Lo que nunca hubiéramos imaginado ha sucedido: el Nuevo Mundo, ese al que Antonio Sánchez, presidente de Radio Televisión Española aspira aún a civilizar, ha desaparecido.
“Pero claro, ¡jolín, faltaba más!, ¿y de qué quieres tu que nos ocupemos?”, si el epicentro de todo está en Caracas, en la autopista Francisco Fajardo, donde los chamos sublevados lanzan bombas molotov y atraviesan alambres de púas para derribar motociclistas; o en la Plaza Altamira, epicentro de los barrios high de la ciudad –donde antes confluía con tanta tranquilidad la gente linda– y ahora tiene que salir un día sí y otro también a quemarse el cutis –que no a broncearse– como antes en Miami.
Pero sí, es cierto, ¿por qué tendría que ser diferente la televisión internacional de España y desafinar en el coro del gran emporio mediático mundial? Porque no sólo es ella, sino todos, que claman exasperados porque el tonto de Maduro no se echa a un lado y deja que el rubio ángel que funge como esposa de Leopoldo llegue al poder, elimine esa pendejada de las misiones y empiece a ejercer la caridad con el pobrerío (los tierrúos, pues, como le dicen), al pie del obelisco de la mencionada Plaza Altamira.
No, claro que no, no tiene que ser diferente. “¡Dios nos salve de ser diferentes!” Ser diferente sería una desgracia, “¡imagínate tú!”, algo así como castrista o chavista; como populista demagogo estafador; algo próximo o semejante a ese indio igualado que llegó de carambola a la presidencia de Bolivia y que se presentó a la entrevista con el Rey de todas las Españas ataviado con un folclórico abriguito con bordados aborígenes “¡Por favor!”.
Así que América Latina se resume ahora a eso, y los periodistas asesinados en México; los migrantes cazados como animales en Texas; los dirigentes populares perseguidos y muertos en Colombia; las manifestaciones multitudinarias contra las pensiones en Chile; los feminicidios en Guatemala; las ocurrencias de Macri; la prepotencia vista del gobierno colombiano en los asuntos internos de Venezuela; las declaraciones altisonantes del comandante del Comando Sur, Kurt W Tidd, respecto a ese mismo país; etcétera, etcétera, etcétera, pasan a un segundo plano que se esfuma frente a tanto desmán.
Pocas veces vista tanta unanimidad, aunque no es la primera vez. Hubo unanimidad, con el apoyo irrestricto, cuando de botar al tacho de la basura de la historia a Muamar El Gadafi se trataba, otro loco impresentable que había que sacar a patadas lo antes posible. Se fue Gadafi y ahí tienen: una Libia totalmente anárquica que, además y para colmo de males, ahora envía –por miles– a migrantes en balsa a través del Mediterráneo, al punto que Doña Marina Le Pen, asustadísima y con taquicardia, dice poco menos que hay que matarlos antes que lleguen a vender baratijas a los pies de la torre Eiffel.
Ha habido otras unanimidades y otros sulfuramientos similares. Por ejemplo, con Irak; y vean lo que es ese país ahora. No hay encuestas en Irak pero más de un iraquí añora los años de la dictadura de Sadam.
“¡No nos liberen, por favor!”, clama más de uno, pero ¿cómo llevar ese clamor hasta las alturas de las torres de transmisión o de las mesas de redacción de los diarios? No se sabe cómo. Pero no importa, aunque esa petición llegara a su oídos, imbuidos como están en su cruzada democrática, no les harían caso.
¡De su democracia, sálvanos Señor!
Rafael Cuevas Molina*/Prensa Latina
*Historiador, novelista y presidente de la Asociación para la Unidad de Nuestra América en Costa Rica
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO]
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