¿Realmente los fenómenos migratorios son tan anormales como creemos? La movilidad humana ha estado presente a lo largo del tiempo en muchas –por no decir todas– poblaciones del mundo. La historia universal ayuda a entender que se trata de una condición cotidiana y presente desde el cruce por el estrecho de Bering, la búsqueda de tierras prometidas y la conquista de territorios nuevos, como lo fueron las exploraciones decimonónicas de occidente.
Si toda la vida las sociedades han estado en constantes flujos de desplazamientos y movilidad, ¿a qué se debe la actual crisis migratoria mundial? La migración y el llamado tránsito irregular han crecido de manera exorbitante, como resultado de las múltiples violaciones a los derechos humanos universales. Factores como las guerras y conflictos armados, la falta de recursos naturales indispensables para la vida –en especial el agua–, o la búsqueda de mejores condiciones laborales para todas las poblaciones han provocado un sin fin de desplazamientos forzados en vías de lograr una vida más digna.
El fenómeno migratorio es, sin duda, uno de los temas prioritarios en las agendas mundiales, no sólo de organismos internacionales, sino también de visiones estratégicas de los propios Estados nación. El interés por cesar o crear vías alternas ha provocado acciones extremas. Así, tenemos la creación de convenios, programas de desarrollo y planes de trabajo para regular estos flujos; o bien, modificaciones y exigencias que complican las movilidades a países vecinos.
Una muestra de ello es la ambivalencia del gobierno canadiense al promover la migración temporal de trabajadores y estudiantes, mientras instaura las nuevas exigencias sobre el visado de entrada para la comunidad mexicana a su país (modificaciones que entraron en vigor el jueves 29 de febrero, según la revista Forbes). Qué decir de la visita del mandatario estadunidense y el candidato a la presidencia, Joe Biden y Donald Trump, en la frontera o los planes de trabajo de las actuales campañas electorales en el país.
Al ser uno de los fenómenos sociales más grandes y estigmatizados en el mundo, la migración expone las realidades y desigualdades sociales a las que se enfrentan las comunidades en tránsito. México no es la excepción: dada su posición geográfica es considerado como un país de tránsito, destino y retorno; sin embargo, todo aquel que busca el llamado “sueño americano” es vulnerable a enfrentar abusos, desapariciones, racismos, discriminación, etcétera.
Si se sigue esta posición estratégica, los contextos migratorios actuales dentro del territorio nacional y hacia afuera se vuelven complejos, pues nos coloca como juez y parte. De entrada, somos de los países con mayor presencia migrante en territorio norteamericano; segundo, al ser el país vecino de uno de los destinos más anhelados para la movilidad humana, nos convertimos en un espacio que oscila entre el tránsito y la opción más viable para nuevos asentamientos. Tercero, las restricciones y control de las fronteras para las y los mexicanos cada día vuelven más difícil el tránsito legal a Estados Unidos y Canadá; no obstante, la apertura del país en la frontera con Guatemala ha permitido –y rebasado– la entrada de personas desplazadas o en calidad de refugiados.
Tal es el caso de las olas migratorias de Centroamérica y el Caribe, mismas que se han acrecentado sobre todo desde 2010, pues las oportunidades de tener una vida digna en sus lugares de origen, se ha visto mermada principalmente a causa de violencias desde el Estado y/o grupos armados, como el narcotráfico o las guerrillas; fenómenos naturales o la falta de oportunidades y acceso a los servicios básicos tales como la salud, educación o vivienda; lo que refleja razones suficientes para emigrar.
¿México está preparado para continuar recibiendo poblaciones en movilidad? ¿Estamos listos para enfrentar el racismo y la discriminación estructural que nos atraviesa o seguiremos con la falsa idea de que “en México no hay racismo”? Estas preguntas son indispensables para comprender las nuevas –y no tan nuevas– dinámicas sociales en nuestro entorno. Durante 2023 (y a pesar de no ser la primera ola migrante en la zona metropolitana), el oriente de la Ciudad de México nos hizo partícipes de un incremento visible de grupos en tránsito de población heterogénea entre cubanos, venezolanos, colombianos, congoleños, dominicanos y mayormente de nacionalidad haitiana.
Aquí entran elementos claves para la distribución migrante en la periferia sur-oriente de la zona metropolitana. Recordemos que Sandra Cuevas buscaba la manera de liberar los espacios públicos donde se asentaba la población migrante y fue Claudia Sheinbaum quién “como alternativa”, presentó el albergue en el bosque de Tláhuac para trasladar a las y los compañeros; espacio que pronto sobrepasó el alcance y los servicios brindados por el gobierno capitalino. Así, la idea de “brindar un trato humanitario a las familias migrantes” se cumplió por poco tiempo.
Hoy, las dinámicas sociales y culturales en gran parte de la Ciudad de México se han transformado y aquellas familias en movilidad que han decidido quedarse o que simplemente esperan la resolución de su estatus en el país, han logrado insertarse en el día a día de los espacios donde habitan. La resiliencia y la esperanza, continúan siendo fuertemente abrazadas por estas comunidades, pese a que perduran elementos como la barrera del lenguaje, el estigma social y las condiciones raciales, los cuales reproducen pensamientos racistas.
Sin lugar a dudas, estas formas de relacionarnos nos permiten entender que compartimos anhelos, metas y ganas por vivir de forma digna. Acentúan además, la falta de organización y de estrategias gubernamentales, que permitan llevar estas transformaciones sociales de una mejor manera; formas que no confronten a las personas y que proporcionen vías de acceso a una vida justa para todas y todos.
Alitzel Díaz*
*Colaboradora del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria.
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