corrupción!”
Álvaro Cepeda Neri
[Contrapoder]
Contralínea 513 /del 07 al 12 de Noviembre 2016
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